La vuelta al mundo en 80 casinos “feos”: crónica de un viaje a Las Vegas para ¿defender? la arquitectura
Medio siglo después de la publicación del manifiesto ‘Aprendiendo de Las Vegas’, que defendía las construcciones ordinarias, un arquitecto se desplaza a la ciudad de los casinos para actualizar sus conclusiones
Hay pocos libros tan excitantes en la historia de la arquitectura como Aprendiendo de Las Vegas, el radical manifiesto de reacción posmoderna con el que Denise Scott Brown, Robert Venturi y Steven Izenour nos ...
Hay pocos libros tan excitantes en la historia de la arquitectura como Aprendiendo de Las Vegas, el radical manifiesto de reacción posmoderna con el que Denise Scott Brown, Robert Venturi y Steven Izenour nos enseñaron a los arquitectos a valorar los edificios feos y ordinarios con forma de pato. Se publicó por primera vez en 1972, hace 50 años. Y su lectura hoy, medio siglo después, aún resulta reveladora y rabiosamente contemporánea. Así que le dije a todo el mundo que iría a Las Vegas para comprobar si era cierto eso que decían de “aceptar la falta de lógica y proclamar la dualidad”, de “defender la riqueza de significado frente a la claridad”.
En cuanto llegué, todavía con el equipaje en el maletero del coche, fui directamente a la casa de empeños de la tele. “No lo sé, Rick, parece falso”. ¿De verdad? ¡Pero si aquí todo es falso! La ciudad entera parece de mentira. El Strip de Las Vegas funciona como una gran escenografía, un decorado excesivo y exuberante, que procura a los viandantes (¿o debería llamarlos espectadores?) una divertidísima relación sinérgica de espectáculo y arquitectura temática de escala monumental que recurre a tópicos universalmente reconocibles y embarullados en una gran ensalada urbana de baja cultura de teletienda.
A uno y otro lado, los casinos brindan un show inaudito. The Mirage opta por un grosero estilo polinesio de motivos selváticos con un descomunal volcán de 30 millones de dólares a pie de calle que entra en erupción cada cuarto de hora, mientras que el Luxor demuestra que lo de construir pirámides y esfinges en mitad del desierto nunca pasará de moda. La fuente del Bellagio dibuja con agua y esperpéntica ostentación lombarda las voces de Luciano Pavarotti, Michael Jackson o Whitney Houston que emanan de los altavoces y, justo al otro lado del Strip, el Paris Las Vegas ofrece un bufé libre de descafeinada arquitectura parisiense: el Arco del Triunfo, la Plaza de la Concordia, la Ópera Garnier y la fachada del Louvre amarradas por las patas de una Torre Eiffel de 165 metros de altura (la verdadera mide 324). “Es precioso, sencillamente precioso”, escucho decir a una jovencísima chica con un inconfundible acento californiano. Ella y su novio miran hacia arriba, cogidos de la mano, enternecedoramente embobados por ese amasijo de cartón piedra. “Esto es como estar en Francia”, dice él.
La vuelta al mundo en 80 casinos nos lleva al New York, New York, que se presenta con un batiburrillo concentrado del skyline de Manhattan envuelto con el lazo rojo que dibuja una montaña rusa cuyos vagones imitan a los taxis de la Gran Manzana: 66 metros de altura, 44 de caída libre, 108 kilómetros por hora y los 15 dólares mejor invertidos de mi vida. “¡Joder! ¡El puto mejor viaje de mi vida!”, aúllan unos adolescentes sentados en el taxi de detrás de mí. A ellos también les ha gustado, a pesar de que uno ha perdido su gorra entre tanto looping. El Treasure Island representa el hundimiento de un galeón y una fiera batalla naval entre Piratas del Caribe, el Excalibur organiza torneos caballerescos en un castillo medieval supuestamente inspirado en la corte del Rey Arturo (pero que a mí me recuerda más al de la Cenicienta de Walt Disney World de Florida) y el Caesars Palace reinterpreta la arquitectura clásica del Imperio Romano en un inmenso complejo cuyo principal centro de entretenimiento es el Coliseo, un foro con capacidad para 4.100 personas que ha sido hogar de artistas residentes como Céline Dion, Elton John, Mariah Carey o Cher.
La arquitectura, en su significado e imagen más convencional, está relegada a un inapreciable segundo plano. Solo la torre del Trump Hotel, un sobrio prisma brillante y dorado como el tupé de su propietario, parece aportar un poco de mesura y moderación en mitad de ese delirio arquitectónico. Sí, han leído bien: el edificio coronado por esas cinco letras, T-R-U-M-P, se presenta como uno de las construcciones más discretas y contenidas en esa dolorosa patada en la boca al “menos es más” atribuida a Mies van der Rohe. En Las Vegas, “menos” nunca es suficiente.
