Entre el juego y el miedo
El fotógrafo Javier Campano retrató cómo cambiaba la periferia de Madrid a finales de los setenta, pero cada uno tiene una historia particular de su barrio, de su descampado, de su ciudad.
Desde el balcón de la casa de mi infancia veía una montaña nevada. O eso me parecía. No estaba siempre cubierta de nieve, claro. La ladera amanecía blanca ese día o días (muy pocos, pero alguno) que nevaba en la capital cada invierno, ahora ya no pasa (Filomena aparte). La miraba con deseo, el de salir a jugar en ella. Tenía una pendiente perfecta para deslizarse, algo que hoy sería imposible: no nieva y ese lugar ya no existe. Bueno, sí existe, pero en el descampado en cuesta que había en la confluencia de las calles de Rafaela Ybarra y Dolores Barranco hoy se erigen la Junta Municipal...
Desde el balcón de la casa de mi infancia veía una montaña nevada. O eso me parecía. No estaba siempre cubierta de nieve, claro. La ladera amanecía blanca ese día o días (muy pocos, pero alguno) que nevaba en la capital cada invierno, ahora ya no pasa (Filomena aparte). La miraba con deseo, el de salir a jugar en ella. Tenía una pendiente perfecta para deslizarse, algo que hoy sería imposible: no nieva y ese lugar ya no existe. Bueno, sí existe, pero en el descampado en cuesta que había en la confluencia de las calles de Rafaela Ybarra y Dolores Barranco hoy se erigen la Junta Municipal de Usera, la biblioteca José Hierro y un centro de salud.
Mi montaña era un descampao (¿quién dice descampado?) en una ciudad en la que los había por doquier, sobre todo fuera de la frontera que entonces y ahora supone la M-30. Javier Campano los fotografió como se puede ver hasta el domingo en la exposición Barrios. 1976-1980 en el complejo El Águila. Un retrato de la periferia de la capital durante la linde entre la dictadura y la democracia. Unos setenteros Chamartín, Hortaleza, Orcasitas, Barrio del Pilar... protagonizan una muestra que a muchos les resultará familiar. No hace tanto de aquello y a la vez parece otro mundo.
Un mundo en que los niños construían sus mundos en la calle, en estos solares, campos de juegos, cuando no lo eran solo de fútbol. Le contaba Manuel Vicent a José Luis Sastre este verano en Hoy por hoy de la Cadena SER que uno de los momentos en la vida en los que te sientes con poder es cuando eres niño y tienes un balón de cuero. Se marcaban las porterías y ¡a jugar! El dueño de la pelota era el dueño de todo; cuando él se marchaba, se acababa el partido. Cuéntame abarcó un periodo más extenso que el que muestran las fotografías de Campano y San Genaro también tuvo su descampado, con camión abandonado incluido, la felicidad de Carlitos Alcántara y sus amigos del barrio.
“No aparcar solar niños”, dice una de las pintadas que captó con su cámara Campano. Los niños habitaban los descampados, también vehículos abandonados, animales, basura dejada por algún incívico, colchones..., de vez en cuando aparecía el suelo negro, restos de algún fuego, ¿qué habría ocurrido allí? Después de la lluvia, barrizales. Lo muestra el fotógrafo en sus instantáneas protagonizadas por los contrastes. Las diferencias entre esos páramos y los rascacielos que se estaban construyendo en esos barrios. Obvio que los bloques de viviendas no eran rascacielos, esos llegaron a Madrid mucho después. Pero hablamos de una ciudad donde La Paz era un edificio altísimo del final de La Castellana. No hace tanto y, lo dicho, visto desde las Cuatro Torres parece otro mundo.
Con el tiempo, los descampados fueron tomando otro cariz, se convirtieron en objeto de reivindicación, protagonizaron luchas vecinales como la que reclamaba equipamientos públicos en la vaguada del Barrio del Pilar y que acabó siendo La Vaguada. Más tarde eran lugares peligrosos, a evitar, “llenos de vidrios rotos, restos de papel de aluminio, jeringuillas y materiales de construcción inservibles”, los describe a la perfección Alana S. Portero en La mala costumbre. Podría ser su San Blas o mi Usera. Quien lo vivió, lo sabe. En un descampado madrileño vejaron, violaron y asesinaron con saña a Sandra Palo y ya era el siglo XXI. La generación que crecimos con su nombre y el de Míriam, Toñi y Desirée presentes olvidamos durante un tiempo que esos peligrosos descampados habían sido nuestras montañas nevadas.
Hay un autobús que une la exposición de Campano, su Madrid, con la Junta Municipal de Usera, mi montaña: el 47. El mismo número que protagoniza El 47, la película que se estrena este viernes, con Eduard Fernández como actor principal, el intérprete del momento (siempre es su momento). Su Marco se acaba de presentar en el festival de Venecia y ha sido preseleccionada para los Oscar. El 47 transcurre en Barcelona, es la historia y la reivindicación del barrio de Torre Baró, una historia que podía haber documentado Javier Campano porque se podía haber dado en ese Madrid que retrató. En esos barrios que entonces y ahora reclaman los vecinos.
“Necesitamos viviendas dignas, ¡¡pero accesibles!!”, decía una pintada de 1979 en Hortaleza. Quién no la firmaría hoy.
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