Cómo ‘La 101’ marcó los glamurosos setenta
El salón de la casa de Roy Halston era como una escenografía a la espera de que llegaran los actores y empezaran a pasar cosas. Y vaya que si pasaron: todas las que pueden ocurrir en un espacio que reunió a personajes como Elizabeth Taylor o Liza Minnelli y que ahora evoca la serie de Netflix ‘Halston’
Roy Halston tenía una cascada de escalones volados en su mansión de Manhattan y le servía para darse el aire de galán de un melodrama al descender a su salón a recibir a sus invitados. El invento también podía convertir una simple visita al lavabo en una secuencia de Alfred Hitchcock. Que se lo pregunten si no al que fuera director de la revista Interview y mano derecha de ...
Roy Halston tenía una cascada de escalones volados en su mansión de Manhattan y le servía para darse el aire de galán de un melodrama al descender a su salón a recibir a sus invitados. El invento también podía convertir una simple visita al lavabo en una secuencia de Alfred Hitchcock. Que se lo pregunten si no al que fuera director de la revista Interview y mano derecha de Andy Warhol en los años setenta, Bob Colacello, que en un reciente reportaje sobre las legendarias fiestas en casa del modista -evocadas en Halston, la nueva serie de Netflix sobre su vida- aún se estremecía al recordar la noche en la que vio cómo una casi octogenaria Diana Vreeland comenzaba a subir aquellos temibles peldaños. Bajo ese techo, se maceraba entonces una escena que aunaba a Elizabeth Taylor, Bianca Jagger o a Liza Minnelli. Se les servía un banquete de “patatas al horno con caviar y nata agria y una pequeña montaña de cocaína como postre”, como describe aquellas cenas el famoso exeditor de Vogue, Andrée Leon Talley, en sus memorias En las trincheras de la moda.
Aquella escalera flotante sin pasamanos no era -y esto lo reconoció en otra ocasión una sobrina de Halston- la opción más segura para una casa que solía funcionar como antesala de la discoteca Studio 54. Ni hacía falta ni ir drogado ni había que tener edad avanzada para sentir pánico al verla. A Lewis Turner, el novio del primer dueño de la casa (un abogado llamado Alexander Hirsch), por ejemplo, le provocaba vértigo. Solo se aventuró a ir a las habitaciones de la zona de invitados una decena de veces durante los siete años que vivió allí. Además de subir las escaleras, había que cruzar una pasarela que también carecía de cualquier tipo de quitamiedos. Halston, por el contrario, no tenía miedo de las alturas, y menos aún en la época en la que compró la casa.
A principios de 1974, el diseñador acababa de coronarse rey de la moda de Estados Unidos en el desfile de la famosa Batalla de Versalles -y tras vender su marca por unos cuantos millones- cuando se puso a otear el parqué inmobiliario de Nueva York en busca de su propio château. Estaba de racha. Su agente inmobiliario le informó de que acaba de ponerse a la venta el 101 de East 63rd Street, una antigua cochera del siglo XIX transformada en vivienda unifamiliar que hacía tiempo había llamado la atención del modista con su imponente fachada de acero y cristales tintados.
También por dentro le gustó mucho. Considerada un canto del cisne de la arquitectura moderna, La 101, como se conocería a la mansión después de que Halston se instalara en ella, había sido reformada en 1967 por Paul Rudolph, un antiguo alumno del fundador de la escuela de la Bauhaus, Walter Gropius, famoso por haberle dado un último aliento al depurado Estilo Internacional antes de que el posmodernismo comenzara a llenar la arquitectura de cabezas de Mickey Mouse y columnas griegas de colorines. Gracias a él, la vieja y grasienta cochera se convirtió en una casa tan minimalista y sofisticada como los famosos vestidos de Ultrasuede de Roy Halston.
