Seis horas de cola y 30.000 menús en un día: cuando la ‘delicatessen’ capitalista de McDonalds llegó a la Unión Soviética
El cierre de la compañía de comida rápida en Rusia termina con una aventura que comenzó hace 32 años: la llegada del gigante occidental a un país que todavía estaba despertando a las delicias capitalistas
Para Andy Warhol lo más hermoso de ciudades como Tokio, Florencia o Estocolmo eran sus McDonald’s. “Moscú y Beijing, en cambio”, opinaba el apóstol del consumo elevado a categoría estética, “no tienen aún nada realmente bello”. Warhol escribió esta oda a la cadena de comida rápida más célebre del mundo en 1975, en un contexto en que la Guerra Fría empezaba a recrudecerse de nuevo tras el corto periodo de distensión que supusieron los primeros setenta.
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Para Andy Warhol lo más hermoso de ciudades como Tokio, Florencia o Estocolmo eran sus McDonald’s. “Moscú y Beijing, en cambio”, opinaba el apóstol del consumo elevado a categoría estética, “no tienen aún nada realmente bello”. Warhol escribió esta oda a la cadena de comida rápida más célebre del mundo en 1975, en un contexto en que la Guerra Fría empezaba a recrudecerse de nuevo tras el corto periodo de distensión que supusieron los primeros setenta.
En aquella época, en opinión del por entonces corresponsal del Washington Post en la Unión Soviética, Michael Dobbs, Moscú era una ciudad de restaurantes “solemnes, anticuados y de higiene dudosa”, con camareros descorteses y negligentes, “matones de aspecto intimidatorio custodiando sus puertas”, pésimos músicos “ensordeciendo a los comensales”. Restaurantes en los que “más de la mitad de los platos de la carta no estaban nunca disponibles y reservar una mesa resultaba una quimera, porque nadie atendía el teléfono”.
A aquel Moscú acabaría llegando, ya en 1990, tras la caída del muro de Berlín y en plena perestroika, el primer McDonald’s, ese (presunto) islote de belleza y excelencia capitalista que tanto entusiasmaba a Warhol. Su aterrizaje a orillas del río Moscova, en la muy céntrica plaza Pushkin, a apenas cuatro esquinas del palacio del Kremlin, fue uno de los grandes acontecimientos locales en ese año de cambios decisivos.
Hoy, 32 años más tarde, la primera filial moscovita, como los 850 establecimientos de la cadena diseminados por todo el país, echan el cerrojo. McDonald’s decidió en marzo secundar el ejemplo de Starbucks, Coca-Cola y el resto de multinacionales de matriz estadounidense que han dejado de operar en el territorio de la Federación Rusa en respuesta a la invasión de Ucrania. Para la compañía, “continuar con nuestras actividades en Rusia ha dejado de ser sostenible desde un punto de vista empresarial y no resultaría coherente con los valores de McDonald’s”.
Las espinacas del Bolshói
Estos días, el Washington Post ha recuperado el pintoresco y entusiasta artículo con el que Michael Dobbs celebraba la apertura del restaurante pionero ahora recién cerrado. Se publicó por vez primera el 1 de febrero de 1990, un día después del acontecimiento. Arranca con el testimonio de un tal Mijaíl Negilko, obrero industrial, uno de los “miles” de ciudadanos rusos que acudieron a la inauguración del local, haciendo en algunos casos horas de cola a la intemperie en una gélida mañana de invierno.
Según el relato de Dobbs, Negilko fue abordado por la multitud en cuanto abandonó el local, tras engullir en tiempo récord un menú completo regado con el preceptivo refresco de cola. Acababa de ver el futuro, y lo había encontrado muy “sabroso”. El obrero compartió con los “camaradas” que esperaban en el exterior sus primeras impresiones sobre el plato estrella de la carta del restaurante, bautizado como Bolshói Mak. Una obra maestra de la ingeniería culinaria de consumo instantáneo que Negilko describió como “un bollo relleno de una excelente carne de ternera a la parrilla con algo de queso, mucha vitamina [se refería así, probablemente, a las abundantes salsas y complementos] y una capa de hojas de espinaca cruda”. Tal y como cuenta Dobbs, los ciudadanos soviéticos de esa década final del siglo XX muy rara vez comían lechuga. Muchos de ellos ni siquiera la habían visto.
McDonald’s llegó a la metrópolis rusa tras 14 años de arduas negociaciones. En 1976, apenas un año después de que Warhol sentenciase que el mundo se divide en ciudades con y sin McDonald’s, la cadena entró en contacto con las autoridades soviéticas. Querían instalarse en el país, pero aspiraban a hacerlo con plenas garantías, en emplazamientos adecuados y sin restricciones al normal desarrollo de su modelo de negocio.
