Dos botellas por un millón de euros: así es como el vino se convirtió en el nuevo oro líquido
Recientes robos de botellas de vino con precios desorbitados y un récord en una subasta que todavía resuena ponen sobre la mesa las particularidades de un mercado que vende por cientos de miles de euros algo que no debería costar más de 30
Tintos, franceses, artesanales y muy añejos, en ocasiones incluso centenarios. Este vendría a ser el retrato robot de algunos de los vinos más caros del mundo. La lista, pese a todo, incluye excepciones a la pauta general. Junto a los preceptivos Borgoña y Burdeos encontramos vinos blancos del Valle del Loira, Cabernet Sauvignon californianos, caldos añejos de la Champaña e incluso algún raro espécimen procedente de la nueva arcadia vinícola, la Australia Meridional. Algunas botellas en conc...
Tintos, franceses, artesanales y muy añejos, en ocasiones incluso centenarios. Este vendría a ser el retrato robot de algunos de los vinos más caros del mundo. La lista, pese a todo, incluye excepciones a la pauta general. Junto a los preceptivos Borgoña y Burdeos encontramos vinos blancos del Valle del Loira, Cabernet Sauvignon californianos, caldos añejos de la Champaña e incluso algún raro espécimen procedente de la nueva arcadia vinícola, la Australia Meridional. Algunas botellas en concreto pueden convertirse en objetos coleccionables y venderse por auténticas fortunas. Por otras, algunos están dispuestos a pagar con prisión. A comienzos de este mes se robaron del restaurante madrileño Coque botellas de vino por valor de 132.000 euros. Y el pasado año, en el restaurante Atrio de Cáceres, el robo fue más espectacular todavía: 45 botellas por valor de 1,6 millones.
El del vino (delitos aparte) parece un negocio redondo, aunque un tanto azaroso y de ejecución más bien lenta. Compre usted un tinto de Borgoña de una buena cosecha por unos cientos (o miles, mejor no repare en gastos) de euros. No cometa, por supuesto, el grosero error de descorcharlo y bebérselo con un buen plato de jamón de bellota en una tarde de euforia. Tenga paciencia. Póngalo a buen recaudo, asegúrelo incluso a todo riesgo. Consérvelo en perfectas condiciones todo el tiempo de que sea capaz, digamos que 73 años (no olvide, por si las moscas, incluirlo en su testamento). Rece para que el resto de ejemplares de esa añada en particular vayan desapareciendo en el ínterin y que el suyo acabe convertido en uno de los últimos de su estirpe.
Luego viaje a Nueva York, donde el capitalismo se manifiesta en todo su esplendor, y sáquelo a subasta en Sotheby’s. En el caso, no del todo improbable, de que los tres cuartos de litro de mosto de uva fermentado que conserva usted como oro en paño se hayan transformado en un objeto de culto, un purasangre vinícola, podrá venderlos por un potosí, quién sabe si cientos de miles, millones de euros. Es decir, al precio de uno de los almiares pintados por Claude Monet o de una pequeña flota de alfa romeos de edición exclusiva.
Algo así es lo que hicieron los propietarios (o sus herederos legítimos) del último par de botellas conocidas de Romanée-Conti cosecha del 45. Subastadas en Sotheby’s en octubre de 2018, las reliquias partían de un precio inicial de 34.000 dólares (una cantidad equivalente en euros) y fueron vendidas por 558.000 y 463.000. La primera de ellas se convirtió así, oficialmente, en la botella de vino más cara de la historia. La cumbre de una cadena trófica, la de los tintos coleccionables, que está alcanzando precios cercanos al delirio en los últimos años.
El poder del terruño
Quédense con esta referencia: Romanée-Conti. En este predio borgoñón de apenas dos hectáreas se cultiva uno de los mejores Pinot Noir del mundo. Un caldo, según descripción de sus autores, de un intenso color “rubí oscuro que con la edad adquiere tonos carmín”. Su buqué “hace pensar en primer lugar en pequeños frutos rojos y negros, aunque también, sobre todo cuando se añeja, en violeta, esencias y sotobosque”. Un vino, en fin, “corpulento”, capaz de ofrecer un sutil equilibrio “entre la potencia y la sensualidad”.
Romanée-Conti es un excepcional viñedo plantado en una estrecha ladera volcánica, sobre suelos de tierra caliza ricos en hierro. Debido a las dimensiones de la finca y a sus escrupulosos criterios de elaboración artesanal, muy rara vez saca al mercado más de 6.000 botellas anuales. La cosecha de 1945, la primera tras la II Guerra Mundial, produjo apenas 600, auténticas piezas de culto que se han ido ofreciendo al mejor postor durante décadas hasta alcanzar su actual cotización superlativa.
Por supuesto, no todas las botellas de Romanée-Conti sobrevivieron a las tropas de Hitler para acabar costando lo que un collar de zafiro azul de Tiffany. Pero incluso ejemplares de añadas recientes, como los grand cru (calidad extra) de 2009, se están vendiendo ahora mismo a más de 50.000 euros.
¿Vale la pena pagar por ello? En opinión del periodista gastronómico John Mariani, “depende de cuáles sean tus expectativas y prioridades”. Mariani recuerda que “los vinos considerados premium por la industria viticultora son los que se venden a precios superiores a 15 euros por botella”. En esa franja de excelencia a precios (relativamente) asequibles, entre los 15 y los 30 euros, es perfectamente posible “encontrar un amplio abanico de opciones que resultarán satisfactorias para la inmensa mayoría de paladares, incluso los más sibaritas”.
