Una pareja abierta y una aventura con un jardinero bisexual: la ajetreada vida sexual de la mansión donde se rodó ‘Howards End’

Peppard Cottage, en el condado inglés de Oxfordshire, era la propiedad real que se hacía pasar por la casa de campo que daba título a la película y a la novela original de E.M. Forster

Escena de la película 'Howards end' (1992).© Ivory/Kobal/REX/Shutterstock

La crítica de cine puede ser un ejercicio tan ocurrente como radical. Cuando se estrenó Howards End (1922), de James Ivory, el diario The New York Times publicó una reseña del crítico Vincent Canby que exigía una ley que impidiese a nadie más que a Ivory, su coguionista, Ruth Prawer Jhabvala, y su productor, Ismail Merchant (a la sazón, pareja del director), realizar adaptaciones al cine de cualquier obra literaria. Y lo justificaba así: “Al igual que la novela, la película es elegante, divertida y romántica. Aunque sus preocupaciones son intensamente serias, es igual de escapista que un mes en una campiña inglesa tan idílica que probablemente no exista”. Solo en esto último se equivocaba Canby, ya que el trozo de la campiña inglesa en el que se filmó gran parte de la cinta era un lugar real. Peppard Cottage, en el condado inglés de Oxfordshire, era la propiedad que se hacía pasar por la mansión campestre que daba título a la película y a la novela original de E.M. Forster, llevada a la pantalla por el trío Merchant, Ivory y Jhabvala con un esmero que ya habían aplicado a otros libros, ya fueran del mismo escritor (Una habitación con vistas y Maurice) o de Henry James o Jean Rhys. Como apuntaron Canby y la mayor parte de los críticos del momento, Howards End, la película, era un triunfo del cine academicista. En cuanto a Howards End, la casa, encarnaba todo un modo de vida, y era depositaria de una carga afectiva y social que la convertía en algo más que mortero y ladrillos, dentro y fuera de la ficción.

Los decoradores mientras colocan flores artificiales en una enredadera en el exterior de Peppard Cottage para el rodaje de 'Howards End'.Mikki Ansin (Getty Images)

Howards End, libro y película, cuentan la historia de tres familias de la Inglaterra de principios del pasado siglo, cada una representativa de una clase social distinta. Los Wilcox son un clan poderoso, liderado por el pater familias Henry, industrial conservador cuya inmensa fortuna procede del comercio con las colonias. Después están las hermanas Margaret y Helen Schlegel, pertenecientes a una burguesía liberal, con inquietudes culturales e ideas políticas progresistas. Y, por fin, el matrimonio formado por Leonard Bast, un modesto y sensible empleado de oficina, y la indefensa Jackie, con la que él se casó por sentido de la responsabilidad más que por amor o afinidad. Los destinos de las tres familias se entrelazan y confluyen en un escenario común, un hermoso cottage que pertenece a Henry Wilcox y cuyo nombre da título a la novela. La casa representa una cierta idea de lo británico, una Inglaterra atávica y teóricamente eterna, y por eso se ubica en el centro del conflicto entre modernidad y tradición, y también entre justicia, herencia y clase, desarrollado primero por Forster y después por Ivory.

Un cottage es una casa de campo británica, en su origen una morada modesta propia de campesinos. A partir del siglo XVIII, y con especial intensidad en el XIX, debido al auge urbano y a los cambios sociales promovidos por la llegada de la Revolución Industrial, comenzó a extenderse en el país una nostalgia por los tiempos pasados, lo bucólico y lo campestre, que llevó a las clases altas a hacerse con este tipo de viviendas, y a ampliarlas o incluso a construir otras nuevas más aptas para sus necesidades. Esta fue una estrategia típica de los industriales victorianos, que por un lado recogían los dividendos procurados por el hollín y el vapor, y por otro querían considerarse nobles caballeros campestres, herederos de las tradiciones más antiguas del país.

Detalles del escritorio de una de las estancias de Peppard Cottage durante el rodaje de 'Howards End'.Mikki Ansin (Getty Images)

Howards End no transcurre en la época victoriana sino en la inmediatamente posterior, la eduardiana. El reinado de Eduardo VII abarcó de 1901 a 1910 aunque, para algunos historiadores, la era aún se prolongó hasta la I Guerra Mundial. Fue aquel un tiempo de transición entre dos mundos, pues en el país aún imperaba una estricta división de clases mientras emergían poderosos factores de cambio. Así, florecieron grupos creativos como el de Bloomsbury, y se extendieron ideologías propensas a defender el pacifismo, el igualitarismo y la mejora del estatus de las mujeres (esto último, gracias sobre todo al impulso de las sufragistas). Ese es el caldo de cultivo borboteante que E.M. Forster recogió en su novela, publicada en 1910, que parecía tener un ojo girado hacia ese presente y otro hacia un pasado que se concebía como un paraíso perdido.

