Cyrano de Spotify
Vendrán generaciones futuras y nos preguntarán que cómo pudimos regalarle tanto tiempo, tantísima atención a compañías que querían jodernos la cabeza. Digámosles que fue porque nos caían bien
Mi rebelión contra las máquinas la lidera una chica en Barcelona. Ella es brillante, trabaja en marketing, no sabe qué pinta aquí. Publica en Instagram la música que escucha, cinco pasos por delante de los demás. De qué iba a conocer yo a Ice Spice, Romy o Ecco 2K y saber que me divierten si no apuntara lo que escucha ella. Yo, que ...
Mi rebelión contra las máquinas la lidera una chica en Barcelona. Ella es brillante, trabaja en marketing, no sabe qué pinta aquí. Publica en Instagram la música que escucha, cinco pasos por delante de los demás. De qué iba a conocer yo a Ice Spice, Romy o Ecco 2K y saber que me divierten si no apuntara lo que escucha ella. Yo, que escucho música de gente que lleva cientos de años muerta. Escuchar una sinfonía no es tan distinto de pasear por una montaña, pensé una vez, porque al final es recorrer un camino que lleva ahí cientos de años, llevará ahí cientos de años, y eso te arranca del presente, te eleva a lo preternatural. La gente que piensa estas cosas no sabe quiénes son Ice Spice, Romy o Ecco 2K. La gente que no sabe cosas es carne de algoritmo. Lo que la máquina diga. La de Barcelona no dice nada; pasa de ser influencer, sube música de hoy y música brasileña de hace años que suena a hoy. Ella pone el criterio, yo el oído. Un día coincidió conmigo en un viaje y hoy es mi Cyrano de Spotify. No nos hemos vuelto a hablar desde entonces.
Las parcelas de intimidad con personas que no nos conocen se llaman relaciones parasociales. Las teníamos con las celebridades en el mundo analógico. Ahora, los chefs de YouTube fingen que olvidan la receta a mitad del vídeo y el cámara se la recuerda y los tiktokers pontifican recién salidos de la ducha y así nos caen mejor. Impostan la autenticidad y nos caen mejor. Tenemos relaciones parasociales con cualquiera. Tenemos relaciones parasociales con las mismas redes sociales. A Facebook le pongo la cara de Zuckerberg; a Twitter, la de Elon Musk; a Instagram, la de la persona que echo de menos en ese momento, generalmente la tuya. Jimmy Wales se va a morir un día tras mandar infinitos correos pidiendo dinero para la Wikipedia, que él fundó y a la que presta su cara para caernos mejor. No sé qué tal nos caerá su sustituto. No sé por qué tenemos que plantearnos qué tal nos caerá, si nos sentará bien darle el dinero de Jimmy. No es bueno bromear sobre la muerte de la gente (contraargumento: Zachary Taylor, el 12º presidente de Estados Unidos, murió en 1850 tras una celebración en Washington del Día de la Independencia; sirvieron fresas y leche y él se dio tal atracón que, cinco días después, fallecía por una diarrea incontrolable. En 1991, la historiadora Clara Rising logró que se exhumara el cadáver para probar que en realidad había sido envenenado con arsénico. Probó que había muerto de cagalera).
La rebelión contra las máquinas se lidera en EE UU, a tres kilómetros de aquella fiesta. El Tribunal Supremo debe decidir en junio si admite o no una demanda colectiva contra Meta, Snap, Bytedance y Google, dueñas de Facebook e Instagram, SnapChat, TikTok y YouTube, respectivamente. Los más de 200 denunciantes las responsabilizan de depresiones, suicidios y demás trastornos mentales entre sus menores. Tabaquistas en los noventa y pantallistas en los veinte. Vendrán generaciones futuras y nos preguntarán que cómo pudimos regalarle tanto tiempo, tantísima atención a compañías que querían jodernos la cabeza. Digámosles que fue porque nos caían bien. Que vivimos en un planeta unido por el oxígeno y que el oxígeno siempre está a un paso de chocar, de la forma más violenta y destructiva imaginable, contra todo lo que amamos. Y que eso no es culpa nuestra.
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