‘Políticas verdes’ que corren el riesgo de secarse

La lucha contra el cambio climático requiere un giro radical hacia la paralización de los proyectos fósiles, el cierre de cientos de plantas de carbón y nuevas relaciones geopolíticas

Cumbre global del clima llevada a cabo por videoconferencia a principios de este año.Mustafa Kamaci (Associated Press)

“Viajamos juntos, pasajeros dentro de una pequeña nave espacial, dependientes y vulnerables de las reservas de aire y tierra fértil, protegidos de la extinción solo por el cuidado, el trabajo y, también, diría, el amor que damos a nuestra frágil tripulación”. Era 1965 y las palabras de Adlai Stevenson, entonces embajador estadounidense ante las Naciones Unidas (ONU), tenían la fuerza de una ética ecologista avanzada a su tiempo.

Han sucedido los amaneceres, las estaciones, los años. El planeta ha sentido el daño que resulta capaz de infligir el hombre y también su poder sanador. Pero ha...

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“Viajamos juntos, pasajeros dentro de una pequeña nave espacial, dependientes y vulnerables de las reservas de aire y tierra fértil, protegidos de la extinción solo por el cuidado, el trabajo y, también, diría, el amor que damos a nuestra frágil tripulación”. Era 1965 y las palabras de Adlai Stevenson, entonces embajador estadounidense ante las Naciones Unidas (ONU), tenían la fuerza de una ética ecologista avanzada a su tiempo.

Han sucedido los amaneceres, las estaciones, los años. El planeta ha sentido el daño que resulta capaz de infligir el hombre y también su poder sanador. Pero ha llegado un momento en que este hogar de niebla y agua resbala sobre el precipicio. La emergencia climática amenaza a una sociedad y un tiempo. El presidente Biden se ha comprometido a rebajar las emisiones de gases de efecto invernadero al menos un 50% por debajo de los niveles de 2005 en 2030. Y esto arrastra una narrativa en la cotidianidad. Al final de la década, más de la mitad de los nuevos coches y SUV vendidos en los concesionarios necesitarán electricidad y no gasolina. La masa forestal debe crecer. Y el número de turbinas y paneles solares que sembrarán el horizonte estadounidense tiene que cuadriplicarse.

¿Es posible? Sí. ¿Es difícil? Bastante. El famoso American Jobs Plan (plan de empleo estadounidense) propone 2,3 billones de dólares en infraestructuras durante los próximos ocho años. La mitad del coste de la II Guerra Mundial. La ambición resulta inmensa. Aunque no satisfaga a todos. La congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez tuiteaba que “tenía que ser mucho más grande” y llegar a los 10 billones. Pese a todo, los números brillan en la bóveda celeste del capitalismo. Unos 620.000 millones destinados a transporte, 650.000 a aguas limpias, 180.000 a I+D y 174.000 para impulsar los vehículos eléctricos. Sin embargo, se abren fugas. “Por ahora, ha dicho poco sobre la gigantesca industria petrolera que extrae más de 11 millones de barriles de crudo diario”, critica Thomas Costerg, economista de Pictet WM. Y añade: “Tampoco tiene un cronograma para poner fin a los vehículos contaminantes”.

Coste y oportunidad

Hay demasiadas novedades flotando en el aire. Todo es tan reciente que recuerda el comienzo del mundo y nadie estaba preparado para esto. Aunque ya existen algunas estrategias. La principal fuente de ingresos que pagará este nuevo planeta llega de la subida del impuesto de sociedades del 21% al 28%. Y las grandes tecnológicas tributarán más. Porque vamos detrás, como el carromato y los bueyes. “Cinco años después del Acuerdo de París, estamos todavía muy lejos de la meta de limitar el calentamiento global a dos grados centígrados”, avisa Pepa Chiarri, Executive Director de Climate & Sustainability de la consultora Oliver Wyman Iberia. “Es clave que exista una cooperación específica entre todas las partes implicadas”. Nadie olvida que Estados Unidos incumplió el Protocolo de Kioto y se marchó del Acuerdo de París.

Forma parte de la memoria de Biden. Entonces, ¿qué hacer con el fracking? Prohibirlo en las tierras federales es una tirita. Muchas de las explotaciones son terrenos privados. Tampoco le interesa a la Administración demócrata ya que afecta a bastantes poblaciones y futuros votantes. La Agencia Internacional de la Energía (AIE) ha publicado un trabajo de 200 páginas que argumenta que se puede terminar con la dependencia fósil por pasiva. Concienciando a los ciudadanos para que se sumen a lo verde, invirtiendo en tecnología, prohibiendo los nuevos proyectos de combustibles fósiles a partir de este año. Dejar que la demanda de hidrocarburos muera de inanición. Suena arduo, como la teoría de cuerdas. Porque este “nuevo orden mundial sostenible” afecta, sobre todo, a las personas, no a los electrones. “Las políticas de cambio climático tienen que ir acompañadas de políticas de redistribución; no se pueden dejar a los más vulnerables atrás”, reflexiona Julián Cubero, experto en esta materia de BBVA Research. Y ahonda: “Hay informes que evidencian que las rentas más bajas consumen más energías contaminantes y viceversa”.

