Esplín y financiación

Por extraño que parezca, el hastío ha sido un campo fecundo donde sembrar y recoger frutos de alto voltaje cultural. Nos aburrimos, luego existimos. Pero es también una cuestión de financiación

Charles Baudelaire, pintado por Gustave Courbet.

La pandemia ha aguzado las sensaciones de hastío y desasosiego. Llevamos demasiado tiempo sin saber qué pasará. El panorama es desalentador. Penuria económica, salud mental precaria, horizontes adelgazados y proyectos vitales al garete. Habría que situarse en periodos de guerra o de grandes crisis para encontrar un símil con lo que el psiquiatra ...

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La pandemia ha aguzado las sensaciones de hastío y desasosiego. Llevamos demasiado tiempo sin saber qué pasará. El panorama es desalentador. Penuria económica, salud mental precaria, horizontes adelgazados y proyectos vitales al garete. Habría que situarse en periodos de guerra o de grandes crisis para encontrar un símil con lo que el psiquiatra Francesc Tosquelles llamaba «la incertidumbre de lo inevitable». Esto es, saber que no nos espera nada bueno y al mismo tiempo no saber en qué grado nos afectará. El hueso de la pandemia es no poder escoger nada en ningún ámbito de la vida cotidiana. De carambola nos invade otra gran plaga, la del aburrimiento sideral.

Por extraño que parezca, el hastío ha sido un campo fecundo donde sembrar y recoger frutos de alto voltaje cultural. Mal orientado, el tedio lleva, según Blaise Pascal, a la desesperación, pero bien manejado se puede transformar en la base de operaciones para actuar. La duquesa de Rochefoucauld escribió que el tedio está en el origen del arte y de la ciencia, es el disparador de la evolución humana. Podría ser, visto así, que nos aburrimos, luego existimos. Pero si examinamos de cerca los casos más notables de tedio productivo, al final nos daremos cuenta de que se trata de un tema de financiación. El ennui francés, que se encuentra detrás de tanta y tan buena literatura, siempre ha sido un dispositivo subvencionado: por la familia, el Estado, mecenazgos, tanto da.

Recién dejamos atrás el año del 200 aniversario natalicio de Charles Baudelaire. Heredero temprano, despilfarrador, bohemio y profesionalmente hastiado, el padre de la modernidad literaria se aburrió como una ostra y se distrajo con el esplín. El romanticismo de principios del XIX ya usaba el término para poetizar la melancolía, esa especie de angustia que cuando se llama saudade se entiende mejor. Mezcla de soledad sentida y gustosa, de hipocondría llevadera y un desánimo adictivo, la melancolía ha dado pie a obras de profundo calado literario. Pero volvamos al esplín y a la financiación.

Baudelaire elevó el desencanto a la categoría de estado visionario y activo. En inglés esplín significa bazo. Según la teoría griega de los humores, el bazo producía la bilis negra, veneno que invadía el cuerpo, propiciaba estados terribles de melancolía sedentaria y, según cómo, propensos a la ira y el odio. Y si bien de la ira se dice que es ciega, no deja de ser verdad que el desencanto limpia los ojos. Baudelaire convirtió el esplín en un detergente cerebral orientado a desenmascarar la putrefacción moral —pero también la belleza espectral de los ángulos muertos— de lo urbano. Se sirvió del tedio para burlarse de la hipocresía mundana y al mismo tiempo lo convirtió en una pértiga para su deseo y su saciedad. Detrás de cada esquina acechaba el imprevisto anhelado, pero se producía una pequeña extinción personal cada vez que, de madrugada, aullaba entre los lobos solitarios que cazan por la ciudad. El caso es que Baudelaire se entregó al desencanto en vez de combatirlo, porque pudo.

Opio, burdeles, palizas y abrazos a los pedigüeños, días de asco y resaca, noches perdularias, odio al prójimo, sífilis e incomprensión de los coetáneos, Baudelaire tuvo dinero y contactos, quizás el aspecto menos moderno de su periplo renovador. El desencanto fructífero y el malditismo renuente necesitan de posibles si se quieren cultivar con temple. Para renovar temas y formas no es suficiente ser un trabajador incansable a la par que dandi. Baudelaire dilapidó la herencia paterna siendo muy joven, se codeó con puntas de lanza en palacetes y obtuvo acceso a todo cuanto vicio corría por París. El mismo año que le procesan por La flores del mal y le cae una multa de 300 francos —reducida a 50 por intervención de la emperatriz Eugenia de Montijo— el poeta del lado oscuro cobraba 1.500 francos de ayuda estatal a la creación literaria y el subsidio por enfermedad.

Martirio subvencionado, precio pagado y menosprecio recibido, desencanto, pareciera que hablamos de otro poeta, Leopoldo María Panero, otro hijo pródigo del cóctel entre dinero y riesgo personal, espiritual, físico y mental. Pero en realidad seguimos dando vueltas al tema del aburrimiento común, o de cómo se sacrifican algunos —los que pueden y gozan— en aras de dar testimonio, con su vida y obra, sobre lo que somos: criaturas acechadas por la desesperación paralizadora, real, la tristeza invalidante, el hastío, el miedo y la desgracia que nos lega la pandemia.

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