Y no hay paraíso que se añore más que una infancia feliz. La Howards End literaria se inspiraba en Rooksnest House, en Herfordshire, donde Forster había vivido con su madre de 1883 a 1893, entre los cuatro y los 14 años. Esta casa había pertenecido a una familia de nombre Howard, y después a un militar de alto rango y célebre jugador de cricket que se la alquiló a Lily, la madre recién enviudada de Forster. El muchacho pasó allí su niñez y primera adolescencia, que recordaba como una época de constante dicha. Pero, al cabo de unos años, el propietario murió, y su heredera decidió no renovar el alquiler, así que madre e hijo tuvieron que abandonar aquel lugar idílico. Al parecer, la experiencia determinó para siempre la opinión del futuro escritor sobre los caseros, prejuicio negativo que empleó a fondo en la construcción del personaje de Henry Wilcox.

Fachada exterior de la casa de campo inglesa.Picasa

Cuando James Ivory buscaba localizaciones para su rodaje, la directora artística Luciana Arrighi le habló de una casa que pertenecía a un conocido suyo, comerciante de plata, situada en Rotherfield Peppard, un pueblo de un millar de habitantes a unos 35 kilómetros de Oxford. Construida originalmente en el siglo XIV, ofrecía la estampa ideal del cottage de lujo, con su fachada de ladrillo cubierta de glicinas y plantas trepadoras, sus ventanales de carpintería blanca, su tejado de tejas dotado de estilizadas chimeneas y su hermoso jardín, por el que Ruth Wilcox (Vanessa Redgrave) debía pasear al atardecer durante la escena inicial de la película. Sin más discusiones, aquella casa de nueve habitaciones llamada Peppard Cottage se convirtió en la Howards End (o la Rooksnets House) cinematográfica.

Lady Ottoline Morrell fotografiada pro George Charles Beresford en 1903.Alamy Stock Photo

Además de la antigüedad de Peppard Cottage, que la hacía perfecta como emblema de la Inglaterra tradicional, concurría otra característica, y era que una de sus propietarias había sido Lady Ottoline Morrel (1873-1938), una excéntrica dama inglesa vinculada a los artistas e intelectuales del grupo de Bloomsbury, en cuyo espíritu se había inspirado Forster para componer los personajes de Margaret y Helen Schlegel. Lady Ottoline descendía de una estirpe nobiliaria y estaba emparentada con la familia real británica. Culta, inteligente y de mentalidad avanzada, había asistido a clases como alumna externa en la universidad de Oxford (algo poco común para las mujeres de su tiempo), y mantenía un acuerdo de pareja abierta con su marido, Philip Morrell, político liberal proveniente de la alta burguesía. Entre sus amantes destacaban el filósofo Bertrand Russell y el pintor Henry Lamb, así como un joven jardinero bisexual, Lionel Gomme. Fue también amiga y protectora de otros intelectuales del grupo, como Roger Fry, Lytton Strachey o Virginia Woolf, con la que tuvo una relación complicada y que quizá fue también su amante. Destacó por su inteligencia, su generosidad como promotora de las artes, su peculiar pero atractivo sentido de la moda y su magnetismo personal. “Sexy y grotesca”, definía la apariencia de Lady Morrell la escritora Hermione Lee en su biografía de Virginia Woolf, escrita en 1996. Después añadía: “Era muy alta, con una enorme cabellera de color cobrizo, ojos turquesas y grandes facciones picudas. Llevaba, con mucho estilo y valentía, ropas y sombreros fantásticos y coloridos”. Por desgracia, algunos de sus amigos tendían a hacerla objeto –a sus espaldas– del proverbial humor británico, y nunca perdonó los crueles retratos literarios, apenas disimulados, que le dedicaron D.H. Lawrence (era la insufrible Hermione Roddice de Mujeres enamoradas) o Aldous Huxley (quien la representó de forma similar en Amarillo cromo). Parece ser, por otra parte, que Lawrence también se inspiró en su romance con el jardinero para la situación central de su escandalosa El amante de Lady Chatterley.

