Suprema política en el tribunal

Creer que algunos jueces en España actúan solo por criterios jurídicos se ha convertido en una cuestión de fe

Un grupo de magistrados, el pasado 5 de octubre en el acto de apertura del año judicial.J. J. Guillén (EFE / POOL)

Si uno se lo propone, puede tomarse perfectamente en serio que a Miguel Ángel Rodríguez le “entristece el cada vez más bajo nivel de la vida pública española”, como reza el lema que ha colocado el jefe (de gabinete) de Isabel Díaz Ayuso en el frontispicio de su cuenta de X. Solo hace falta proponérselo con ese fervor admirable con el que se lo propone buena parte de la cápsula mediática capitalina. Todo en esta vida requiere echarle un poco de fe, valiosa virtud cívica, amén de religiosa.

Si rebuscamos en nuestras reservas...

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Si uno se lo propone, puede tomarse perfectamente en serio que a Miguel Ángel Rodríguez le “entristece el cada vez más bajo nivel de la vida pública española”, como reza el lema que ha colocado el jefe (de gabinete) de Isabel Díaz Ayuso en el frontispicio de su cuenta de X. Solo hace falta proponérselo con ese fervor admirable con el que se lo propone buena parte de la cápsula mediática capitalina. Todo en esta vida requiere echarle un poco de fe, valiosa virtud cívica, amén de religiosa.

Si rebuscamos en nuestras reservas de fe, abrazaremos la convicción de que el novio de la presidenta madrileña es, como ella misma ha descrito, víctima de una vil operación de Estado. Una maniobra para destruir a un rival político que empezó el día que Hacienda, con su habitual suspicacia estalinista, sospechó que algo no encajaba en la declaración de un señor que, tras sextuplicar sus ingresos del año anterior, pretendía rebajar su contribución a la mitad. Una venganza que continuó con el despliegue de esa “inspección salvaje” para destruir a un “brillante empresario”, cuyo pecado es convivir con una combatiente antisanchista y tratar de escapar al infierno fiscal de este país para ahorrarse 350.000 euros desgravando gastos por 1,7 millones con unas cuantas facturillas un poco inventadas. Nada que no haya hecho cualquier sacrificado españolito.

La culminación de todo este abominable complot ha sido la actuación de la Fiscalía. Aunque aquí encontramos también un motivo de orgullo: vivimos en un país donde para proteger los secretos a voces de un comisionista y defraudador de Hacienda registramos hasta el último rincón del despacho y hurgamos en las comunicaciones privadas de una de las más altas autoridades del Estado. Y de ese modo perseguimos judicialmente una filtración filtrando las conversaciones personales del pretendido filtrador con colaboradores suyos ajenos a la investigación. Todo gracias a la pertinaz constancia indagatoria de un juez del Tribunal Supremo que ya presentaba la inigualable hoja de servicios de haber captado que el PP nunca se aprovechó de la trama Gürtel. Algunas mentes destrozadas por el wokismo quieren interpretar esto como una vendetta de togas más política que jurídica, en lugar de un acto de justicia para proteger a un ciudadano indefenso de un “daño reputacional”, según nos ilustra su señoría Ángel Hurtado.

Llegados a este punto, nuestra fe ha pasado las pruebas suficientes para convenir que en España no hay un solo juez que dicte resoluciones basadas en motivos ajenos a lo puramente técnico o jurídico. Interpretar como activismo político ciertos procedimientos contra independentistas o personas de izquierda solo puede obedecer al empeño en asesinar a Montesquieu. Nuestra justicia es, sin excepciones, ejemplar. Y el Supremo, su mirífica cúspide.

No podemos mancillar la justicia aireando sospechas infundadas. Sosteniendo que acechaba algún propósito malévolo detrás de las numerosas actuaciones judiciales sobre Podemos, todas fallidas tras años de instrucción. Cuando un juez porfiaba en escarbar sobre la financiación del partido pese a la comprobada falsedad de los informes o daba carta de naturaleza a chismorreos como que Irene Montero pagaba con dinero del Gobierno la niñera de sus hijos, solo cumplía con su deber.

Piensen en el ya exmagistrado de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón y las críticas que recibió por aquella excelsa jugada jurídica: en plena negociación de la amnistía en el Parlamento, sacó del congelador unas diligencias cuatro años paralizadas e imputó terrorismo a Carles Puigdemont porque en una manifestación que él apoyaba se murió de un infarto un ciudadano francés. Una filigrana luego coronada por la Sala Segunda del Supremo al corroborar que el “terrorismo no es, ni puede ser, un fenómeno estático”.

En esa misma Sala del alto tribunal debemos lamentar el cese del presidente, Manuel Marchena, a quien algunas de las más reputadas firmas de la capital han descrito como un incorruptible titán de la ciencia jurídica. En su haber se cuentan auténticas piezas de orfebrería, como dictaminar que los líderes independentistas se enriquecieron con el referéndum ilegal porque no lo pagaron de su bolsillo. De ese modo consiguió enmendar la plana al Congreso, donde pulula gente que se cree que por haber sido elegida por los ciudadanos puede elaborar leyes para que las apliquen quienes han tenido que sortear un examen opositor al alcance de muy pocos. A Marchena debemos también aquella sentencia que condenó y provocó la retirada de su escaño al diputado de Podemos Alberto Rodríguez por agredir a un policía, sin que constase parte alguno de lesiones ni más prueba que el testimonio dubitativo del propio agente.

El diccionario define la fe: “Creencia que se da a algo por la autoridad de quien lo dice o por la fama pública”. Es por eso por lo que creemos a Marchena, como debemos creer a Hurtado cuando concluye que ha “apuntalado” que el fiscal general filtró un documento sobre el novio de Ayuso y da por seguro que su oficina lo mandó a La Moncloa. Cierto que no acredita pruebas en qué basarlo. ¿Pero a quién vamos a creer, a Miguel Ángel Rodríguez y a un juez del Supremo o a nuestros propios ojos?

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