Las cosas vistas desde lejos

Las ciudades se ven muy distintas desde largas distancias y grandes tiempos

Vacas en una explotación ganadera asturiana.EUROPA PRESS

En mi Asturias natal se ven cosas inconcebibles. Por ejemplo, vacas. Están tiradas por ahí, por los montes, tumbadas sobre el verde eléctrico. Están rumiando la hierba, quién fuera rumiante, y mirando los coches pasar y las nubes fluir lentamente por el cielo: el Netflix de las vacas. Dice mi madre que las vacas asturianas tienen los ojos de Sofía Loren, y es verdad, sobre todo las del Puerto de San Isidro. Desde allí, Madrid parece un lugar muy lejano (y lo es), un sitio caliente, recalentado, a punto de explotar, una olla exprés de virus y hormigón.

Es extraño cómo cambian las cosas, ...

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En mi Asturias natal se ven cosas inconcebibles. Por ejemplo, vacas. Están tiradas por ahí, por los montes, tumbadas sobre el verde eléctrico. Están rumiando la hierba, quién fuera rumiante, y mirando los coches pasar y las nubes fluir lentamente por el cielo: el Netflix de las vacas. Dice mi madre que las vacas asturianas tienen los ojos de Sofía Loren, y es verdad, sobre todo las del Puerto de San Isidro. Desde allí, Madrid parece un lugar muy lejano (y lo es), un sitio caliente, recalentado, a punto de explotar, una olla exprés de virus y hormigón.

Es extraño cómo cambian las cosas, las ciudades, vistas desde lejos: desde el borde del Sistema Solar todo el planeta Tierra es solo un “pálido punto azul”, como observó Carl Sagan. Recuerdo cómo veía yo Madrid cuando era guaje y vivía en la provincia. Madrid era el lugar donde llegaban las cosas que interesaban. Los cómics estadounidenses, las giras de las bandas, la gente de muchos colores. A Madrid uno lo imaginaba leyendo sobre Madrid, viendo sus calles en las películas, en los anuncios, en las noticias, en las encuestas callejeras, en las letras de algunas canciones, en las manifestaciones más gordas… ¡Madrid es donde se podía comer comida rápida! Ahora, con la globalización, la uniformización e Internet, todo es más igual y todo se puede ver, conseguir y comer en todas partes. Y tampoco, oigan, es que vivamos mejor.

En Asturias se puede vivir a temperaturas aceptables incluso en estas fechas, en Asturias está el mar y la montaña, y se come óptimo, sin necesidad de aspavientos, pijerías y neologismos. Madrid, desde fuera, se ve como un concepto, como un centro neurálgico, como el Gobierno. Como un sitio al que la gente va y viene a hacer cosas, cruzando la cordillera, gestiones, juergas, negocios, como si fueran indianos, sobre todo los jóvenes, que emigran en masa desde hace tiempo. Madrid es ese lugar donde te cruzas a los famosos en las aceras. Hay quien viene a comerse el mundo, pero acaba comiendo en la mesa del lado de alguien que se está comiendo el mundo.

Se me acabó Asturias y tuve que volver a Madrid. Cuando llegué a mi calle me topé con un señor tumbado en un banco público, cerca de mi portal, en la quietud de la sobremesa, echando una siesta mastodóntica, con media tripa fuera y una pierna en cada esquina de la rosa de los vientos. Daba envidia aquella siesta imperial. Un zapato se le había caído del pie, liberando al calcetín. Qué buen uso del espacio público.

No sé por qué asocié con fuerza a Madrid esa imagen del profesional de la siesta callejera. Me pareció que resumía la esencia de esta ciudad, o lo que yo, inconscientemente, pienso que debería ser esa esencia. Le sigo dando vueltas.

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