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Madrid, paseo de los horrores

Si recorrer la urbe ha sido fuente de asombro y exploración de lo maravilloso, si por la ciudad camina un día Rosalía y otro 700 neonazis, ahora el tránsito provoca más bien desánimo y cabreo

Madrid está para caminarlo. No solo las conocidas calles del centro, las que salen en el Monopoly —y que algunos creen que son el Monopoly—, donde se apelotonan los hitos históricos, arquitectónicos, institucionales y los turistas, los cientos de turistas, los miles de turistas queriendo hacer turismo y llevarse un pedazo falsificado de la ciudad; sino también los más desconocidos distritos periféricos d...

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Madrid está para caminarlo. No solo las conocidas calles del centro, las que salen en el Monopoly —y que algunos creen que son el Monopoly—, donde se apelotonan los hitos históricos, arquitectónicos, institucionales y los turistas, los cientos de turistas, los miles de turistas queriendo hacer turismo y llevarse un pedazo falsificado de la ciudad; sino también los más desconocidos distritos periféricos donde se amontonan cientos de miles de madrileños viviendo sus madrileñas vidas muy madrileñamente. Aunque tu llegas allí y uno te pregunta: ¿vienes de Madrid? Como si fuera otro mundo.

Viví tres años y pico donde el Senado, qué recuerdos —borrosos pero intensos, algo sórdidos—, en un extraño remanso de paz que, curiosamente, estaba a escasos tres minutos del bullicio de Callao, y me daba la impresión, como tanto se critica a los capitolinos, de que no había nada fuera de aquel puñado de calles, ni las noticias políticas, ni las encuestas callejeras de los programas de televisión, ni las grandes manifestaciones, ni la boda de los príncipes, ni los dramas de los personajes protagonistas del cine español.

Sentí una especie de agobio solipsista y me puse a pasear por los barrios ricos del norte, donde no saben lo que es un vertederito urbano (Mauro Entrialgo llama almeideros a esas montañas silvestres de basura); también por los barrios obreros del sur donde queda gente de verdad en bares de verdad, olvidados, para bien y para mal, por el turismo y las autoridades, aunque ahora quieran convertir también el Chinatown de Usera en una fuente de rentabilidad, porque descentralizar también puede implicar ingresar, que es de lo que se trata.

Madrid está para andarlo, por eso Rosalía se da un baño de masas, haciendo de monja por Gran Vía. Por eso hace un par de findes 700 neonazis se pasearon como si tal cosa por el centro, pidiendo un taxi, llenando las grandes avenidas del olor del sobaco fascista. Juan Cavestany se ha dado un paseo por Madrid y ha hecho Madrid, ext, una peli que le gusta a todo el mundo. Adriana Herreros ha sacado un librito sobre caminar, Andar por andar (Debate), que se viene a unir a la gran producción literaria-andarina de los últimos tiempos, porque hay una sociedad secreta de gente buena que camina, por el puro gusto de caminar o porque ya no puede más con la vida.

El Grupo Surrealista de Madrid organiza durante noviembre unas jornadas sobre “la ciudad insurrecta” bajo el hermoso lema de “No nos vamos” (ojalá). Cuando se dice surrealismo la gente piensa en los cuadros de Dalí, en alguna peli de Buñuel, en algún libro de Breton. Pero el surrealismo no es algo enterrado hace décadas en libros y museos, sino una práctica viva, de modo que estos surrealistas son unos revolucionarios poéticos, inasequibles al desaliento, frecuentadores de librerías y tabernas de Lavapiés, que encuentran en el paseo el placer del encuentro fortuito y el descubrimiento de lo maravilloso y que también beben del caminar psicogeográfico de los situacionistas franceses.

Hubo y habrá en las jornadas (en las librerías antagonistas Enclave, Traficantes de Sueños y Fundación Anselmo Lorenzo) estudiosos de los descampados y exploradores del Madrid más weird, poesía y magia cotidiana, investigaciones sobre el inconsciente de la ciudad, juegos y derivas urbanas. A mí me invitaron (gracias) a hablar de los horrores de la urbe y hablé de cómo el paseo, que, en efecto, puede conceptualizarse como una exploración fantástica, acaba en esta ciudad convirtiéndose más bien en un pasaje del terror.

De cómo el paseante, en vez de abandonarse a la aventura, se va cabreando al transitar las calles céntricas donde no se puede caminar, porque las masas no vienen a vivir sino a deambular, mientras campa el cosmopaletismo y la urbanalización (visitas bailadas, gofres con forma de polla, celdas con café de especialidad, las pelucas navideñas, que ya llegan) y unas minorías inversoras de la industria turística y hostelera, buitres y vampiros, con la connivencia de las autoridades, utilizan la ciudad, hogar del vecindario, lugar de nuestras vidas, cuna de nuestras hijas, como un mero instrumento para el beneficio, arrasando con las viviendas, con las tiendas, con los bares, con cualquier resquicio de vida ciudadana. ¿Dónde van a suceder las novelas y películas urbanas del futuro?

Borrachos de pecho al viento gritando desde los balcones, el bloque amenazado de desahucio que cuelga sus pancartas, la tostada a nueve euros, la legión de personas sin hogar, el tuk tuk que se detiene para que los turistas me hagan fotos mientras compro mandarinas, los anuncios de la Fórmula 1 por venir: el caminar ciberpunk entre las ruinas.

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