De Gwyneth Paltrow a Jack Nicholson: así se manejan en el mundo del arte las grandes estrellas de Hollywood
Las figuras más destacadas del mundo del espectáculo invierten gran parte de su fortuna en obras de artistas reconocidos como Warhol, Picasso, Basquiat o Ruscha
Edward G. Robinson, actor del Hollywood clásico conocido por sus siniestros papeles de gánster, en la vida real era un coleccionista de arte de gustos muy refinados: empezó comprando reproducciones de artistas de su agrado, como Van Gogh o Matisse, y después llegó a amasar una fabulosa colección que incluía auténticas obras de los dos artistas mencionados (también fue de los primeros coleccionistas de Frida Kahlo, décadas antes de que fuera descubierta por Madonna), de la que tuvo que despr...
Edward G. Robinson, actor del Hollywood clásico conocido por sus siniestros papeles de gánster, en la vida real era un coleccionista de arte de gustos muy refinados: empezó comprando reproducciones de artistas de su agrado, como Van Gogh o Matisse, y después llegó a amasar una fabulosa colección que incluía auténticas obras de los dos artistas mencionados (también fue de los primeros coleccionistas de Frida Kahlo, décadas antes de que fuera descubierta por Madonna), de la que tuvo que desprenderse en los años cincuenta para atender las obligaciones financieras resultantes de su divorcio. Por aquellos tiempos, las estrellas de Hollywood no solían tener una relación muy cordial con el llamado gran arte. Así lo prueban, por ejemplo, las fotografías de Natalie Wood o Joan Crawford posando frente a sus retratos firmados por la pintora camp Margaret Keane. Casos como el de Robinson o los de Greta Garbo, Vincent Price y Billy Wilder, que en vida subastó piezas de autores como Picasso, Chagall, Calder o Niki de Saint Phalle (por 33 millones de dólares de 1989, que hoy resultarían ridículos) fueron menos habituales, aunque debió de haber otros similares que, por discreción de los interesados, no se airearon.
En cambio, hoy más que nunca, coleccionar arte es un símbolo de estatus y a ciertos niveles tiene menos que ver con el gusto propio e interiorizado que con la construcción de una imagen hacia el exterior. Un elemento que, de todos modos, nunca ha estado ausente de la ecuación, desde la Florencia de los Medici. A partir de esa perspectiva debería interpretarse la reciente polémica por el editorial de la revista Architectural Digest, en el que la actriz Gwyneth Paltrow mostraba al mundo su nuevo hogar de Montecito (California, EEUU) posando ante una auténtica pintura de Ed Ruscha y una escultura que, indistinguible a primera vista de cualquiera de las firmadas por la japonesa Ruth Asawa —el propio medio la identificó como tal en el pie de foto, y luego tuvo que rectificar la información—, en realidad era obra de D’Lisa Creager, artista viva que vende sus piezas por precios en torno a los 10.000 dólares. Mientras, un original de Asawa (fallecida en 2013) se adjudicó en 2020 por más de cinco millones en la casa de subastas Christie’s. Por otro lado, poseer un original del artista pop estadounidense Ruscha no es precisamente barato: su récord en subasta hasta la fecha se fija en los 52,4 millones de dólares (unos 46 millones de euros) pagados en 2019 por una de sus históricas text paintings.
Paltrow es una de las celebridades de Hollywood que suelen dejarse ver en las franquicias de la feria de arte Art Basel, ya sea en Miami o Hong Kong. Allí acuden algunos de los mayores coleccionistas de arte contemporáneo del mundo, junto con las galerías más poderosas, que exhiben lo mejor de su escuadra de artistas vivos y de los legados que representan. Los también actores, además de amigos desde la adolescencia, Leonardo DiCaprio y Tobey Maguire están entre quienes se han significado por su costosa afición a adquirir arte de primera línea. Lo que en este caso equivale a un conjunto de nombres de artistas mediáticos que delimitan el ámbito de “lo que hay que tener”. De la colección de DiCaprio se sabe que incluye o ha incluido obras del inevitable Picasso, de Salvador Dalí, Takashi Murakami u Óscar Murillo, artista colombiano que, considerado el nuevo Basquiat a mitad de la pasada década, vio propulsarse sus precios por obra y gracia de la acción especulativa para inmediatamente después ser etiquetado de gran bluff.
La actriz Mary-Kate Olsen tendría en su haber piezas de Andy Warhol y del fotógrafo de la escuela de Düsseldorf Thomas Ruff; Neil Patrick Harris se distingue por un cierto refinamiento al apostar por David Wojnarowicz o Robert Longo (su primera gran adquisición conocida); Sofia Coppola ha optado por la artista conceptual británica Tracey Emin, miembro del selecto club de los Young British Artists (sus neones con mensajes contundentes están entre los favoritos de las celebridades y en general de todo millonario con deseos de exhibir una pieza brillante y reconocible de un autor legitimado por mercado e instituciones); la colección de Jack Nicholson, valorada en unos 150 millones de dólares (más de 130 millones de euros), incluiría a Fernando Botero; Steve Martin atesora nombres como Cindy Sherman, Eric Fischl o Francis Bacon; Barbra Streisand prefiere otros más antiguos y declaró haber hecho una de sus giras para poder comprarse un Modigliani; y Brad Pitt es un coleccionista muy ecléctico cuyos gustos abarcan desde la exquisitez de un Marcel Dzama hasta el carísimo neosurrealismo de Neo Rauch o el fenómeno mediático de Banksy (otro niño mimado del show business). Una escultura de Banksy, adquirida a la pareja Brad Pitt y Angelina Jolie tras su divorcio en 2019, puede verse actualmente en el museo Moco de Barcelona, institución privada de los coleccionistas holandeses Lionel y Kim Logchies.
