Enric Miralles, Norman Foster y la arquitectura de la democracia moderna
El catalán, encargado de diseñar el parlamento escocés de Holyrood, y Foster, que hizo lo propio con el Reichstag, culminaron un proceso de actualización arquitectónica de los parlamentos que iniciaron en los años sesenta Oscar Niemeyer y Le Corbusier
El parlamento escocés de Holyrood, Edimburgo, disfruta hoy del prestigio casi unánime que suele reservarse para las obras maestras. Solo tiene 15 años pero es ya un clásico contemporáneo, uno de los contados edificios “esenciales” que se han construido en el siglo XXI, en opinión del arquitecto y profesor universitario John Kinsley. Es tal la admiración que despierta que casi resulta difícil recordar lo controvertido que resultó en sus orígenes, entre la aprobación del proyecto, en 1998, y su inauguración en octubre de 2004. Por entonces, personalidades como el periodista televisivo Dav...
El parlamento escocés de Holyrood, Edimburgo, disfruta hoy del prestigio casi unánime que suele reservarse para las obras maestras. Solo tiene 15 años pero es ya un clásico contemporáneo, uno de los contados edificios “esenciales” que se han construido en el siglo XXI, en opinión del arquitecto y profesor universitario John Kinsley. Es tal la admiración que despierta que casi resulta difícil recordar lo controvertido que resultó en sus orígenes, entre la aprobación del proyecto, en 1998, y su inauguración en octubre de 2004. Por entonces, personalidades como el periodista televisivo David Dimbleby lideraron una ola de rechazo popular al proyecto que hoy puede parecer demagógica y miope, pero en su momento resultaba muy firme y supuso un serio obstáculo.
Para el profesor de arte Neil Gillespie, se trata de un ejemplo depurado de “arquitectura-experiencia”, un edificio que se disfruta “tanto desde la razón como desde la intuición y el sentimiento”. En su opinión, “es una de obra de arte mayúscula, capaz de captar la esencia de una cultura y un paisaje: es nórdica, es fértil, es visceral y acuática, es una doncella en el bosque, es un abedul centenario, es una morrena glacial, es un dragón o una mandrágora enroscados en una roca, es un espíritu de la montaña”. Y todo eso “se percibe con naturalidad y sin estridencias, desmontando de una vez por todas el prejuicio de que la arquitectura contemporánea no se entiende porque es razón sin emoción, concepto sin alma”.
Para el escritor y crítico de arte Jonathan Glancey es “más paisaje que arquitectura, un edificio de un organicismo noble y magnífico que ha servido para tender un puente físico y emocional entre el corazón de la ciudad de Edimburgo y las colinas que la rodean”. La también escritora Clare Wright fue un paso más allá destacando el profundo valor político y cívico del edificio: “Es el heraldo de una nueva manera de entender la democracia desde la modestia y el diálogo, renunciando a la exaltación ruidosa del poder, sus servidumbres y su ciega liturgia, que es la lógica que predomina en la inmensa mayoría de los parlamentos del mundo”.
Sin embargo, David Dimbleby llegó a decir que el proyecto de Enric Miralles le parecía arquitectura trofeo de la peor calaña, un intento de “trasplantar un aeropuerto español a Escocia” sin la menor consideración por el paisaje y la cultura del lugar en que iba a injertarse: “No veo nada ni remotamente escocés en esta horrenda extravagancia”, remataba este hombre célebre por sus maneras de telepredicador crispado.
La reacción ilustrada (e informada) a estos ataques se basó en insistir en el fuerte arraigo local del proyecto, fruto de una profunda investigación iconográfica en que Enric Miralles y Benedetta Tagliabue (juntos fundaron en 1994 el estudio EMBT) se inspiraron tanto en la flora y la fauna escocesas como en la obra del interiorista y arquitecto Charles Rennie Mackintosh, la cruz de San Andrés (el aspa blanca sobre fondo azul de la bandera de Escocia) o las barcazas de los monjes de la abadía de Lindisfarne.