Solo se convive con la realidad y no con las esperanzas. Este año, las emisiones de carbono se dispararon a su segundo nivel más alto de la historia. Cómo no va a calificar Fatih Birol, director ejecutivo de la AIE, esta humareda de “decepcionante”. Más que nunca se revive el histórico discurso del expresidente John Fitz­gerald Kennedy de 1962. “Elegimos ir a la Luna en esta década y hacer las otras cosas no porque sean fáciles, sino porque son difíciles”. Y mucho. “El espectacular aumento de las emisiones revela lo complicado que continúa siendo el cambio climático”, narra Julio Friedmann, investigador principal del Centro de Política Energética Global de la Universidad de Columbia. “No es una sorpresa: todo lo que hacemos y fabricamos emite gases de efecto invernadero. Necesitamos a la vez más ambición y mayor humildad. Debemos desplegar todas las opciones con una velocidad y una escala tremendas para lograr cero emisiones en el ámbito mundial”.

Más carbón en la mira

La Universidad de Maryland ha trazado el mapa, el territorio y la velocidad de la transformación. Frente a los ojos de un observador externo sería una mancha borrosa. Si Biden quiere, al menos, reducir en un 50% las emisiones en 2030, debe cerrar 200 plantas de carbón, todos los nuevos edificios tienen que estar calentados por electricidad en vez de gas y los productores de gas y petróleo deben reducir en un 60% sus emisiones de metano, un potente fluido que atrapa el calor. Estos son solamente unos de esos pocos cambios. El presidente tiene a su favor algo del viento que mece el trigo. “No está sometido a los condicionantes que tenía Trump de una base en Estados de la América profunda, donde el fracking representa una parte imprescindible de la economía local”, analiza Alberto Martín, socio responsable de Energía de KPMG en España. Aunque, como hemos visto, tampoco la independencia es absoluta, habrá que prestar atención al compromiso (o no) de todas esas ciudades de herrumbre engendradas alrededor del automóvil, la construcción y lo siderúrgico. Industrias contaminantes. Porque Biden ha prometido revertir unas 100 leyes redactadas por Trump que perjudicaban el medio ambiente. Pero solo derogar esta inmensa normativa puede consumir años.

Da igual. Esta es la Luna de nuestra década. Quizá también de las venideras. El presidente estadounidense ya ha cambiado parte del relato. La emergencia climática es un asunto de seguridad nacional. Esto revela de qué escribimos. Ciertos aires se mueven. La Administración de Biden ha aprobado el mayor parque eólico offshore (en el mar) de la historia del país. Unas 84 turbinas instaladas en la costa de Martha’s Vineyard en Massachusetts. Generarán 800 megavatios y crearán unos 3.600 puestos de trabajo. Al final de la década esta energía debe proponer 77.000 empleos directos. Aunque pise la dudosa luz del día. Pues en Estados republicanos como Texas —revela Juan Carlos Hernández, profesor de Derecho y Relaciones Internacionales de la Universidad de Navarra— están restringiendo todo lo relacionado con las renovables porque las acusan del apagón que sufrieron en febrero. Además, algunos ayuntamientos de Indiana replican la misma política. Al fondo, luchan, en el campo de batalla, las “dos almas” de Estados Unidos.

Inversiones

Sin embargo, al igual que una bisectriz, estas “dos almas” deberán encontrarse en un punto. Sería justo que fuera en la ayuda a los países menos contaminantes. Estados Unidos se comprometió hace años a “efectuar transferencias a estas naciones”, recalca el docente. El país podría influir, por ejemplo, en México para dar luz verde a proyectos de energías limpias y la inversión privada norteamericana puede animar a la India a que abandone el carbón por las renovables.

