Sobre El Madrileño y lo madrileño
Apenas hay nada típico de la capital pero, desde que C. Tangana lo supo identificar y reivindicar, un montón de publicistas se han ido subiendo al carro y Madrid ya no es una ciudad, es una marca
Decía El Madrileño que es difícil reivindicar Madrid. Y puede que tuviera razón. Cuando C. Tangana buscó el imaginario que acompañó al disco que lo hizo explotar (qué maravilla conceptual y musical, aquello) comentó que le llevó tiempo encontrar el universo de lo típicamente madrileño. De lo cañí. Pero el caso es que cuando lo consiguió, hubo un montón ...
Decía El Madrileño que es difícil reivindicar Madrid. Y puede que tuviera razón. Cuando C. Tangana buscó el imaginario que acompañó al disco que lo hizo explotar (qué maravilla conceptual y musical, aquello) comentó que le llevó tiempo encontrar el universo de lo típicamente madrileño. De lo cañí. Pero el caso es que cuando lo consiguió, hubo un montón de publicistas y expertos en marketing dispuestos a subirse al carro. Fue el pistoletazo de salida de una moda que no parece tener fin. Es lo que tiene Madrid, que apenas hay nada de aquí, pero cuando alguien lo encuentra, rápidamente se empaqueta, se patenta y se vende.
En los últimos años, desde que Tangana sacara su disco, la ciudad se ha llenado de restaurantes que despachan bocadillos de calamares en pan bao y patatas bravas deconstruidas. Se promocionan como desenfadados y canallitas, reivindicando las sobremesas (como concepto utópico, pues hay que rentabilizar la inversión con dos turnos de comidas). Neotabernas los llaman. Baretos. Castizos. Esta tendencia también se ha trasladado a la noche. Repasar los nombres de los garitos de la capital es inquietantemente similar a pasar lista en el autobús del Imserso, con nombres como Puri, Ciriaco o Paqui como máximo estandarte de la modernidad.
La relevancia que ha tenido Tangana es innegable, recuperando en sus vídeos iconos de la ciudad como Casa Lhardy, Casa Carvajal o el entero skyline madrileño, desde el Edificio España a las (antiguas) Torres Colón. Ha reconciliado esta ciudad con su imagen y ha dejado una pelota botando, que han recogido los hosteleros para sacar tajada. La identidad de una ciudad nace de sus ciudadanos, de sus artistas, de su historia, pero también de las instituciones. Y estas parecen estar centradas en vaciar la ciudad de contenido y alma.
No hay más que ver los bochornosos vídeos promocionales de la Comunidad, que anuncian una ciudad anónima llena de rooftops, centros comerciales y campos de golf. Que lo mismo vale eso para promocionar Madrid que para Dubai, San Francisco o Málaga. Ayuso, con menos gracia, pero más chulería que Tangana, reivindica el “vivir a la madrileña” como sinónimo de trabajar mucho e irte de cañas al terminar, supongo que para marinar tus problemas en alcohol y anestesiar ese ruido sordo que te dice que la vida debería ser algo más. Quién quiere reivindicar el cocido pudiendo destacar esto.
El Ayuntamiento, por su parte, se deja miles de euros en emular mascletás valencianas y San Patricios irlandeses mientras ahoga y silencia las fiestas de los barrios. Los gobernantes de esta ciudad están más preocupados por hablar de España (¿qué es Madrid, sino España dentro de España?) que de gestionar los problemas de los madrileños. La mejor forma de esconderlos ha sido impulsar una especie de nacionalismo madrileño, algo bastante sorprendente en una ciudad como esta, donde uno de cada dos habitantes ha nacido fuera. Así se silencia cualquier crítica a la ciudad entre acusaciones de madrileñofobia y eslóganes facilones. Madrid mola. Madrid me mata. Madrid está en el mejor momento de su historia.
El caso es que Madrid no puede dejar de hablar de sí misma. Especialmente para vender cervezas, vermús y gildas. Para promocionar no sabe muy bien el qué. Porque no se vende tanto un modelo de ciudad, como una marca. Cuando te acercas a ella en coche, en los márgenes de la carretera, ves su nombre escrito más en las vallas publicitarias que en las señales de tráfico que te indican a dónde vas. Madrid no es un destino, es un reclamo publicitario.
Esto también se ha trasladado a las redes sociales. Allí arrasa el pichicore, como explicaba mi compañera Raquel Peláez. Es esa reivindicación de lo chulapo, ese convertir las parpusas y los claveles no tanto en disfraz como en uniforme estival. Este auge tiene que ver con la necesidad de cuquificarlo todo, de convertir la ciudad en contenido. De alimentar el feed de Instagram y, de paso, si eres influencer, mendigar una colaboración a las marcas, que saben que lo pichi ya no castiga, lo pichi vende.
Una de las mejores cosas que tenía Madrid es que no se miraba mucho el ombligo. No era autoconsciente ni se tomaba demasiado en serio toda esta reivindicación folclórica y este volver a las raíces. El madrileño de a pie no sabe si las bravas son típicas de esta ciudad, solo le importa que estén buenas. No llora al ver la imagen de San Isidro, pero va de buen gusto a la pradera a tomarse unas cervezas en su honor. Pero en los últimos años parece que todo eso haya cambiado y que la ciudad esté descubriendo su identidad, inventándola a base de campañas de marketing y anuncios que romantizan la vida castiza.
Sin embargo, ese relato no encuentra reflejo en el día a día. Da la impresión de que Madrid últimamente es todo fachada, una identidad folclórica e impostada para vender la postal a los de fuera o a los que acaban de llegar. Los barrios son cada vez menos barrios, en sus bajos no hay mercerías sino Airbnbs. Las pescaderías se sustituyen por bares cañís de grupos de inversión, por tiendas con la palabra ‘Madrid’ bien grande. Los madrileños tenemos que alejarnos cada vez más de Madrid, una ciudad que nos expulsa para convertirse en una caricatura de sí misma, una parodia de lo castizo. Madrid, Madrid, Madrid, en el departamento de comunicación de las empresas hosteleras se piensa mucho en ti.
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