Escena de 'Howards end' (1992).Alamy Stock Photo

Peppard Cottage solo perteneció a Lady Ottoline durante unos años de principios del siglo XX, pero aquel fue tiempo suficiente para que algunas de las reuniones del grupo de Bloomsbury se celebraran en ella. No es de extrañar que la doble carga simbólica de la casa, la de la tradición de su origen y la modernidad de su uso social en aquellos tiempos, decidieran a James Ivory a utilizarla como escenario para una película cuyo trasfondo exponía las tensiones entre ambos polos. Decisión que se demostró acertada, a juzgar por el Oscar a la mejor dirección artística que recogieron Luciana Arrighi y el diseñador de decorados Ian Whittaker. Fue uno de los tres que se llevó el filme, junto con el de mejor guion adaptado y mejor actriz protagonista, para una Emma Thompson que aportaba su cálida humanidad el personaje de Margaret Schlegel. Hasta entonces, Thompson estaba asociada sobre todo a quien era su pareja, Kenneth Branagh, pero gracias a este trabajo se convirtió en una estrella autónoma, digna prolongación de la tradición interpretativa británica a la que también pertenecía el resto del reparto: Anthony Hopkins (reciente su éxito con El silencio de los corderos) era Henry Wilcox; Vanessa Redgrave, su esposa, Ruth Wilcox; James Wilby (que había encarnado al protagonista de Maurice) su insensible hijo Charles Wilcox; y Helena Bonham Carter, tras Una habitación con vistas, pisaba terreno conocido como Helen Schlegel. El magnífico casting resultó decisivo, junto con la perfección de fotografía, vestuario y escenarios, para transmitir al espectador la sensación de asomarse a las clases altas e ilustradas del Londres de principios del siglo XX. Una aptitud nada despreciable, a pesar del desdén con que en ocasiones se despacha un tipo de cine británico para el que se ha inventado la expresión “cine de tacitas” –por las inevitables escenas en las que los protagonistas aparecen compartiendo té en un servicio de porcelana–, en el que el trío Merchant-Ivory-Jhabvala parecía especializado. Ciertamente, este tipo de cine manifiesta una fatal propensión al anquilosamiento, peligro del que ni siquiera el propio Ivory se libra: sus adaptaciones de un autor más complejo como Henry James, Las bostonianas (1994) y La copa dorada (2000), resultan algo acartonadas. Pero, si este puede considerarse un género, hay que ubicar a Howards End en el tope de su gama, gracias a la destreza con la que combina la reproducción de un lugar y una época con la creación de unos personajes dotados de vida.

Fotograma de 'Howards end' (1992).Alamy Stock Photo

Ivory no es Visconti, ni Howards End ofrece la dimensión política, el sentido de la historia y la grandeza operística de El gatopardo, pero sí demuestra un talento similar para recrear un universo del pasado. Por otra parte, a veces Ivory y Jhabvala se muestran demasiado temerosos de apartarse de la senda marcada por su material de partida, lo que les conduce a cierta equidistancia en la mirada sobre el tiempo que retratan, en particular por lo que se refiere a los conflictos entre las tradiciones y los avances sociales, y los depredadores y sus víctimas. Para bien y para mal, da la impresión de que la película se hubiera realizado en la misma época en la que se escribió la novela.

El propio E.M. Forster también tuvo que lidiar con unos cuantos conflictos de este orden. En la década de los años cuarenta, siendo ya un venerable sesentón y un escritor de amplio reconocimiento en su país, entabló amistad con los nuevos propietarios del cottage de su infancia, y comenzó a visitarlo con regularidad para recrearse en aquellos tiempos de felicidad radiante. La ventaja del pasado es que permite reproducirlo a voluntad, borrando de él los aspectos menos gratos, inevitables en el presente. Porque, en aquel momento, Forster seguía viviendo con su madre mientras, en secreto, mantenía una relación amorosa con Bob Buckingham, un policía casado 23 años más joven que él. Su novela autobiográfica Maurice, la única en la que incorporó protagonistas homosexuales, permanecía encerrada en un cajón, y no se publicaría hasta 1971, después de su muerte. El mundo había cambiado desde los tiempos de Howards End, pero aún quedaba mucho cambio por delante.

Sobre la firma

Más información

Archivado En