¿Un hombre, un país?
Yo creo que su única salida sería una entrada fuerte: proclamar que se queda para asegurar que lo que les ha pasado a él y a su señora —y a tantos otros— no pueda pasar más
Este lunes es un día especial, o debiera serlo. Este lunes se supone que España entera estará colgada del pincel esperando que un hombre diga algo. Para empezar, me pregunto —en serio me pregunto— cuántos de los 40 millones de españoles y españolas mayores y mayoras de alguna edad están realmente pendientes de la palabra de ese hombre. Me lo pregunto en serio: algunos vivimos en una burbuja en la que pensamos que todos siguen cada zozobra de la —así llamada— política, pero ...
Este lunes es un día especial, o debiera serlo. Este lunes se supone que España entera estará colgada del pincel esperando que un hombre diga algo. Para empezar, me pregunto —en serio me pregunto— cuántos de los 40 millones de españoles y españolas mayores y mayoras de alguna edad están realmente pendientes de la palabra de ese hombre. Me lo pregunto en serio: algunos vivimos en una burbuja en la que pensamos que todos siguen cada zozobra de la —así llamada— política, pero a menudo parece que una mayoría importante no las sigue.
En cualquier caso, este lunes es un día especial, o debiera serlo: un hombre va a decir si renuncia a su puesto de trabajo, un hombre va a decir si prefiere conservar el empleo más importante del país —¿después del Rey?— o prefiere conservar la tranquilidad de su familia. Hay algo raro en esa contradicción, pero hay algo todavía más raro en nuestra espera: aparece normal y, sin embargo, me parece cada vez más torcida. ¿No es profundamente erróneo que tantas cosas dependan, aparente o realmente, del humor de un señor? ¿No hay algo muy mal organizado en nuestro sistema político para que eso sea así? ¿No se supone que la democracia es el gobierno de las mayorías y que, para que esas mayorías de verdad gobiernen, no deberían estar subordinadas a los estados de ánimo de un cuarentón muy alto? ¿No habría que pensar maneras —sistemas— en los que lo que le pase a ese señor con su señora y sus insoportables enemigos no pueda cambiar la orientación, el rumbo político de un país? Que eso pueda pasar, ¿no es un fallo brutal?
Yo creo que sí, por supuesto, y me dejo de preguntas retóricas. Son preguntas para el largo plazo: cómo organizar una democracia que dependa menos de las figuras con sonrisa y, por lo tanto, no sea tan vulnerable a los ataques personales. Cómo pensar un mecanismo en que las ideas y los proyectos importen más que las caras y los eslóganes baratos.
Ya llegará, de a poco. Mientras tanto, nos queda este lunes primaveral, 29 de abril —que en Argentina, por aquellas cosas, es el Día del Animal—. Aquí no: este lunes es el Día de Sánchez. Que se enfrenta a las consecuencias poco halagüeñas de su propia decisión: o dice que sigue y queda como un caprichoso sin sustancia o dice que se baja y queda como un débil que pone a su país, decíamos, en un aprieto grave.
Yo creo que su única salida sería una entrada fuerte: proclamar que se queda para asegurar que lo que les ha pasado a él y a su señora —y a tantos otros— no pueda pasar más. Y que, para eso, lanzará una campaña seria y decidida, bien articulada, para sanear la justicia española. Eso sí le daría un sentido a su gambito: poner en marcha las medidas necesarias para impedir que su cuerpo rector siga siendo ilegal, para impedir que sus jueces puedan hacer lo que el Supremo les prohíbe, para impedir —en síntesis— que una panda de señores conservadores mantengan secuestrada la voluntad de la mayoría de los españoles.
Si lo hace, quizá todo esto habrá servido para algo. Si no, solo para demostrar el primer punto: que cuando el malestar de un hombre define el rumbo de un país, ese país debe cambiar de rumbo.