En una entrevista concedida en 1999, el propio Miralles insistía en presentar su proyecto más como “una investigación visual sobre la esencia de la identidad escocesa” que como un edificio al uso. Lo describía como una pieza de modernismo abstracto de inspiración retrofuturista, lo que, en su opinión, lo convertía en emblema ideal de una joven experiencia democrática, la recién concedida autonomía de Escocia en el marco del Reino Unido, que pretendía proyectarse hacia el futuro desde una sólida tradición nacional.
El proyecto resultó polémico también por el incremento gradual de presupuesto y de escala. En un primer momento se concibió como una sede modesta, aunque digna, para el nuevo parlamento autonómico. Se consideraron opciones a escala mucho menor, basadas en la remodelación de algún edificio histórico del área de Edimburgo, y se pensó en destinar a la obra un presupuesto máximo de 40 millones de libras (unos 46 millones de euros). Al final, la obra fue adjudicada a EMBT en colaboración con un estudio escocés, pero partiendo del diseño de Miralles.
Se completaría en cinco años, tres más de la inicialmente previsto, y acabaría costando unos 414 millones de libras que hoy, dado el impacto cultural del edificio, se dan por amortizados pero que en su momento supusieron un auténtico escándalo. El arquitecto catalán no pudo ver cómo el más ambicioso de sus proyectos de obra pública se hacía realidad. Falleció de un tumor cerebral en julio de 2000, a los 45 años, de manera que el parlamento de Holyrood, esa mandrágora de piedra, hormigón, vidrio y acero enroscada sobre una colina de las afueras de Edimburgo, se convirtió en su legado póstumo. El más imponente y, a la vez, el más cercano y poético de sus edificios.
La democracia es algo más que ese referéndum cotidiano del que hablaba Ernest Renan en el siglo XIX. Se nutre también de rituales y símbolos y encuentra, con frecuencia, sus metáforas visuales más rotundas en la arquitectura. En 1993, cuando Norman Foster empezó a trabajar en la cúpula de cristal del parlamento alemán (el Reichstag) fue consciente de estar creando un significante poderoso hecho del material con que se construyen los sueños. El nuevo edificio, otro espléndido ejemplo, como el parlamento escocés, de arquitectura rupturista con vocación de arraigo, se convirtió muy pronto en símbolo de la reunificación alemana. De una nueva República Federal que trasladaba su capital a Berlín, recuperaba como sede democrática el edificio incendiado por los nazis en el infausto febrero de 1933 y cauterizaba así las cicatrices más profundas de su pasado reciente.
Nuevos países, nuevos parlamentos
Tanto Foster como Miralles ejercieron, en palabras de Jonathan Glancey, de “arquitectos de la democracia” en un sentido amplio y trascendente, porque contribuyeron a aportar algo de sustancia sólida a un ideal que, como recuerda el uso del vidrio en la cúpula del Reichstag, puede acabar resultando frágil si no se realiza un esfuerzo activo para reforzarlo. Este par de piezas contemporáneas de una singularidad indiscutible tienen antecedentes muy sólidos. Una parte sustancial de los parlamentos nacionales o regionales de los 193 países que forman parte de la ONU llevan la firma de grandes arquitectos, y algunos de ellos son obras clave en la evolución del arte contemporáneo.
Es el caso del Jatiya Sangsad Babhan (parlamento nacional) de Bangladés, obra del arquitecto estadounidense Louis Kahn. Se trata también de una obra póstuma, porque fue completado en 1982, ocho años después de que falleciese su autor intelectual. Edificio de vida azarosa, fue concebido como sede legislativa de Pakistán en 1959 y recibido en herencia cuando Bangladés este se declaró independiente en diciembre de 1971.
Kahn lo planteó desde el principio como una imponente mole de aspecto futurista, representativa de la voluntad de una joven nación del Tercer Mundo de proyectarse hacia al futuro desde unas bases modernas y sólidas. De ahí también el orgulloso cosmopolitismo del edificio, propio de la era de la descolonización, cuando élites locales formadas en Occidente pero comprometidas con el proyecto nacional asumían el control en gran parte de los nuevos estados surgidos del repliegue europeo.
