El veneno de la salamandra
Leyenda y realidad del elusivo anfibio amarillo y negro a partir de décadas de encuentros en paseos por Viladrau
Tengo desde niño una relación especial con las salamandras, probablemente las criaturas más elusivas y secretas del bosque, casi invisibles. Me parecen unos seres fascinantes y pese a que sean difíciles de ver, escondidas en sus crepusculares palacios de musgo junto al río, me he encontrado a menudo con ellas. Cuando doy con una, la cojo cuidadosamente y la pongo en la palma de la mano -lo que como veremos no se recomienda, aparte de que es ...
Tengo desde niño una relación especial con las salamandras, probablemente las criaturas más elusivas y secretas del bosque, casi invisibles. Me parecen unos seres fascinantes y pese a que sean difíciles de ver, escondidas en sus crepusculares palacios de musgo junto al río, me he encontrado a menudo con ellas. Cuando doy con una, la cojo cuidadosamente y la pongo en la palma de la mano -lo que como veremos no se recomienda, aparte de que es una especie protegida-, maravillándome con su llamativa combinación de negro y amarillo (coloración aposemática, de advertencia), el tacto gomoso de su piel y el misterio y la calidad simbólica que emanan de su pequeño cuerpo frío.
Son animales rodeados de leyenda. La más notable es la que los relaciona con el fuego y sostiene que son inmunes a las llamas, como el pyrausta, e incluso capaces de apagarlas. Ya Plinio el Viejo señaló esa mítica propiedad y se cuenta de gobernantes de la antigüedad (y el papa Alejandro III) que vestían túnicas pretendidamente ignífugas hechas de pieles de salamandra, lo que debía ser cosa de verse. Otro mito propagado por el autor romano es el relacionado con su veneno: se dice que si una salamandra te roza cualquier parte del cuerpo se te cae todo el pelo (“quacumque parte corporis humani contacta toti defluunt pili”, por ponernos estupendos); que, de tocar un árbol, provoca que los frutos se hagan tóxicos, y también que vuelve ponzoñosa el agua de un pozo si se mete dentro, lo que habría costado la muerte de la friolera de 4.000 soldados del ejército de Alejandro Magno. Son todo tonterías, claro; yo estaría calvo (y no es el caso), y precisamente una salamandra suele ser indicio de agua pura, fresca y oxigenada: generalmente paren sus larvas (la salamandra común, Salamandra salamandra, es ovovivípara) en corrientes muy limpias.
Los bestiarios medievales recogieron sobre todo la creencia de que las salamandras, descritas como lagartos mágicos (en realidad son anfibios urodelos, con cola, por oposición a los anuros, sapos y ranas, sin), eran espíritus del fuego, manifestaciones vivientes de este elemento; Leonardo da Vinci dio crédito a que se alimentaban del fuego y los alquimistas las hicieron símbolo del azufre incombustible. El rey Francisco I de Francia puso una rodeada de fuego en su escudo de armas con la divisa “Vivo en él y lo apago”, sin duda un lema más evocador en su hermetismo que “después de Dios, la casa de Quirós”. El personaje más famoso apodado Salamandra es probablemente el barón John Cutts, militar británico que se ganó convenientemente el sobrenombre por su frialdad bajo el fuego enemigo en el sitio de Namur (1695) y lo ratificó al frente de los guardias de Coldstream (!) ayudando a apagar el incendio de1698 en Whitehall.
Aparecen nuestros anfibios en numerosas obras de fantasía (en Fahrenheit 451, Ray Bradbury hizo que sus bomberos quemadores de libros lucieran como insignia en los uniformes una salamandra) y se las emplea habitualmente como poderosas metáforas literarias (i. e. Swift, Ode to a salamander). Javier Marías me regaló una vez un librito delicioso, Salamander, con una salamandra rodeada de fuego grabada en la cubierta, que es una antología de poetas uniformados, incluidos varios de la RAF, instalados en el Cairo durante la II Guerra Mundial y que formaron un amplio grupo cultural, la Salamander Society y publicaron una revista con el nombre del anfibio. También en canciones encontramos salamandras: Jethro Tull (por no hablar de Miguel Bosé) tiene una, Salamader, que resume parte de la impresión que provocan: “Nacida en la llama besada por el sol,/ ¿quién encendió tu lumbre? / Salamandra, quema por mí y yo arderé por ti… Salamander, burn for me and I’ll burn for you”.
