“Tan magníficas como Versalles”: la fastuosa historia de las mansiones que los príncipes del ferrocarril, el petróleo y el acero se construyeron en la Quinta Avenida
El éxito de ‘The Gilded Age’, la serie de HBO que acaba de estrenar su segunda temporada y recupera la Nueva York de techos artesonados, gigantescas chimeneas de piedra y paredes decoradas con ‘grottescos’, ha despertado el interés de la gente por estas mansiones de finales del siglo XIX que asemejaban la ciudad al San Petersburgo de Tolstoi
A finales del siglo XIX, cuando la primera trompeta de jazz aun no había sonado en Manhattan, hubo unos años en los que Nueva York se convirtió en una ciudad de palacios y puestas de largo semejante al San Petersburgo de Tolstoi. Fue como si hubieran plantado un viejo reino europeo con habichuelas mágicas. En el transcurso de una sola generación, apellidos como Vanderbilt o Rockefeller que habían traído ...
A finales del siglo XIX, cuando la primera trompeta de jazz aun no había sonado en Manhattan, hubo unos años en los que Nueva York se convirtió en una ciudad de palacios y puestas de largo semejante al San Petersburgo de Tolstoi. Fue como si hubieran plantado un viejo reino europeo con habichuelas mágicas. En el transcurso de una sola generación, apellidos como Vanderbilt o Rockefeller que habían traído a Estados Unidos humildes inmigrantes europeos pasaron a nombrar dinastías tan poderosas como la de las familias reales, y del mismo modo las mansiones que estos príncipes de los ferrocarriles, el petróleo o el acero se hicieron construir en la Quinta Avenida fueron tan espléndidos como los palacios del Renacimiento y el Barroco sin que la ciudad hubiera pasado antes por la Edad Media. “En aquella época solía decirse que esas casas eran tan magníficas como el palacio de Versalles, y en el caso de algunas la comparación no era del todo exagerada. Yo las relaciono con las pirámides de Egipto: se construyeron como una demostración de poder y riqueza”, explica en una conversación por email el arquitecto estadounidense Gary Lawrence, autor de un libro (Houses of the Hamptons 1880-1930) y una popular cuenta de Instagram (Mansions of the Gilded Age) sobre el tema.
Se refiere, por ejemplo, a la residencia que Cornelius Vanderbilt II, nieto del pionero de los ferrocarriles y fundador de esta poderosa familia, se hizo en 1883 en la calle 57 de Nueva York, considerada con sus 130 habitaciones la vivienda unifamiliar más grande de cuantas ha habido en la ciudad. “Lo habitual en este tipo de mansiones es que un tercio del espacio estuviese dedicado a servicios como la cocina o la despensa y a zonas para la vida de los empleados domésticos”, apunta Lawrence. “Otro tercio de la casa lo ocupaban los dormitorios de la familia y sus invitados. El resto era para salas de estar, bibliotecas, y para las impresionantes habitaciones de la planta baja, en las que tenía lugar la vida social”.
No fue con estas mansiones sino con los rascacielos con lo que Nueva York acabó deslumbrando al mundo, pero últimamente esa ciudad perdida de techos artesonados, gigantescas chimeneas de piedra y paredes decoradas con grottescos ha despertado el interés de la gente. Así lo demuestra, además de los 110 mil usuarios que siguen las publicaciones de Lawrence en Instagram, el éxito de The Gilded Age (La edad dorada), la nueva serie de Julian Fellowes, creador de Downtown Abbey, que la HBO estrenó el año pasado y acaba de retomar una segunda temporada. Ambientada en los años ochenta del siglo XIX, la serie refleja bastante bien cómo en plena segunda revolución industrial la arquitectura y el arte recobraron la función de revestir de grandeza el poder de las nuevas fortunas, así como de marcar el rango entre esos aristócratas carentes de rey y títulos de nobleza que fueron los magnates estadounidenses de aquellos años.
Lo plantea el primer capítulo desde su comienzo. The Gilded Age arranca con la mudanza de George Russell, un magnate de lo ferrocarriles, y su mujer, Bertha Russell, a la espléndida y gigantesca mansión que acaban de hacerse en Nueva York. “Esto parece Tsarskoye Selo”, dice uno de los personajes al admirar la casa en referencia al conjunto de palacios de la antigua familia imperial de Rusia. Sin embargo, el hogar de los Russell no agrada a todos. Al otro lado de la calle, una vieja dama (interpretada por Christine Baranski) contempla con recelo la llegada del matrimonio desde la ventana de una casa de aspecto más modesto que la suya. A diferencia de sus nuevos vecinos, dicho personaje forma parte de los ricos de “dinero viejo” (old money) de Nueva York, una élite dominada esos años (tanto en la serie como en la vida real) por lady Astor y su lista de los 400, un índice de esos millonarios de siempre del que en la serie de HBO la señora Russell, representante por el contrario de los ricos de “dinero nuevo”, anhela formar parte. El personaje de Bertha Russell es ficticio pero está inspirado en alguien real, Alva Vanderbilt, y aunque por fuera su casa en la serie recuerda más bien a la mansión que se hizo otro miembro de la familia Vanderbilt, el Triple Palace de William Henry Vanderbilt, la historia de su mudanza está sacada de su biografía. En 1878, después de casarse unos años antes con uno de los nietos del fundador de esta dinastía, Alva Vanderbilt pensó que la mejor manera de presentarse ante la alta sociedad neoyorquina sería haciéndose construir la mansión más maravillosa de la ciudad y dar allí un baile. Para ello, concibió junto al arquitecto Richard Morris Hunt (uno de los principales responsables del brillo de la Edad Dorada) el Petit Château, diseñado con los castillos del Renacimiento francés como referencia y amueblado con tesoros como un antiguo escritorio que María Antonieta tuvo en Versalles.
