La cocina de la normalidad
Antes la pandemia todos querían ser vanguardia sin saber bien en qué consistía eso
Imposible olvidar el menú degustación más disparatado que he vivido. Se extendía en treinta entregas y cuatro horas largas, marcadas por las interrupciones de un servicio más voluntarioso que entrenado, empeñado en dar explicaciones que nadie había pedido y a casi nadie interesaban: los recuerdos de la niñez del jefe de cocina, las quince variantes de la salsa que servían, la preparación de algún plato ante la mesa, interrumpiendo de paso las conversaciones, –¿quién dijo que la dignificación y puesta en valor del profesional de sala se asienta en la suplantación del trabajo que corresponde a u...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Imposible olvidar el menú degustación más disparatado que he vivido. Se extendía en treinta entregas y cuatro horas largas, marcadas por las interrupciones de un servicio más voluntarioso que entrenado, empeñado en dar explicaciones que nadie había pedido y a casi nadie interesaban: los recuerdos de la niñez del jefe de cocina, las quince variantes de la salsa que servían, la preparación de algún plato ante la mesa, interrumpiendo de paso las conversaciones, –¿quién dijo que la dignificación y puesta en valor del profesional de sala se asienta en la suplantación del trabajo que corresponde a un cocinero formado y entrenado?– y las eternas explicaciones del sumiller, llevando el servicio de las veinticinco copas de vino del menú a los alrededores de una sesión de tortura. No había muchas mesas ocupadas. Era mediodía, aquel restaurante trabajaba casi exclusivamente para turistas y solo cabían dos alternativas: hacer turismo o dedicar al almuerzo una parte de la mañana y la mitad de la tarde. Miré a los otros comensales y sentí que compartíamos idéntico sueño: un acontecimiento, el que fuera, lo que incluía alguna una catástrofe menor, que obligara a escapar corriendo del restaurante.
Eran los tiempos anteriores a la covid-19, cuando todos querían ser vanguardia, sin saber bien en qué consistía eso. Soñaban con ser Adrià y repetir el prodigio de El Bulli, su mítico restaurante cerrado hace casi diez años, sin entender que la tarea de alcanzar la grandeza consiste por encima de todo en trabajar, investigar, reflexionar, asumir unos cuantos compromisos reales y muchísimos riesgos. En sí mismas, las propuestas interminables nacidas de la ansiedad por ocupar el lugar de Adrià, se antojaban menos capaces de transportar aquellos restaurantes a la eternidad que de llevar por el mismo camino a sus comensales. Los últimos menús de El Bulli se concretaban en 40 entregas –una sucesión de juegos que daban para dos bocados–, duraban dos horas y media y no incluían maridajes. Unos años después, algún cocinero latinoamericano intentaba imitar la experiencia en sus comedores con resultados muy diferentes: casi el doble de tiempo para la tercera parte de platos y el triple de comida. Importaba más la aparatosidad de las cifras que el contenido. De la innovación, el riesgo, la técnica y la cordura, mejor no hablar.
Rotas las dinámicas crecidas alrededor de El Bulli y los Adrià, las cocinas de vanguardia han quedado reducidas a un puñado de profesionales y restaurantes: Diverxo en Madrid, Disfrutar en Barcelona, Mugaritz en Rentería, Boragó en Santiago de Chile, y muy poco más. Los hay que cuelgan la etiqueta junto al nombre de su cocina, pero el adjetivo no hace al chef y mucho menos asegura el resultado: vanguardia es ante todo innovación, experimentación, desarrollo de nuevas técnicas y sobre todo mucho riesgo. Lo contrario de lo que hacen quienes convierten su puesto ante los fogones en la mesa de un funcionario, mientras consagran sus menús degustación como un monumento a la rutina.
La alta cocina vivió la era previa a la pandemia encelada en dos procesos paralelos, la entronización del menú degustación como opción única y el languidecimiento de las vanguardias culinarias que justificaron su explosión. El Covid-19 trae la vuelta de la carta y el final de un ciclo que pone la lucha por la supervivencia por encima de cualquier otra consideración. El reto está en una pelea por la normalidad en la que el nombre del restaurante y el del cocinero no importan tanto como el contenido, el carácter y el alcance de las propuestas. Cada vez queda menos sitio para quienes sueñan con hacerse notar. El culto al nombre que tantos réditos ha ofrecido está dejando de ser un salvoconducto. Poco importa quien seas, el alcance de tu fama y cuáles fueron tus logros si no eres capaz de entender los cambios del mercado, adaptarte a ellos y sobrevivir: subsistir para permanecer y luego poder avanzar. La cocina se demuestra hoy más que nunca como una disciplina en movimiento; todo se mueve en el sector, las cocinas, los conceptos y los modelos de negocio. La voracidad de la crisis tiene sus víctimas preferidas entre quienes los que se quedan quietos; quien no se mueve, desaparece de la foto.