Café Pavón, hallazgos ‘art decó' con el desayuno
Dos expertos en patrimonio descubren los azulejos de impronta nazarí con que el arquitecto Teodoro Anasagasti mandó decorar el establecimiento madrileño hacia 1924
La mesa cuatro llevaba sus nombres. Por allí se dejaban caer cada mañana el arquitecto Álvaro Bonet, de 35 años, y el conservador Jorge Nicolás García, de 30, con el único objetivo de convertir sus desayunos en una celebración de la amistad. El Café Pavón alcanzaba en esas horas un ritmo frenético. Con la tostada aún en la boca, más de un cliente se apresuraba a recoger el cambio antes de gritar: “¡Hasta mañana!”....
La mesa cuatro llevaba sus nombres. Por allí se dejaban caer cada mañana el arquitecto Álvaro Bonet, de 35 años, y el conservador Jorge Nicolás García, de 30, con el único objetivo de convertir sus desayunos en una celebración de la amistad. El Café Pavón alcanzaba en esas horas un ritmo frenético. Con la tostada aún en la boca, más de un cliente se apresuraba a recoger el cambio antes de gritar: “¡Hasta mañana!”. Los dos expertos en patrimonio, sin embargo, invertían algo más de tiempo en apurar su primera comida del día. Tanto es así que, a fuerza de examinar la decoración del establecimiento, levantado en 1924 por Teodoro Anasagasti como parte del modernista teatro adyacente, repararon en el extraño relieve de una pared. Perplejos, hablaron con los camareros, que en seguida agarraron un estropajo metálico y rascaron ocho capas de pintura hasta vislumbrar tonos cerúleos que formaban una greca de estrellas.
Aquellos eran los restos de unos azulejos de Cuenca que revistieron el perímetro del local hasta bien entrados los sesenta. Unas baldosas con aristas, la versión moderna de esa cuerda seca que tanto gustaba en el Magreb. Recogiendo tal herencia, la decoración incorpora epigrafías nazaríes —“Solo Dios es vencedor”, puede leerse en la inscripción— y una amplia gama de azules mediterráneos. También ribetes metalizados, como los que enmarcan el escudo de Madrid que el maestro Antonio Palacios colocó en la bóveda del Metro de Tirso de Molina, a solo unos metros del café. “Ese tipo de pintura acababa de inventarse y se puso muy de moda”, explica Bonet, sentado en el mismo ángulo que le concedió su descubrimiento. Después vinieron dos meses de trabajo con químicos que disolvían la pintura y cepillos para retirarla. Así recuperaron dos metros de alicatado frente a la barra y otras pocas piezas bajo la escalera.
El resto se ha perdido, como pudo comprobar García, que dedicó a esta empresa las mañanas del lunes al viernes. “Igual que esos arqueólogos de las películas que clavan el pico y se cargan la primera vasija, los camareros habían abrasado sin querer el alicatado”, rememora junto a su obra, meticulosa labor mediante la cual puso en práctica sus conocimientos en conservación, aprendidos entre la facultad de Bellas Artes de Granada y un máster de museos en Madrid. El café permaneció abierto mientras él trabajaba, una demostración en directo a la que los clientes tardaron en acostumbrarse. Algunos se limitaban a observarle, aunque los más curiosos le abordaban con fotos y diversidad de preguntas. Esto le permitió conocer el anecdotario de quienes habían frecuentado el establicimiento durante la posguerra.
El público del antiguo teatro, que pasó a ser un cine en 1953, compraba entonces sus palomitas en la cafetería. El paso de un establecimiento a otro se interrumpió de manera definitiva en 1966, cuando los propietarios dividieron el inmueble en dos y lo alquilaron por separado. Esta partición explica que en 2000 la Empresa Municipal de la Vivienda y Suelo (EMVS) se limitara a rehabilitar la fachada art decó y los interiores del cine, consagrado de nuevo a las artes vivas, pasando por alto en el café un falso techo que escondía artesonados de escayola, hallados años después. Ha quedadon en el olvido aquel mosaico Nolla de los suelos, que a principios del siglo pasado debió conferir al Pavón una prestancia propia de las grandes capitales europeas. Un fugaz plano secuencia en Los peces rojos (1955), película de José Antonio Nieves, inmortalizó la disposición de estos elementos.
Bonet trata de encontrarle un sentido histórico a las muchas agresiones que ha sufrido el edificio: “Los cafés de Madrid murieron con la limitación al derecho de reunión que se estableció en la posguerra. La estética modernista se mantuvo vigente en la ciudad hasta esa misma época, no fue tanto una decisión estética como pura necesidad, faltaban materiales para los mantenimientos y había menos medios. Parejo a ello se produjo un evidente cambio de gusto”. De ahí que el Real Cinema, piedra Rosetta de Anasagasti, experimentara numerosas transformaciones a lo largo de las décadas, razón por la cual el año pasado se permitió su derribo, pese a que los cines anteriores a 1936 deben quedar protegidos de forma cautelar, al amparo de la ley regional del patrimonio. Anasagasti formó parte en 1925 de la comisión de arquitectos que asesoró al Ministerio de Cultura sobre el futuro de un ruinoso Teatro Real. Junto a Antonio Palacios, pidió por escrito que los conservadores le devolvieran el lustre. Su legado, en cambio, no ha corrido la misma suerte.
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