George Cohon, presidente de McDonald’s Canadá, llevó las riendas de una negociación que por momentos resultó “tensa, compleja y desalentadora”, tal y como él mismo explica en su ensayo autobiográfico To Russia with Fries (A Rusia con patatas fritas): “Los soviéticos no acababan de entender el reto logístico y geopolítico que suponía para nosotros instalarnos en su país. Nos decían: ‘Vengan ustedes, traigan sus hamburguesas y después ya veremos’, como si no comprendiesen que aquello, para una gran empresa del primer mundo capitalista, era meterse en la boca del lobo. Durante años nuestras conversaciones para garantizarnos una mínima seguridad jurídica y hacer viable la operación fueron un frustrante diálogo de sordos”.
A partir de 1985, Cohon y compañía empezaron a encontrar al otro lado del teléfono a interlocutores cada vez más receptivos a sus demandas. Un reformista de 54 años, Mijaíl Gorbachov, acababa de arrebatarle a la vieja guardia el cargo de secretario general del Partido Comunista. El nuevo inquilino del Kremlin impulsó desde el principio un proceso de liberalización social y apertura (glásnost) y otro de reestructuración política (perestroika). En ese nuevo contexto de demolición gradual del anquilosado andamiaje soviético y apuesta por un cosmopolitismo creciente, compañías como McDonald’s fueron por fin bienvenidas.
Para Grace Dean, redactora de Business Insider, “la juventud rusa saludó la llegada de aquel primer McDonald’s como un síntoma de la apertura del país al capitalismo internacional y la cultura popular estadounidense”. Los partidarios del viejo orden lo interpretaban más bien como “un augurio funesto, la prueba de que el colapso del sistema era inminente”. Pero los más predispuestos al cambio no desaprovecharon la oportunidad de “dejar atrás la insularidad y la austeridad forzosa del socialismo a la soviética y asomarse a la forma occidental de comer, pasar el rato y gastar dinero”.
Colas antes del amanecer
El 31 de enero de 1990, según explicaba la CBC, decenas de moscovitas empezaron a reunirse junto a la puerta del local alrededor de las cuatro de la madrugada. Seis horas más tarde, cuando el restaurante estaba a punto de abrir sus puertas, se había formado ya una cola ordenada y compacta de unos 500 metros de longitud. Michael Dobbs tuvo la oportunidad de entrevistar a uno de los primeros clientes, un hombre de mediana edad que pronosticó que el negocio duraría apenas un par de semanas: “En este país nunca seremos capaces de hacer que algo así funcione”.
Hacia mediodía, la concentración espontánea había adquirido ya un tono marcadamente festivo. Políticos, militares, gente de la farándula soviética y periodistas se hacían retratar frente al local exhibiendo sus hamburguesas recién compradas y los vistosos banderines rojigualdos de McDonald’s. En su primera jornada, el restaurante atendió a alrededor de 30.000 clientes, un éxito que desbordó las previsiones más optimistas.
El de la plaza Pushkin fue durante años el McDonald’s más grande del mundo, con capacidad para más de 900 comensales. El día de su inauguración contaba con una plantilla de 630 trabajadores, reclutados en un exhaustivo proceso de selección entre las más de 27.000 solicitudes de empleo recibidas. Sus hamburguesas más baratas, según destacaba Dobbs, costaban el equivalente a algo menos de un dólar estadounidense. Resultaban caras en relación al salario medio, pero no prohibitivas. Consumirlas de vez en cuando se convirtió en un discreto lujo y, en algunos casos, un acto de resistencia cultural. Como decía el célebre eslogan del establecimiento, “si no puedes ir a Estados Unidos, ven al McDonald’s de Moscú”. En palabras de Dobbs, para la generación que asistía esperanzada al colapso del antiguo régimen, aquellas hamburguesas llegadas del otro lado del océano “traían consigo el aroma de la libertad y la modernidad”.
Tal y como explica la periodista Masha Gessen en su influyente ensayo El futuro es historia (Turner, 2017), la Rusia de la década de 1990 se embarcaba en un viaje a la democracia que en última instancia resultó ser de ida y vuelta. Tras un corto paréntesis, la tentación totalitaria volvió con renovada contundencia de la mano de Vladimir Putin, un “nostálgico de las décadas de hierro”, no tanto del régimen soviético como de “la proverbial tendencia rusa a gobernar desde el terror y la arbitrariedad”. Los años de esfuerzo democratizador acabaron siendo, según los describe Gessen, “un relámpago de luz más bien tenue entre dos océanos de oscuridad”.
El McDonald’s de la plaza Pushkin fue parte sustancial de ese relámpago, de esa esperanza frustrada. Hoy ya no existe. Moscú vuelve a ser una ciudad sustancialmente distinta a Tokio, Florencia o Estocolmo.
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