“No fueron hombres, fueron los ángeles”: así se esculpieron en piedra las majestuosas iglesias de Lalibela
En 1978 estos templos etíopes fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. A día de hoy son uno de los centros de peregrinación más importantes de África y quienes los visitan aseguran que son tan asombrosos que desafían a la razón
En 1520, el explorador portugués Pêro da Covilhã fue invitado por el emperador etíope Dawit II a conocer Lalibela, capital de su reino, y un poco como excusa para enseñarle su monumento más preciado: once iglesias extraordinarias. A Pêro da Covilhã le acompañaba el misionero Francisco Álvares, quien hrcía las veces de embajador y notario de la visita.
Mientras caminaban por estrechos pasajes en la ...
En 1520, el explorador portugués Pêro da Covilhã fue invitado por el emperador etíope Dawit II a conocer Lalibela, capital de su reino, y un poco como excusa para enseñarle su monumento más preciado: once iglesias extraordinarias. A Pêro da Covilhã le acompañaba el misionero Francisco Álvares, quien hrcía las veces de embajador y notario de la visita.
Mientras caminaban por estrechos pasajes en la montaña, Álvares, asombrado hasta la incredulidad, tomaba notas y hacía dibujos. Entonces, la comitiva llegó a un claro donde se erigía esculpida una gran cruz que era una iglesia y un signo de la existencia de Dios. Los etíopes lo llamaban Biet Ghiorgis: la casa de San Jorge.
Álvares no daba crédito. Todo estaba esculpido en un mismo bloque de roca basáltica. Todo. La fachada, la cubierta, las puertas, las ventanas, la decoración. Y todo, conectado a la roca madre sin encuentros ni añadidos. Monolítico. De una sola pieza. ¿Quién había hecho eso? ¿Quién había tenido la voluntad, la fuerza y el tesón de construir –de tallar– semejante maravilla? ¿Qué hombres habían hecho posible obra tan majestuosa? “No fueron hombres. Fueron los ángeles y el Santo Gebre Mesqel. Lo hicieron en una sola noche –hace más de 300 años–”, respondió Dawitt, orgulloso. Y comenzó a contar una historia.
En 1162, en la ciudad etíope de Roha nació un niño al que llamaron Mesqel. A los pocos minutos de nacer, un enjambre de abejas se acercó revoloteando hacia él, mientras su madre, la reina Gudit, chillaba de horror intentando apartarlas. Pero no se fueron. Y no solo no se fueron sino que comenzaron a posarse sobre el bebé. Una a una. Hasta que el enjambre cubrió todo su frágil cuerpo.
El niño permaneció sereno durante unos minutos larguísimos. Y las abejas no le picaron. Al poco se marcharon de allí y toda la corte gritó y cantó en júbilo. Al niño le llamaron Lalibela, que en idioma agaw significa “aquel a quien las abejas reconocen su soberanía”.
Pasó el tiempo y, con doce años, el joven heredero al trono tuvo una visión que cambiaría la historia de su ciudad para siempre. Una noche, tras leer la Biblia, Lalibela cerró los ojos y se encontró frente a los muros de Jerusalén. El sueño fue tan vívido para su alma cristiana que, al despertar, el niño quiso viajar hasta la ciudad santa, pero estaba demasiado lejos y la empresa se antojaba imposible. Así que, tras varios berrinches y discusiones, Lalibela aceptó su destino a regañadientes.
Seis años después, Lalibela ascendió al trono y, en 1187, cuando tenía 25 años, los musulmanes capturaron Jerusalén. Las noticias llegaron a sus oídos. Se maldijo. Se maldijo por no haber ido y porque ya nunca podría visitar la ciudad de su visión. Ya nunca pondría sus pies en Tierra Santa.
Así que decidió construir un nuevo Jerusalén allí, en Roha. En su capital.
