El triste final de Nino Ferrer, el artista maldito que eligió ser fiel a sí mismo y no a la industria

Se cumplen 25 años del suicidio de uno de los más osados e innovadores cantantes europeos del siglo XX, que viajó del jazz al pop para acabar midiéndose a las grandes figuras de la psicodelia

Nino Ferrer fuma una pipa mientras es retratado en París en 1994.Foto: ERIC FOUGERE - CORBIS (CORBIS VIA GETTY IMAGES) | Vídeo: EPV

Cuando a principios de los setenta Hugo Pratt arrancó el minucioso trabajo de documentación necesario para levantar Corto Maltés en Siberia, tuvo claro que en la historia se permitiría una pequeña concesión a la ficción: un personaje secundario, antiguo oficial del ejército ruso, que buscaba fortuna a lo largo de la línea del Transiberiano intentando borrar de su cabeza el recuerdo de una mujer que le había “robado el alma”. Ficción que en realidad no lo era tanto, porque nadie dejó de reconocer en sus rasgos al esquivo músico Nino Ferrer, quintaesencia del outsider de la industria discográfica recluido desde hacía años en una casa de campo abierta a todo el mundo donde convivía con sus músicos y varias mujeres, entre ellas la suya. Posiblemente, nadie encarnaba mejor que él el imaginario del héroe solitario siempre dispuesto a partir hacia nuevas latitudes artísticas o personales.

A Ferrer el carácter aventurero le llegó por vía genética: a mediados del siglo XIX su abuelo, fascinado por las narraciones de los pioneros que abrían camino hacia el oeste norteamericano, decidió vivir personalmente la epopeya y su periplo le llevaría hasta Nueva Caledonia, un archipiélago perdido en medio del Pacífico. Allí fue donde Nino pasaría sus años de infancia, que no los de su juventud, pues durante el largo trayecto –45 días de navegación– que llevaba a su familia de vacaciones a Europa estalló la II Guerra Mundial. Al encuadrarse el país con los aliados, su padre, de nacionalidad italiana, quedó condenado a ser recluido en uno de los campos de concentración que se estaban levantando en las islas en el caso de regresar.

Nino Ferrer y a su esposa Jacqueline en una fiesta en Francia en 1970.Bertrand LAFORET (Gamma-Rapho via Getty Images)

La familia recalaría en París, donde la adaptación no fue fácil para el pequeño Nino, tiranizado ante las continuas humillaciones a las que le sometían sus compañeros por su condición de extranjero. Fue este el germen de un carácter reservado que solo encontró alivio en la música. En su formación autodidacta no dejaría una sola baza sin jugar: buscó fortuna en solitario y en compañía, compuso para otros, actuó en caves existencialistas, en fiestas colegiales, en hoteles playeros y en la calle. Lo haría en compañía de algunos de los más brillantes jazzmen asentados en París: Sidney Bechet, Bill Coleman, Manu Dibango. Y hasta firmaría un clásico primerizo, aunque el mundo no lo supiera todavía: su Un an d’amour (C’est irréparable) no alcanzaría ese estatus hasta que Mina lo versionara en italiano y creara una caja de resonancia que se extendería 30 años, los que tardó Pedro Almodóvar en rescatar la canción para Tacones lejanos con la voz de Luz Casal.

Pero a Nino la fortuna siempre parecía escurrírsele entre los dedos, y por ello cuando en 1965 entró al estudio para grabar su cuarto EP sabía que aquella era la última bala que le quedaba en la recámara. Con 30 años ya cumplidos, era consciente de que en aquella Francia ye-yé donde la juventud era condición sine qua non no habría otra ocasión para volver a intentarlo. Por lo que, haciendo de tripas corazón, decidió dejar a un lado el rigor jazzístico y apostarlo todo al potencial popular de sus canciones.

Retrato de Nino Ferrer en Roma en 1970.Mondadori Portfolio (Mondadori via Getty Images)

Acierto pleno. Aquel disco incluía dos temas, Mirza y Les cornichons, que ejercieron de piedra filosofal para la expansión de los basamentos de la música negra en Europa. El complemento fueron unas extrañas letras humorísticas a medio camino entre Dadá y los tebeos de Spirou y Fantasio y una impecable imagen de dandy que tenía tanto de cínica como de burlona. De la noche a la mañana, Nino se convirtió en una figura estelar de la música francesa. Y no solo, porque el éxito no tardó en atravesar fronteras. La española y de rebote la alemana, pues al volver a su país los turistas reclamaban aquellas canciones que tanto habían escuchado en sus vacaciones playeras. Y qué decir de Italia, donde el que Nino hubiera nacido en Génova durante una estadía familiar hizo que los italianos lo consideraran automáticamente uno di noi. La televisión RAI no tardó en confirmar su popularidad ofreciéndole presentar junto a Raffaella Carrà Io, Agata e tu, el programa de variedades donde cada noche de sábado Nino cantaba sus canciones para decenas de millones de espectadores.