Fue un gran golpe de efecto. Con sus puntiagudas torreones y su fachada de caliza de Indiana, la casa destacó como una catedral gótica entre las casas chatas y “de la piedra color chocolate más espantosa jamás extraída” que, según describió la novelista e interiorista Edith Wharton, dominaban por aquel entonces la “pequeña y baja” ciudad de Nueva York, y pronto otros millonarios quisieron vivir en una casa parecida. En 1893, la propia lady Astor se mandó hacer una mansión de ese mismo estilo cuando un sobrino suyo, Waldorf Astor, levantó el hotel Waldorf junto a su antigua casa piedra rojiza para fastidiarla, empequeñeciéndola con su edificio. Otra mansión de estilo château fue la que el magnate de la minería J. R. De Lamar se hizo construir junto a la de un rival, el banquero J. P. Morgan. “Hay unos cuantos casos de millonarios que habían trabajado para otros y que, cuando los superaban con su riqueza, se construían mansiones al lado de la de sus antiguos jefes para arrojarlas una sombra”, explica Gary Lawrence. “En general les gustaba que la prensa dijera que sus casas eran las más magníficas de la ciudad. Y los domingos, aquellos que vivían en la pobreza en los barrios bajos de Nueva York se paseaban por la Quinta Avenida y soñaban que algún día ellos también se harían una casa como la de los Astor, quienes en Alemania habían sido carniceros, o la de los Vanderbilt, que habían empezado como granjeros”.
Aunque el sueño americano continuó, aquella especie de corte neoyorquina de los Medici no tardó en sucumbir. Según explica Gary Lawrence, “en la isla de Manhattan llegó un punto en el que la ciudad ya solo podía crecer hacia arriba”, y así por ejemplo el terreno del Petit Château de Ava Vanderbilt lo ocupa ahora el rascacielos 660 Fifth Avenue. La misma suerte corrió la casa de su primo Cornelius II, sustituida menos de 50 años después de ser construida por los almacenes Bergdorf Goodman, aunque en Manhattan quedan algunos remanentes de la misma: las puertas de la entrada están ahora Central Park, y la gran chimenea puede contemplarse en el Metropolitan Museum of Art. En cuanto a las mansiones de recreo que los millonarios se habían hecho en otros lugares com Newport, entraron en decadencia a medida que el abismo que los separaba de la gente corriente fue disminuyendo. “Eran casas muy costosas de mantener, y aunque hasta principios del siglo XX los ricos apenas pagaban impuestos, su situación privilegiada pronto cambió”, apunta Gary Lawrence. “Además, los sirvientes dejaron de querer vivir aislados en solitarias casas de campo y empezaron a buscarse trabajos mejores pagados en las numerosas tiendas y oficinas de las ciudades”.
En Nueva York, hoy solo algunas de las mansiones de la Edad Dorada siguen en pie. Diseñada por Richard Morris Hunt en estilo neoclásico, la antigua residencia de Henry Clay Frick alberga desde los años treinta un magnífico museo sobre su colección de arte, y aunque ahora otros edificios más altos le hacen sombra, el château de J. R. De Lamar (comprado por Polonia para su consulado) sigue alzándose altanero frente a la casa de J. P. Morgan, sede de la biblioteca y museo fundados por este magnate.
“En cierta manera, la ciudad de las grandes mansiones y la de los rascacielos se crearon la una a la otra, porque aparte de una mansión que reflejara su nuevo estatus los industriales de la Edad Dorada también querían rascacielos que llevaran su nombre o el de sus empresas, y a menudo contrataban para hacerlos a los mismos arquitectos que habían construido sus casas”, afirma Gary Lawrence. “Además, aunque pareciesen antiguas las mansiones de aquellos años estaban hechas con estructuras de acero al igual que los rascacielos y contaban con los últimos avances en electricidad, seguridad anti incendios y sistemas sanitarios. Lo sorprendente es que, mientras que los viejos edificios que habían tomado como modelo siguen en pie desde hace siglos, edificios mucha más avanzados tecnológicamente como fueron las mansiones de la Gilded Age fueron derruidos en menos de cincuenta años”.