Sal a cenar sola, y que se acabe el mundo
Tengo amigas que ni siquiera han entrado nunca solas a un bar a tomarse un café o que antes de sentarse en un banco a comerse un bocadillo en un parque, lo hacen en el coche, dentro del parking, a salvo de miradas ajenas.
Comer es un acto natural; alimentarse, un hecho social. Donde está el fuego, está la tribu, y a su alrededor se dan las comidas comunitarias, la arena de la socialización por excelencia a lo largo de toda nuestra historia. En ellas se definen las normas de comportamiento y se organiza la vida tanto dentro como allende los vínculos de sangre. Compartir una misma comida significa compartir y aceptar un sistema de valores, y es en los ágapes tribales donde el individuo se expone a las reglas que rigen el grupo y sus jerarquías: aprende qué se puede comer y qué no, quién come antes y quien después, quién come más y quién menos, quién se lleva los bocados más nutritivos y quién las sobras, de qué se puede hablar y qué es tabú, cuáles son los modales aceptables, cuál el lenguaje, cuáles las vestimentas, cuáles son los tiempos y derechos al silencio y a la palabra. Hace más de 200.000 años que el hombre aprende cuál es su sitio en la sociedad comiendo acompañado. No es de extrañar, por lo tanto, que hasta ahora la manada haya mirado con la misma desconfianza y recelo que se guardan para el desertor al que come solo.
Hay muchos tipos de comedor solitario. En esta columna no me voy a referir a la viuda anciana que habita una soledad no deseada, ni al viajero de negocios, que evita la exposición pública y cena en la habitación del hotel; ni al oficinista que come en su escritorio, ni al adolescente que vuelve del entreno de fútbol cuando la mesa familiar ya está prácticamente recogida y come unos espaguetis recalentados de pie delante del microondas. Tampoco al estudiante que comparte piso y picotea viendo una serie en el ordenador. Esta columna va de la irredenta que reserva en un restaurante de campanillas con intención de darse el gusto de una cena para una, y que resulta que es un espécimen poco frecuente.
A mí me sorprende. Lo he hecho toda la vida sin pensar en que tuviera ninguna importancia. Si me preguntan qué hace falta para salir a cenar sola respondo que el hambre, las ganas y el dinero para pagarlo. Pero resulta que tengo amigas que ni siquiera han entrado nunca solas a un bar a tomarse un café, que llegan por defecto diez minutos después de la hora acordada a cualquier cita para no afrontar la posibilidad de ser las primeras en llegar y encontrarse solas esperando, o que antes de sentarse en un banco a comerse un bocadillo en un parque, lo hacen en el coche, dentro del parking, a salvo de miradas ajenas.
Al buscar qué han escrito otras antes que yo al respecto, me he encontrado con un par de decenas de columnas, muchas procedentes del ecosistema anglosajón, algunas de pluma insigne, casi todas rematadas por una lista de consejos y de trucos para animar y guiar a las mujeres en esta nueva tendencia exótica femenina de salir en solitario, que incluyen cosas como llevarse un libro para tener donde ocultar la mirada, o fingir hablar por teléfono para que el mundo sepa que tienes amigos, aunque estés cenando sola, con un tufillo a consultorio sentimental entre Elena Francis y Carrie Bradshaw que me repele.
Los datos indican que las reservas para uno en los restaurantes son cada día más frecuentes, que comemos más de pie, más a menudo, que picoteamos más y sacralizamos menos, y que, si bien seguimos dando importancia a comer en compañía, esta compañía está dejando de ser por defecto la de la familia tradicional. De repente, comemos más con amigos o compañeros de trabajo. Muchos señores sociólogos y antropólogos están alarmados por la creciente e imparable desestructuración e individualización del acto de comer, que parece estar acabando con la institución de la comida familiar como eje socializador, como pilar fundamental del orden. Los hay que equiparan el comportamiento individualista y de búsqueda de la satisfacción instantánea del apetito milenial al de las vacas pastando, otros llaman al presente “la era la alimentación vagabunda”, criminalizando la tendencia al snack como la comida caótica y anárquica que es. Claude Fischler alerta de que la sociedad avanza hacia una especie de escenario distópico que él llama gastro-anomía: comida sin normas, y que considera una catástrofe, donde las normas sociales se disuelven y los individuos andan perdidos sobre qué, cómo y cuándo comer. El declive de las comidas familiares tradicionales, para ellos, da lugar a un escenario indeseable donde el mero hecho de comer es marginalizado y arrinconado por actos gastronómicos fútiles como mascar chicle, roer dulces o fumar.
Por suerte, hay quién hace preguntas interesantes. Para Anne Murcott no está claro ni es evidente que tengamos que sentir ni pizca de nostalgia por el sistema de comidas familiares que dejamos atrás, y que es el que nos ha culturizado y nos ha enseñado a todas a comportarnos, a tener claro qué es lo que el mundo espera de nosotras.
¿Cómo eran las comidas familiares del pasado? ¿Qué pasa con el ideal bucólico de comida familiar si le echamos un vistazo considerando género, edad y clase? Las mujeres de clase obrera desempeñaban un rol más cercano al de camareras que al de compañeras de sus maridos y se pasaban las cenas yendo y viniendo de la cocina; los críos de clase alta ni siquiera se sentaban con sus padres, sino que comían en sus aposentos. En cuanto a las familias trabajadoras que comían juntas, las jerarquías y prioridades que emanaban del contenido de los platos estaban clarísimos y se ceñían al patrón heredado del universo obrero de los siglos XVIII y XIX en el que los alimentos proteicos y caros eran monopolizados por el hombre adulto, a quien se servía primero y se cedía la mayor porción, para garantizar su desempeño en la fábrica, mientras esposa e hijos se servían de lo que quedaba, y si quedaba.
Seguro que buena parte de ustedes recuerdan quién era el primero en ser servido en la mesa cuando eran pequeños y a qué plato iba a parar siempre el mayor corte de carne. El estereotipo atribuido históricamente a las mujeres ha sido el de tener inclinación natural por cocinar para su familia y por las ensaladas ligeras, y eso es una construcción artificial arcaica, aparte de ser un mecanismo de control poblacional salvaje a base de desnutrición. Salir a comer sola choca frontalmente con ese orden tradicional.
Sal. Sin necesidad de consejos para esquivar la tensión social, las miradas incómodas, las voces en tu cabeza. Sal. Por el puro placer de ver cómo arde todo.