Lalibela rezó y rezó durante cien días y cien noches hasta que una mañana, las nubes se abrieron y del cielo descendieron veinte ángeles. “Te concederemos tu deseo, rey. Pues antes que rey, eres el mejor de los cristianos”, le anunciaron. Esa misma noche, los ángeles, bajo la dirección del emperador, esculpieron en la roca once iglesias a mayor gloria de todos los santos.
Al día siguiente, el pueblo etíope se rindió a la magnificencia de las iglesias y la ciudad de Roha fue bautizada con el nombre del emperador. La capital del imperio etíope se llamaría, de una vez y para siempre, Lalibela.
Dawitt terminó su relato mientras Francisco Álvares, incrédulo, lo copiaba en sus cuadernos. Porque el misionero era un hombre piadoso, pero eso de que las once iglesias se hubiesen esculpido de la noche a la mañana y con mano de obra angelical le sonaba, como poco, exagerado. Al fin y al cabo, era mediados del siglo XVI y la ciencia comenzaba a abrirse camino. Así que preguntó y repreguntó sobre la verdad de las iglesias monolíticas y lo máximo que sacó de unos cuantos párrocos etíopes es que las iglesias no se habían construido en una noche, sino a lo largo de veinticuatro años, pero que lo de los ángeles sí que era cierto.
Álvares no estaba nada convencido de la intervención divina y dejó más o menos claro que lo de los ángeles era una leyenda. Pero también dejó claro que las iglesias existían y eran tan asombrosas que desafiaban a la razón: “No quiero escribir más sobre estos edificios porque me parece que no me creerán si escribo más... Juro por Dios, en cuyo poder estoy, que todo lo que he escrito es la verdad”, afirmaría en su crónica.
Efectivamente, había once iglesias rupestres, diez de las cuales se repartían en dos conjuntos de cinco iglesias y cada una conectaba a la roca madre por una o varias paredes o por el techo. Llamadas Biet Medhani Alem, Biet Mariam, Biet Maskal, Biet Mikael o Biet Gabriel Rafael, estaban efectivamente dedicadas a Jesús, a María y a unos cuantos ángeles y santos. Y todas estaban esculpidas en la roca. También el interior.
Al oeste de los dos conjuntos, en el fondo de una fosa conectada por pasajes estrechos, se levantaba la más magnífica de todas. La que vieron al llegar a Lalibela. Biet Ghiorgis. La casa de San Jorge. Una cruz a ras de suelo separada del resto del mundo por un foso infranqueable de aire. A ojos de Francisco Álvares, San Jorge de Lalibela era un símbolo inquebrantable de la cristiandad. La nueva Jerusalén.
Álvares se marchó de Etiopía. Pasaron los años y luego los siglos y las iglesias de la roca de Lalibela resistieron. Resistieron ocupaciones y resistieron guerras. Y siguieron allí. Y los etíopes siguieron rezando y peregrinando y resplandeciendo con sus camisolas blancas contra la roca roja. En 1978, las iglesias rupestres de Lalibela fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. A día de hoy son uno de los centros de peregrinación más importantes de África, pues todo el conjunto es ciudad santa para la iglesia ortodoxa etíope. También es uno de los lugares más turísticos del país.
Aunque nunca se ha aclarado cómo se llevó a cabo su construcción, pues ninguna de las crónicas es fiable, los estudios arqueológicos modernos afirman que las iglesias no son completamente del siglo XII ni se construyeron en veinticuatro años, sino que algunas excavaciones datan del siglo VII. Probablemente, el proceso de talla siguiese un esquema de penetración en la roca al que luego irían retirando muy cuidadosamente los volúmenes de tierra superiores. Y también es probable, por no decir seguro, que los materiales empleados fuesen siempre muy primitivos: martillos y cinceles. Martillos y cinceles picando y horadando durante días y días y semanas y meses y años.
Así que no, no fue la mano divina ni el mandato de un solo hombre. Las iglesias de Lalibela las esculpieron miles de manos y miles de voluntades de hombres negros vestidos de blanco. Como los ángeles.