“¡Elimina, elimina, elimina! Hasta que obtengas el verdadero sentido de la línea”, le había aconsejado una vez el diseñador más admirado por Halston, Cristóbal Balenciaga, a un joven Hubert de Givenchy. Y eso mismo había hecho Rudolph en La 101. El espacio más impresionante de la casa era el salón, una concatenación de pasarelas, peldaños, y balcones donde el arquitecto había eliminado paredes, barandillas y cualquier obstáculo que impidiera que la vista volara libremente por las tres alturas de aquella enorme estancia. El salón daba la impresión de ser una escenografía a la espera de que llegaran los actores.
La 101, declaró el propio Halston en una ocasión, parecía haber sido construida específicamente conforme a sus gustos pese a tratarse del encargo de un propietario anterior. Aunque, como buen hijo espiritual de Balenciaga, no pudo resistir la tentación de seguir eliminando cosas: “Quise quitar lo que solamente era decorativo”, explicó Halston a The New York Times en 1977. “Me gusta que la casa sea blanca y rala”.
Fuera quedaron la estantería que había junto a las escaleras y el mural que adornaba el salón, mientras que el jardín tropical que Rudolph había levantado sobre la antigua carbonera de la cochera quedó reemplazado por un bosque de bambú: esta planta es más minimalista que una palmera. Nada superflua le pareció por el contrario a Halston la chimenea, que se empeñaba en mantener encendida todo el año con el consecuente derroche de aire acondicionado durante el verano. En ella arrojó una noche la diseñadora Elsa Peretti el abrigo de pieles que le había regalado Halston como compensación por el icónico frasco que ella le había creado para su primer perfume, pero esa es otra historia.
En cuanto a los sofás y el resto de muebles, se los hizo a medida el propio Paul Rudolph, a quien Halston tuvo la delicadeza de contratar para que realizara la reforma. El suelo del salón estaba forrado con lo que el modista llamaba Suede, un trasunto del tejido que le había hecho rico -el Ultrasuede- con el que en 1977 creó una colección de alfombras y moquetas “simples y elegantes” para la firma Karastan. Según apuntó The New York Times, ahora Halston no solo estaba detrás de sus diseños, sino que vivía encima de ellos.
En enero de 1990, dos meses antes de morir de sida en un hospital de San Francisco, Halston vendió La 101 al fotógrafo Gunter Sachs, quien entre otros cambios sustituyó la moqueta gris del salón por un suelo de roble americano y protegió la vertiginosa pasarela y los balcones con unas pantallas de cristal. Desde 2019, la mansión pertenece a otro diseñador de moda famoso, Tom Ford, pero cuando los neoyorquinos pasan por delante y se paran a admirar su fachada, enigmática como las gafas de sol que ocultan el rostro de una estrella de cine, siguen murmurando el nombre de Halston.
La 101 no solo fue su casa. También fue un escudo de armas en tres dimensiones en el que todos sus atributos (las orquídeas por las que pagaba 150.000 dólares anuales -casi un millón de dólares de la época-, sus cuadros de Warhol...) reclamaban el protagonismo que ya tenían en el mundo interior del diseñador. Tanto apego le tenía que cuando el Ayuntamiento de Nueva York decidió talar los árboles que flanqueaban la entrada durante las obras de construcción de una nueva línea de metro, Halston tuvo un arrebato de activismo a lo Tita Thyssen y decidió hacer todo lo posible para protegerlos. Según cuenta Steven Gaines en la biografía en que se ha basado la serie de Netflix -Simply Halston: The Untold Story- al diseñador se le ocurrió enrollar los troncos de los árboles con banderas de Estados Unidos. Los los obreros no se atreverían a ultrajar el símbolo nacional. Al ver que eso no funcionaba, se echó una chaqueta sobre los hombros y salió a la calle a encararse con ellos. “Pero es que aquí no necesitamos ningún metro. Los residentes de este bloque son lo bastante ricos para permitirse ir en taxi”, argumentó. Era la época en la que todavía volaba alto, muy alto y sin quitamiedos.