Ferrer no tardaría en cambiar París por Roma y esto marcó un antes y un después. Por un lado, no dudó en dejarse arrastrar por la placidez de la dolce vita y desde su palazzo en Piazza Navona bajó la guardia del rigor musical hasta rebajarse a la categoría de mero entertainer. El interés con el que la prensa amarilla siguió su romance con Brigitte Bardot no ayudó a que su imagen fuera otra. Pero al mismo tiempo la avanzadísima escena romana le hará paladear la psicodelia y el progresivo antes de su llegada masiva a Europa y Nino comenzó a rumiar ahí un giro de timón definitivo para reconquistar su trono en la música continental.

Nino Ferrer y su hijo Pierre en su casa de París en 1975.STILLS (Gamma-Rapho via Getty Images)

No consiguió darlo en Italia. Rats and Roll’s (1970), el primer disco con el que se chequeaba bajo estos parámetros, fue juzgado por su discográfica demasiado extravagante para un cantante de hits televisivos y ninguneó el álbum. Añádase la traba de la censura católica, que ni solía recibir con agrado los habituales juegos de palabras surrealistas marca de la casa ni estaba dispuesta a ser permisiva con canciones como Canapa indiana (’Cáñamo indio’), donde Nino animaba a olvidarse de los problemas del mundo y sumirse en un listado de drogas que él mismo enumeraba en su estribillo (“Hachís, marihuana / morfina, kif, cocaína / metedrina, stick / opio, ácido lisérgico”).

Por lo que todas sus expectativas se volcaron hacia Francia, donde Nino regresó en 1971 confiando en una mayor amplitud de miras de la industria. Sin fortuna: codificado como músico humorístico, su sello se negó a aquel brusco cambio de rumbo. De nada le valió aquel monumental tour de force que sería su discografía de los setenta, una colección de álbumes de progresión imparable que reinventaba todo aquello de importancia que estaba sucediendo en el planeta luchando de igual a igual con sus referentes, ya fueran estos Grateful Dead, Lou Reed, Pink Floyd o el kraut rock. La batalla había comenzado y Nino no dudó en blandir el hacha de guerra.

Raffaella Carrà y Nino Ferrer durante la grabación del programa 'Io, Agata e tu' en Roma en 1970.Mondadori Portfolio (Mondadori via Getty Images)

Valga un único ejemplo a modo de resumen de aquella lucha a garrotazos. En 1974 Ferrer culmina el que sea posiblemente su trabajo más brillante, Nino & Radiah, un álbum concebido a contracorriente de cualquier finalidad comercial y además en inglés, idioma considerado por entonces veneno para las listas de ventas. Pero también con un tema titulado South, de un potencial incalculable. La discográfica intentó convencerle de que lo regrabase en francés. Negativa rotunda. Tras meses de discusiones, aceptó hacerlo a condición de que el tema se extrajera del disco y se publicara únicamente en formato sencillo. La conclusión, la esperada: mientras Ferrer abominaba insistentemente de aquel single ante la prensa, las ventas del LP se estancaron en cifras ínfimas mientras la rebautizada como Le sud supera el millón de ejemplares colocados y es elevado al olimpo de los temas más admirados de la historia de la música francesa. Más de medio siglo después, todavía levanta elogios hasta de una persona tan poco dada a ellos como Michel Houellebecq.

Y fue ahí, en esa continua lucha contra todo y contra todos, cuando Ferrer comenzó a mostrar síntomas de inestabilidad. Su actitud resultaba cada vez más incomprensible. Como respuesta al desprecio que, consideraba, había recibido Nino & Radiah, se negó a hacer cualquier promoción de su siguiente disco, Suite en oeuf, y su pírrica victoria se materializaría en una de las grandes catástrofes de su carrera: apenas mil ejemplares vendidos, una cifra por entonces al alcance hasta de una maqueta de un grupo primerizo. Su carácter irritable viró hacia lo volcánico y los conflictos pasaron a ser parte del día a día. Los tendría con el público, con promotores, con periodistas y no digamos con los ejecutivos de las discográficas: su desconfianza hacia ellos era tal que llegó a rechazar la oferta multimillonaria para lanzarlo en Estados Unidos que le hizo llegar un dirigente de la CBS fascinado por Nino & Radiah.