A 2.000 kilómetros de distancia del edificio de Kahn se encuentra otra obra maestra del racionalismo democrático: el Palacio de la Asamblea Legislativa de Chandigargh, diseñado por Le Corbusier. En realidad, gran parte de los edificios que forman parte del complejo monumental de la capital de Punyab son consideradas piezas clave de la arquitectura modernista, aunque la más célebre es el palacio diseñado por el maestro suizo, que se inauguró en abril de 1964, pocos meses antes de su muerte de su autor.
Para el galerista y crítico de arte Daniel A. Siedell, se trata de la prueba palpable de que “un equilibrio dinámico entre monumentalidad e intimidad, entre una cierta modestia y la voluntad de inducir el asombro estético, es perfectamente posible”. Según argumenta, el edificio es también una síntesis visual de los dilemas de la India democrática, de su voluntad de modernizarse e internacionalizarse sin renunciar a su identidad ni a su esencia.
Esta tensión entre razón cosmopolita y tradición local se aprecia también en el Congreso Nacional de Brasil, en Brasilia, una de las obras señeras de Oscar Niemeyer. El edificio se inauguró en 1960 y es uno de los más representativos de una capital que se improvisó en medio de la nada, en apenas cinco años, siguiendo los dictados del urbanismo racionalista a la brasileña, con una sólida impronta de Le Corbusier no del todo incompatible con un espíritu indigenista, adanista y romántico. Una vez más, el difícil equilibrio entre arraigo local y modernidad cosmopolita.
De la confrontación al diálogo
En Parliament, un influyente ensayo a cargo de XML, la agencia creativa de los arquitectos y urbanistas holandeses David Mulder van der Vergt y Max Cohen de Lara, se hace un completo recorrido visual e interpretativo por los parlamentos del mundo, analizados desde una perspectiva tanto artística como conceptual y antropológica. Los autores dedican una atención especial a cómo están diseñadas las salas de plenos, donde se desarrollan las sesiones de votación y debate, y en la visión de la democracia que llevan implícita estas decisiones de diseño. En su interpretación, los parlamentos al estilo británico, como la Casa de los Comunes del palacio de Westminster, en Londres, entienden la democracia como confrontación y competición entre ideas distintas. De ahí que gobierno y oposición se sienten uno frente a otro con un espacio central que los separa.
Frente a este modelo, que XML considera “anticuado” y basado sobre todo en una ilusión de continuidad entre la moderna democracia británica y el parlamentarismo local primitivo, nacido en el siglo XVII, los autores identifican otras opciones, todas ellas con su carga de metáfora visual. Siguiendo su análisis, regímenes autoritarios o democracias imperfectas, como Rusia, optan muy a menudo en sus parlamentos por la estructura de atrio. Es decir, una disposición similar a las de las viejas aulas universitarias, con una grada que se inclina sobre la tribuna de oradores, en la que hombres providenciales (muy rara vez mujeres providenciales) dan lecciones magistrales a auditorios pasivos.
Frente a este par de modelos, los autores destacan que la arquitectura y el diseño moderno han favorecido los hemiciclos, que da una idea más precisa del carácter fluido y dinámico de la democracia. Sin embargo, ellos apuestan por estructuras circulares, como las que se han utilizado en once parlamentos de naciones jóvenes como Uzbekistán, Eslovenia y Lesoto. Una estructura que diluye cualquier referencia simbólica a la confrontación al convertir a todos los legisladores en parte de un mismo continuo circular.
El parlamento escocés de Enric Miralles resultó visionario y marcó tendencias en varios aspectos esenciales de la arquitectura puesta al servicio del ideal democrático. Fue poco convencional incluso en su terca voluntad de proveer de iluminación natural a la sala de plenos pese a lo más bien sombrío que resulta, por lo general, el paisaje escocés. Sin embargo, su estructura es de hemiciclo. Es decir, moderna en el proceso de convertirse en clásica (léase obsoleta) a muy corto plazo, según XML. No se puede ser rupturista en todo.