Ronchitos, adoquines o de piñones: cuando los caramelos son el orgullo de un pueblo
La identidad de una sociedad, a veces, cabe en la palma de la mano y tiene una vida efímera en la boca
Los caramelos de malvavisco en Bilbao, los de tofe en Logroño, los de piñones en Pamplona, los adoquines en Zaragoza o los Ronchitos de León son dulces que llevan impresos el carácter de un pueblo. Algunos, como los vascos, habitan el imaginario de varias generaciones desde hace más de trescientos años. Otros más recientes, como los maños, cuya existencia no tiene más de medio siglo, parece que siempre han estado ahí.
Cuenta Lidia Franco, de la bilbaína Confitería El Santiaguito, que sus famosos caramelos se hacen exactamente igual desde 1698. “Cocemos la fruta durante 7 días y nuestro caramelo es el resultado de ese líquido, mezclado con azúcar y el líquido de la cocción de la raíz del malvavisco. Después se cuece en un perol de cobre antiguo hasta que coja el color del caramelo tan bonito típico y se echa al mármol a enfriar para que se ponga sólido. Aunque lo hacemos a ojo, para elaborar 5 kilos tardamos 40 minutos”. Luego lo troquelan y lo envuelven con el mismo papel de siempre. “No podemos cambiar porque somos un clásico para la gente”, afirma. Lo mismo les sucede a los Adoquines del Pilar. Los tradicionales de Zaragoza son de anís, limón, fresa y naranja. “Hace años cambiamos el de anís por uno de piña. No tuvo buena acogida y volvimos al original”, explica José Caro, uno de los responsables de Caro, la empresa fundada por su abuelo. Lo que sí han cambiado han sido el contenido de las coplas impresas en el interior del envoltorio “ahora son más de amor”, afirma.
“Ronchar es un verbo leonés que significa morder”, cuenta Mario Martínez, gerente de Caramelos Santos. Por eso, sus Ronchitos, que comenzaron a elaborarse en 1948, no se chupan, sino que se les hinca el diente. Son dulces de cacahuete, azúcar, cacao y “un ingrediente secreto, que no es otra cosa que nuestra artesanal forma de trabajar”. Desde sus inicios lo anunciaron como “El caramelo de León” y, con la misma fabricación y tipografía de siempre, terminó convirtiéndose en realidad. También en los años cuarenta nacieron en Tafalla los caramelos de piñones más icónicos de Navarra, cuya receta ha pasado de padres a hijos gracias a El Caserío. Y a menos de 100 kilómetros, en 1928, el mismo año que se abrió la base aérea de Recajo (La Rioja) se inauguró la fábrica de caramelos más conocida de Logroño. Por eso la llamaron El avión. Desde los comienzos se especializaron en el toffee de nata y continúa siendo su producto estrella.
Los caramelos de La Pajarita, la bombonería más antigua de Madrid, endulzan las jornadas de lugares como el Congreso de los Diputados, el Tribunal Constitucional y los hogares de cientos de familias desde 1852. Comenzaron vendiéndose en la Puerta del Sol, como se descubre en el jeroglífico de su envoltorio, y el nombre fue sugerencia de Unamuno, amante de la papiroflexia y amigo del fundador Vicente Hijós. Junto a los caramelos de violetas, propios también de la tienda La Violetera, donde se venden desde 1915, se disputan ser el emblema capitalino e inspiran a chefs de la ciudad que los introducen con orgullo en sus postres.