Salir a buscar salamandras por Viladrau ha sido siempre uno de mis paseos favoritos. En primavera, como ahora, he encontrado muchas veces las larvas, que son acuáticas hasta que hacen la metamorfosis y se vuelven terrestres. En alguna ocasión las he rescatado de un charco, donde la madre las parió de urgencia, imagino que con prisas o sin la alternativa de encontrar una corriente de agua, y las he criado en un terrario hasta que se transformaron en bellísimas miniaturas de los adultos y las devolví al bosque. Las alimentaba con pequeños insectos, babosas o en su defecto trocitos de jamón que agitaba ante ellas pinchados en un palillo para reclamar su atención. Las larvas son feroces e incluso llegan a depredar a sus hermanas. No es raro que alguna pierda una extremidad, que regeneran.
Decía que salgo a pasear para buscar salamandras, pero es más que nada una forma de alejarme de todo y sumergirme en el bosque, donde me siento como en casa y a veces mejor. Leyendo estos días Biofilia, el precioso libro de memorias del gran biólogo Edward O. Wilson que acaba de publicar Errata Naturae y que es un canto al amor a la naturaleza (incluso a las serpientes venenosas), he encontrado que habla de sus propios paseos y reflexiona sobre su sentido, acuñando esa palabra del título, la “biofilia”: la predisposición a prestar atención, y estima, a la vida y a los procesos naturales. “¿Qué es lo que nos vincula tanto a los seres vivos?”, se pregunta el naturalista caminante, reconvertido en biólogo-poeta, y sugiere que es una tendencia innata que se manifiesta a partir de la infancia. Cuando paseamos inmersos en el medio natural, afinando los sentidos, atentos a cualquier ruido, olisqueando el aire, volvemos al mundo primigenio de nuestros orígenes, a la remota región de nuestros ancestros homínidos. “Permanecemos alerta y vivos en los bosques desaparecidos del mundo”, sintetiza Wilson.
Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con un capítulo, El lugar adecuado, que se abre con el dibujo de una salamandra. “El naturalista es un cazador civilizado. Va solo por el campo, por un prado o por un bosque, y cierra la mente a todo, salvo a ese momento concreto y ese lugar preciso, con el fin de que la vida alrededor impregne sus sentidos y los pequeños detalles adquieran un significado mayor (…). Sabe que no sabe lo que va a suceder”. Nunca había visto tan bien descrito lo que siento en mis paseos y que Wilson ejemplifica con sus salidas en Alabama en las que encontró salamandras pigmeas Desmognathus y descubrió que suben a los árboles. Yo no he descubierto nada (de momento, al tiempo). Pero repasando el enciclopédico volumen The genus Salamandra, apoteosis de la salamandrología moderna, de Seidel y Gerhardt (Chimaira, 2016) que adquirí recientemente en Oryx por una pasta (96 euros: los vale), me parece que gracias a la experiencia sobre el terreno de todos estos años lo he aprendido casi todo de las salamandras; incluso sé cómo sexarlas. Soy la única persona que conozco que le ha hecho una cesárea de urgencia con una navaja suiza a una atropellada salamandra grávida (y muy grave: muerta) y ha salvado a las larvas.
El veneno que exudan las salamandras, los alcaloides samandarina y samanderon, capaces de atacar el sistema nervioso, nunca me ha preocupado. Quizá sea inconsciencia, porque pueden provocar molestos efectos si tienes alguna pequeña herida en las manos o te tocas la boca o los ojos después de manipular al animal. A mí no me ha pasado.
La otra tarde, lluviosa, salí a dar un paseo de salamandras. Dejé atrás la Vila y tomé el camino del Castanyer de las Nou Branques, abandonándolo para internarme en el bosque. Seguí el curso del arroyo (mi Tinker Creek particular del Montseny) embriagándome de la verde y espesa vegetación que casi fosforecía en la hora bruja del crepúsculo. Mientras avanzaba à la Wilson (con un punto también de la melancólica euforia de El último mohicano), atento y encorvado, miraba a todos lados y escuchaba la voz indignada de los arrendajos. Encontré a la salamandra al pie de una pequeña cascada, en una playa minúscula junto a las raíces de un árbol. Gruesa, de cabeza ancha con las grandes glándulas parotoideas. Componía una S viva en el corazón del bosque. La cogí delicadamente y la puse en la palma de la mano donde se quedó mirándome con curiosidad, envuelta en su manto negroamarillo. Me asomé a sus ojos oscuros como un pozo de tinta de los que parecía brotar la noche que empezaba a cubrirnos. Solos ella y yo en una soledad sin tiempo, la mano me empezó a arder, y luego yo entero, mientras nos precipitábamos en el fulgor de todas las salamandras que encendían ya su fuego en las estrellas. Salamander, burn for me and I’ll burn for you...