En la franja superior, hasta los 100 euros por botella, estarían gran parte de “los vinos aspiracionales, que con frecuencia alcanzan estos precios por razones que tienen que ver más que con la mercadotecnia que con criterios de calidad objetiva”. Más allá estaría la liga del gran lujo vinícola, un coto privado al que se ingresa por razones que tienen que ver, en última instancia, “con la ley de la oferta y la demanda”. Solo eso explica, en opinión de Mariani, “que 750 centilitros de uva fermentada puedan llegar a costar cantidades de entre cuatro y seis cifras”.
Néctar de uva hecho añicos
Los vinos coleccionables tienen detrás “una reputación consolidada a lo largo de los siglos que excede incluso a la de competidores producidos en la misma región, con uvas muy similares y en condiciones equiparables”. Es aquí donde entra en juego la palabra mágica, terruño (terroir), es decir, la parcela concreta en que ha sido cultivada la uva, “con su combinación específica de características geológicas, temperatura, exposición a la luz solar, humedad y técnicas artesanales de elaboración y envejecimiento”. Eso explicaría, en principio, que el par de hectáreas de Romanée-Conti, que se vienen explotando desde mediados del siglo XIII, produzcan año tras año caldos excepcionales, mientras que los de las parcelas vecinas serían excelentes, sin más.
Mariani opina, pese a todo, “que incluso los coleccionistas más avezados serían completamente incapaces de distinguir un Romanée-Conti de la mejor cosecha de cualquier tinto borgoñón de gama alta”. En realidad, la única pauta por la que se guían muchos de ellos “son los rankings de revistas especializadas como Wine Advocate y Wine Spectator”, las verdaderas biblias de este peculiar negocio. Más que una experiencia, buscan “una etiqueta”, y es exactamente eso lo que obtienen. Mariani añade que gran parte de los modernos coleccionistas encajarían en la célebre definición de cínico de Oscar Wilde: “Un hombre que conoce el precio de todo y el valor de nada”.
Lo que sí reconoce Mariani es que entre los vinos más cotizados del planeta abundan “las buenas historias”, las peculiaridades que los singularizan y los rodean de una incuestionable aura. El Romanée-Conti de 1945 es, además del orgulloso superviviente de una guerra atroz, el hijo de un terruño tan peculiar que sus cualidades no pueden clonarse, el equivalente enológico a un inagotable pozo de petróleo que ha enriquecido más allá de lo concebible a varias generaciones de las familias borgoñonas Villaine y LeRoy.
Los viñedos de la familia Rotschild, una de las más ricas del planeta desde mediados del siglo XIX, han producido incunables como la botella de Château Mouton del 45 que llegó a venderse por más de 300.000 euros en 1997, o el mítico Château Lafite de 1869 adquirido en Hong Kong por 230.000. Un Château Margaux de 1787 rescatado de la bodega privada del presidente estadounidense Thomas Jefferson fue adquirido a un precio superior a los 225.000 euros por el comerciante vinícola William Sokolin, y no con la intención de revenderlo a medio plazo, sino para servirlo en una fiesta privada con un grupo de amigos. En el momento del descorche, la botella resbaló de las manos del camarero y se hizo añicos. Sokolin la había asegurado a todo riesgo y recuperó hasta el último centavo, pero, al parecer, no dejó propina.
Otra exquisitez procedente de la bodega de Jefferson, un Château Lafite de 1787 con las iniciales del presidente sobre el cristal, corrió mejor suerte: fue vendida por 156.000 dólares al editor Malcolm Forbes, que la conservó hasta su muerte.
Una mina de oro líquido sepultada por las aguas
Aunque tal vez la historia más peculiar sea la de la botella de Heisieck de 1907 que viajaba a bordo de un barco mercante torpedeado por un submarino alemán en 1916, en plena I Guerra Mundial. Rescatada 81 años más tarde, fue vendida en subasta por 275.000 euros, pese a que sus auditores asumían que ya no era apta para el consumo humano tras sus décadas de letargo en las profundidades del mar del Norte.
El inquilino australiano en esta lista de vinos de altos vuelos es un Penfolds Block 42 de 2004 por el que se pagaron 160.000 euros, un joven advenedizo cuya principal virtud no tiene que ver con la tradición, sino con su carácter de vino vanguardista y “de autor”. Y tal vez el caso más controvertido sea el de la botella de Screaming Eagle de 1992 que, antes de la irrupción en la cumbre de Romanée-Conti, fue el vino más caro de la historia durante 18 años, entre 2000 y 2018. Fue vendido en subasta benéfica a un coleccionista privado por medio millón de dólares, pero dos detalles desvirtúan su hazaña: no se trataba de una botella de dimensiones estándar, sino de un formato imperial de seis litros y edición exclusiva, y la prensa especializada consideró que, más que una transacción legítima, su venta fue una operación de marketing destinada a consolidar los Cabernet de Napa Valley, los vinos que con más empeño se están aplicando a la tarea de destronar, de una vez por todas al néctar de uva procedente de Burdeos y Borgoña. El suyo es un combate por tierra, mar y aire. Les disputan el liderazgo incluso en la liga del lujo extravagante.
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