Son solo las 11:43 de la mañana y el termómetro del teléfono me dice que estamos a 38 grados. ¿Cómo se puede vivir en un sitio así? “Lo bueno es que aquí dentro no tienes que preocuparte por el calor que haga ahí fuera”, me dice en perfecto español la recepcionista del hotel casino en el que me hospedo. Y tiene razón. La gran mayoría de estos complejos están conectados entre sí por una red de pasadizos subterráneos a modo de galerías comerciales, así que una vez entras a un casino, puedes ir de uno a otro sin necesidad de salir a la calle. De hecho, resulta casi inevitable, ya que en todo ese laberinto de juego y despilfarro es absolutamente imposible encontrar una señal que indique la salida. Ni una sola. ¿Para qué salir a tomar el aire fresco del tórrido desierto de Mojave, cuando se está mucho mejor dentro, con el aire acondicionado a unos deliciosos 22 grados? ¿Para echar un cigarrillo, tal vez? No, no hace falta. En Las Vegas, puedes fumar en cualquier sitio. Aquí (casi) todo es legal.
Esta ficción térmica no me distrae de un espectáculo interior arrebatadoramente aterrador. “Llevo viniendo cincuenta años, pero el ambiente ya no es el mismo”, se lamenta un anciano enfundado en un traje de cowboy rojo borgoña brillante y gafas de sol. Mi nuevo amigo se toca el bigote con calma mientras se encoge de hombros. “Las Vegas ya no tiene clase”, concluye. En efecto, hace tiempo que dejó de ser la ciudad de celebridades de dudoso corte moral como Sinatra y sus amigotes del Rat Pack, elegantes dirigentes del hampa a lo Bugsy Siegel y demás golfos con clase, para dejarse conquistar por ruidosos representantes de la mayoría silenciosa que se apelotonan impacientes en un gigantesco bazar de máquinas tragaperras rigurosamente engrasadas para pulirse sus ahorros. Reina un ambiente parecido a “un sábado por la noche en cualquier lugar del mundo si los nazis hubieran ganado la guerra”, tal como contó Hunter S. Thompson a Rolling Stone en su lisérgica y salvaje odisea al corazón del Sueño Americano a principios de los años 70. “Esto es el Sexto Reich”, una especie de Disneylandia para jubilados, despedidas de solteros, yonquis, colgados y borrachos, locos, viciosos, ludópatas arruinados y otros distinguidos miembros portavoces de la bancarrota moral de los valores occidentales. También hay familias. De hecho, hay muchas. ¿De verdad hay que someter a los niños a esto?
Me pregunto si toda esa gente se lo está pasando realmente bien. De repente me pongo un poco triste y… ¡clac, clac, clac! Un tipo flaco con los ojos inyectados en vaya-usted-a-saber-qué chasquea delante de mis narices un puñado de flyers que anuncian espectáculos llenos de carne humana. “¡Atrévete a hacer realidad tus sueños, amigo!”, grita mientras arquea las cejas. En Las Vegas no hay tiempo para melancolías.
Desafío el pulso antiecológico interior de los casinos y salgo a la calle para constatar que el infierno no huele a azufre, sino a latas de 12 onzas líquidas estadounidenses (355 mililitros) de sparkling margarita con lima. En algún momento se ha hecho de noche. Hace demasiado calor, hay demasiadas luces, ruido y gente a mi alrededor para escuchar mis propios pensamientos. Mire donde mire, todo es horrible. A mi izquierda veo una hamburguesería que promete ataques al corazón y viste a los comensales con una bata de enfermo y a sus camareras con mínimos uniformes de enfermeras. A mi derecha, una anciana desdentada besa a un imitador de Elvis, mientras su hijo (o su nieto) le larga un billete de 10 dólares. ¿10 dólares? Ese beso vale, por lo menos uno con la cara Ulysses S. Grant. Le miro con desprecio: “Elvis, eso no se hace”. Levanta el labio y menea su mano ensortijada con un saludo shaka, buscando mi perdón. No le devuelvo ni una pizca de compasiva empatía.
Las Vegas está condenada. Pero, ¿a quién le importa? Desde luego, a los más de 40 millones de turistas que la visitan cada año, no. Esta ciudad es el mayor monumento urbano al instinto básico popular jamás construido. Un vómito de neón que transgrede lustros de convenciones y que grita a los cuatro vientos que otra arquitectura es posible. Y tiene algo que engancha. Supongo que me he cansado de las stories que muestran una realidad artificial tamizada con filtros que edulcoran la realidad. Me he cansado de un mundo perfecto que no tiene nada de perfecto. Tenemos que seguir aprendiendo de Las Vegas.
¡Abajo el monumento y arriba el entretenimiento!