Nino Ferrer canta la canción 'El teléfono' en el prigrama 'DIM DAM DOM'.INA (INA via Getty Images)

Para entonces Ferrer ya había decidido que su táctica sería la autosuficiencia. Su alejamiento de las discográficas se volvió incluso físico: tras hacerse con un castillo medieval en el sur de Francia, instaló en él un estudio donde a finales de los setenta concibió su último gran disco, Blanat (1979). Pero la muerte de su padre tras una dolorosa enfermedad disparó los síntomas de su depresión, haciéndole vivir con terror la idea de envejecer y sumiendo lentamente su carrera en una tierra de nadie, con álbumes cada vez más irrelevantes y espaciados en el tiempo. Durante un instante, surgió la esperanza de que las cosas fueran de otro modo: a principios de los noventa, con la aparición del formato CD, una nueva generación pudo descubrir discos ilocalizables desde hacía años y Nino se vió propulsado nuevamente a primera línea de fuego. Por un momento, su renacimiento pareció un hecho.

Pero era ya demasiado tarde. Ferrer no tardó en comprobar que sus tradicionales problemas de oído se habían agravado y que esto le impedía volver a componer o interpretar música. Confinado en aquel autoenclaustramiento paranoide, las tendencias suicidas mostradas desde su primera juventud se hicieron cada vez más visibles. En el que sería su último disco, había rescatado una oscura composición de juventud cuyo estribillo decía “J’ai voulu vivre ma vie / Et j’ai perdu ma vie pour rien” [”Quise vivir mi vida / Y la perdí a cambio de nada”]. En 1998 escribió un diario donde lo único que plasmaba era un virulento ataque contra la industria discográfica y un esbozo de testamento. Su último alivio en aquellos años fue la pintura, en la que se volcó con asombrosa intensidad.

Nino Ferrer fuma un cigarro en las calles de Milán en 1967.Mondadori Portfolio (Mondadori via Getty Images)

Todo llegaría a un punto final ese mismo año, cuando Nino animase a su madre, convaleciente de una enfermedad, a acompañarle para ver el resultado de unas obras recién concluidas en casa. Incapaz de caminar con soltura, la mujer tuvo una brusca caída de la que no consiguió recuperarse. Condenada a un estado vegetal, la madre de Nino falleció ocho meses después entre intensos dolores. “Fue ahí cuando [Nino Ferrer] dejó de salir, dejó de vivir”, recordaría su mujer, Kinou. El frágil equilibrio en el que parecía moverse se rompió definitivamente. Su hipersensibilidad exacerbaba el sentido de culpa y terminó abocado a una grave depresión. La familia consiguió que se dejase visitar por un médico, al que anunció que se suicidará en dos días. Lejos de funcionar, los ansiolíticos recetados le provocaron un estado febril. Al día siguiente, cumpleaños de Kinou, se hizo un silencio sepulcral entre los invitados después de que repentinamente Nino, que no había dejado de mostrar un comportamiento excéntrico desde su llegada, se desnudara delante de todos y se lanzara a la piscina gritando que quería limpiar sus pecados. Todo apuntaba a un ingreso inevitable, pero Kinou se negó: años atrás su padre, tras mostrar síntomas similares, se había terminado suicidando en un hospital psiquiátrico. Se había jurado entonces que de verse en una situación parecida no volvería a recurrir a ninguna institución.

A la mañana siguiente, Nino pidió un favor a Kinou: que se acercase a un valle vecino para esparcir allí las cenizas de su madre. Ella no quería dejarlo solo, pero sabía que la presencia de la urna en casa le inquietaba y confió en que hacerla desaparecer ayudara a su estabilidad. En ese momento, Ferrer llevó adelante su suicidio. Tras dejar en su estudio diversas cartas de despedida para sus seres cercanos –también una, que la familia nunca haría pública, criticando duramente a la prensa musical–, cogió un fusil de caza y se dirigió a una colina cercana a la que solía acudir para ver el atardecer. Al llegar, como había hecho un siglo antes su admirado Van Gogh, se adentró en un campo de trigo y se descerrajó un tiro en el corazón. Sucedió hace hoy exactamente 25 años, cuando quedaban solo dos días para su 64º cumpleaños. Unas semanas antes, Nino había indicado a su familia que no preparara ninguna celebración.


Puedes seguir ICON en Facebook, Twitter, Instagram, o suscribirte aquí a la Newsletter.

Más información

Archivado En