Más allá de Pitt y Jolie, la sección de parejas hollywoodienses ha deparado grandes alegrías a los marchantes internacionales. Está el caso de Beyoncé y Jay-Z, poseedores de obra de Ruscha, Warhol o Basquiat, así como de George Condo y del muy mediático Damien Hirst. Y Hirst, Banksy o Emin también figuran en los fondos de David y Victoria Beckham, que no destacan por la originalidad de sus elecciones, pero sí por el elevado coste que les ha supuesto materializarlas.
Sin embargo, es posiblemente en la profesión de la producción cinematográfica donde se ubica el coleccionismo más ávido y estable. El multimillonario David Geffen, que financió películas como Entrevista con el vampiro o la primera versión musical en el cine de La tienda de los horrores (también la próxima, actualmente en desarrollo) está en cabeza de la clasificación de los grandes coleccionistas mundiales, al poseer obra de los grandes artistas americanos del siglo XX, como Pollock o De Kooning. Su olfato para los negocios también se ha traducido en lucrativas operaciones de compraventa artística, por las que ha batido varios récords sucesivos de precios, como cuando en 2006 vendió un pollock por 140 millones de dólares y en 2016 se deshizo de otras dos pinturas, una firmada por el mismo autor y otra por De Kooning a cambio de 500 millones. George Lucas y Steven Spielberg también son coleccionistas de altos vuelos, y hace una década el Smithsonian American Art Museum de Washington organizó una exposición con los cuadros del pintor norteamericano Norman Rockwell de ambas colecciones.
Destaca también el caso de Arne Glimcher, productor y director de cine que tuvo a sus órdenes a Antonio Banderas en Los reyes del mambo, estreno del actor español en Hollywood, y que también produjo filmes como Gorilas en la niebla o Peligrosamente juntos, ambientada en el mundo del arte contemporáneo neoyorquino. Glimcher es, sobre todo, uno de los galeristas de arte más importantes del mundo gracias a Pace Gallery, que en 1960, siendo un veinteañero, fundó junto a su esposa Milly y su madre Eva (hoy lleva las riendas su hijo Marc), y que posee sucursales en ciudades como Ginebra, Hong Kong o Palm Beach. Su apertura, prevista para el próximo mes de abril, será justamente en Los Ángeles, en asociación con otro galerista estrella, Kayne Griffin. Lo que demuestra la pujanza de la ciudad que alberga el barrio de Hollywood como plaza preferente del mercado artístico, algo que ya apuntaban muchos expertos al inicio de la pandemia.
Pace representa a artistas vivos como Adrian Ghenie, David Hockney o Jeff Koons, además de los legados de De Kooning, Rothko o Calder. Y es una de las proveedoras certificadas de las estrellas hollywoodienses, como lo es de otros millonarios más anónimos, pero que comparten con ellos un lugar en la alta gama del coleccionismo. Como cualquier persona con muchas ocupaciones y poco tiempo y espacio mental que dedicarles, las celebridades suelen tomar sus decisiones con la ayuda de una galería o un art dealer de confianza. Se sabe, por ejemplo, que los Beckham han adquirido gran parte de sus piezas en la londinense White Cube.
De hecho, los marchantes de arte, que en el pasado encarnaban una figura más bien gris y poco dada a figurar, últimamente se han convertido en famosos por derecho propio, fenómeno propulsado por sus romances con intérpretes conocidas: Lucas Zwirner (hijo del supergalerista David Zwirner) fue pareja de Sienna Miller durante poco más de un año (eso sí, muy aireado en las revistas del corazón), y a Vito Schnabel (vástago del pintor Julian Schnabel) le han atribuido relaciones con las modelos Heidi Klum e Irina Shayk y las actrices Demi Moore, Cameron Díaz, Kate Hudson, Liv Tyler y Amber Heard. Y Jennifer Lawrence espera su primer hijo de su esposo, Cooke Maroney, director de la Gladstone Gallery, otra gran multinacional de la venta de arte. Se trata de un fenómeno perfectamente contemporáneo por el que el mercado y la cultura del show business se infiltran en el tejido artístico hasta hacerse los tres indistinguibles.
O también puede interpretarse como otra derivación de la idea de que el acercamiento al arte es siempre una cuestión emocional. Que es lo que, al fin y al cabo, todo coleccionista que se precie afirmará de sí mismo.
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