La emergencia climática viaja por el globo, la recubre con su atmósfera de peligro. Entre el 1 y el 12 de noviembre, la ciudad escocesa de Glasgow alberga la cumbre climática mundial (Cop26). Quizá la última gran oportunidad —”reducir las emisiones de gases de efecto invernadero un 55% en comparación a los niveles de 1990 pensando en finales de la década”, resume Stephen Freedman, de Pictet AM— del levantamiento verde. Aparecen aspectos innegociables. Por ejemplo, “la alineación de los flujos económicos y el cambio climático”, apunta Lara Lázaro, investigadora del Real Instituto Elcano. De los famosos 750.000 millones de euros de los fondos europeos de Nueva Generación, el 37% debe ir a la transición verde. En 2050 urge alcanzar la neutralidad climática. El Tribunal Constitucional de Alemania —un país que aún tiene centrales de carbón abiertas— adelantó esa fecha a 2045. Lo firmó pensando en la amenaza a las generaciones jóvenes. “La oportunidad resulta histórica, no podemos dejarla escapar”, repiten los expertos. “España, que ha presentado su Plan Verde, puede ser el gran aliado de América Latina en la transición”, sostiene Lara Lázaro. Energía pero también geopolítica. Y los chicos —­recuerda la analista— desprenden un brillo dorado. La PreCop, celebrada en Italia, ha evidenciado ese empuje juvenil. Quieren heredar un planeta habitable. Sin embargo, para cumplir el Acuerdo de París, “al menos el 65% de las empresas debe estar alineado con él”, anticipa Pepa Chiarri. Y no solo las compañías, también los ciudadanos. “Soy optimista, vamos a cumplir lo acordado. Hemos puesto el listón muy alto y lo estamos alcanzando. Si en diciembre del año pasado alguien nos hubiera dicho que íbamos a estar donde nos encontramos ahora, nadie lo hubiera creído”, observa Fernando Valladares, investigador del Museo de Ciencias Naturales de Madrid.

Esta esperanzadora transformación tiene un coste. ¿Quién debe pagarlo dentro del país? ¿Qué naciones tienen que enfrentar una mayor factura? La política climática debe promover la igualdad social, no la inequidad. Los chalecos amarillos —gilets jaunes—franceses son un ejemplo de los problemas de convivencia que acarrea una mala distribución. El Gobierno galo acertó al introducir un precio al carbono en el transporte en 2018. Pero no estableció medidas compensatorias. La subida del diésel y el queroseno se trasladó con dureza a las familias que vivían en las afueras de las ciudades francesas, justo las que menos contaminaban y más sufrían el estancamiento de los salarios. “La solución pasa por establecer políticas redistributivas, por ejemplo, lo recaudado por estos combustibles fósiles se podría destinar a ayudar a estas poblaciones más vulnerables”, propone Marie Vandendriessche, investigadora sénior del Centro de Economía Global y Geopolítica de Esade (EsadeGeo). Un impuesto al carbono puede, también, tener este efecto. Porque dar un paso en falso es abrir los cielos a los populistas. Resultaría sencillo y demagógico argumentar que las élites están legislando pero el precio lo pagan los ciudadanos de a pie.

Empezar por abajo

Tal vez en este Viejo Continente la verdadera fragilidad de la que hablaba hace 56 años Adlai Stevenson se refiera a lo pequeño. “El reto anda en las pymes”, admite Roberto Ruiz-Scholtes, director de estrategia de UBS. “Porque la regulación y los mercados están haciendo una pinza sobre las cotizadas para que cumplan”. La Unión Europea ha lanzado hace unas semanas su directiva sobre la presentación de informes de sostenibilidad de las empresas (CSRD). Resulta ambiciosa. Afectará —entre 2022 y 2023— a unas 50.000 firmas europeas. El Excel es claro. Deben informar, entre otros muchos aspectos, de qué porcentaje de sus actividades tiene esa repercusión verde. Pero atañe solo a las compañías de más de 40 millones de euros de facturación, por encima de 250 empleados o que gestionen, al menos, 20 millones en activos. En España, donde el tejido son pymes, y bastantes industriales, la red se antoja demasiado ancha para capturar los datos y las obligaciones. Se escapan. Sin embargo, hay que embarcarlas, como Noé, en esta arca espacial donde nos jugamos el futuro de nuestra especie.

Activismo ecológico: entre los datos y las dudas

El cantante recientemente desa­parecido Franco Battiato escribió un bellísimo verso que recita: “Conozco las leyes del mundo, y te las regalo todas”. El gran presente de nuestra era es la ecología. La WWF habla de cómo se vive un “despertar ecológico”, sobre todo en las naciones emergentes. El activismo digital ha generado un aumento del 65% de la cita “naturaleza” en Twitter. Y las menciones sobre biodiversidad crecieron de 30 a 50 millones en los últimos cuatro años. También Google ha contabilizado esta mayor popularidad en las búsquedas relacionadas con este tema. Solo en la India ha aumentado el 190%. Esta álgebra se traslada a lo tangible. “Las empresas son cada vez más sensibles a estos asuntos, ya sea por los riesgos ante los consumidores o de reputación”, confirma Enrique Segovia, director de conservación de WWF. Y añade: “Esta sensibilidad es mucho más profunda en aquellas compañías —por ejemplo, de alimentación— cuya actividad depende de unos recursos finitos”. Pero los regalos también se devuelven. Porque, a veces, se perciben como interesados. “Las grandes empresas prometen mucho, sin embargo, lanzan planes climáticos que resultan vagos y que apenas les compromete a cambiar nada. No solo está en auge el activismo, también la opinión pública tiene cada vez más claro que son falsas promesas para seguir contaminando. Es una lucha dura, porque las contradicciones resultan cada vez más claras”, denuncia Henk Hobbelink, coordinador de la ONG española Grain. Regalar las leyes del mundo exige sinceridad.

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