Cómo hablar del abuso sexual infantil y dejar de perpetuar la cultura del silencio
El abuso sexual infantil sigue siendo una realidad oculta, un tabú del que pocos quieren hablar. Las familias, las escuelas y la sociedad tienen una responsabilidad al respecto
El abuso sexual infantil (ASI) supone una herida profunda en el psiquismo y el cuerpo: quiebra la inocencia, altera el desarrollo evolutivo y produce daños invisibles pero duraderos. Sin embargo, a pesar de ser una problemática muy prevalente en la sociedad, sigue quedando oculta tras el tabú y los silencios y nos sigue resultando incómodo abordarla.
Según un reciente estudio del Ministerio de Juventud e Infancia, casi ...
El abuso sexual infantil (ASI) supone una herida profunda en el psiquismo y el cuerpo: quiebra la inocencia, altera el desarrollo evolutivo y produce daños invisibles pero duraderos. Sin embargo, a pesar de ser una problemática muy prevalente en la sociedad, sigue quedando oculta tras el tabú y los silencios y nos sigue resultando incómodo abordarla.
Según un reciente estudio del Ministerio de Juventud e Infancia, casi tres de cada diez jóvenes declaran haber sufrido algún tipo de violencia sexual durante su infancia o adolescencia. Este alarmante dato deja en evidencia que, cuando hablamos de ASI, no estamos haciendo referencia a algo excepcional, nos referimos a una realidad con raíces estructurales.
Las consecuencias del ASI sobre la salud son múltiples. En el plano de la salud mental suele conllevar diversas alteraciones: estrés postraumático, trastornos de la conducta alimentaria, ansiedad y depresión, insomnio, desregulación emocional, disociación y conductas autolesivas o suicidas. La experiencia tiene tal potencial traumático que no solo deteriora el funcionamiento mental, también impacta en el plano de las relaciones (dificultades para lograr intimidad, sentir confianza o desarrollar una comunicación asertiva) y en el cuerpo: más probabilidades de desarrollar dolor generalizado, cefaleas, problemas gastrointestinales, trastornos del sistema nervioso autónomo, disfunciones sexuales e, incluso, dolencias crónicas como enfermedades cardiovasculares o trastornos metabólicos.
Si las consecuencias en la salud son tan graves y el porcentaje de población atravesada por esta realidad no es discreto, ¿por qué no hay una mayor visibilidad, más campañas de prevención o herramientas educativas? Porque el ASI sigue estando rodeado de estigma, silenciamiento, negación y culpabilización. Además, está documentado que el mayor porcentaje se produce dentro del propio seno familiar. Cuando esto es así, las barreras para la denuncia o el reconocimiento son mucho mayores: la víctima suele sentir que está traicionando al hogar y que si habla generará una fractura irreparable. Lamentablemente, el miedo a dañar la reputación familiar o al escándalo social limita el apoyo de la propia familia de la víctima cuando se revela la verdad, algo que puede ser tan traumático como el propio abuso.
Pero hablar salva vidas. En un contexto que tapona muchas oportunidades de pedir ayuda, las personas víctimas de abusos interiorizan un diálogo interno, condicionado por la culpa y la vergüenza, que deriva en aislamiento e impide tener una vida digna. Para derribar esa cultura del silencio, necesitamos actuar en varios frentes.
En primer lugar, la familia: la investigación en prevención del abuso sexual ha demostrado que la educación sexual basada en el consentimiento, el respeto corporal y los límites es una de las estrategias preventivas más eficaces. Enseñar desde la infancia conceptos como “mi cuerpo me pertenece”, “nadie puede tocarme sin mi permiso”, “puedo decir no” y “si algo me incomoda, puedo contarlo” pueden prevenir abusos. La mayoría de los estudios subrayan que la barrera más fuerte para la revelación es el miedo a no ser creído. Es crucial crear un clima de escucha sin juicio donde los hijos sientan que pueden contar cualquier cosa que les ocurra sin miedo a represalias o castigos.
En segundo lugar, la escuela. Incorporar la educación afectivo-sexual de manera integral y libre de tabúes desde edades tempranas no debería ser una opción. La educación sexual nos permite habitar la sexualidad de manera informada, libre y consciente, pero, además, incluir contenidos específicos sobre la sexualidad infantil, el consentimiento y el cuerpo puede prevenir directamente los abusos. Las escuelas deben ser espacios seguros a los que las víctimas puedan recurrir y solicitar ayuda. Para ello, es imprescindible una adecuada formación del profesorado en habilidades de detección y comunicación específicas para abordar la casuística. Las escuelas también pueden ser lugares idóneos para que personas supervivientes puedan compartir su experiencia. Identificarse con alguien que ha atravesado algo similar puede ser la pieza que faltaba para que un menor dé el paso de comunicar lo que está viviendo.
Por último, las instituciones. Es urgente consolidar protocolos coordinados entre Sanidad, Educación, Servicios Sociales y Justicia que prioricen la protección y la escucha. Las víctimas no deberían tener que revivir el trauma una y otra vez para ser creídas ni el factor económico debería ser una brecha que divida a quienes puedan o no recibir la ayuda necesaria.
La responsabilidad es de todos. Los medios de comunicación, la ficción y los espacios públicos seguros, entre otros, pueden ser medios de transformación de la cultura del silencio y el estigma. Cada conversación, cada familia o cada aula pueden ser una nueva oportunidad de lograr construir una sociedad verdaderamente concienciada y capaz de manejar las consecuencias del abuso y las necesidades de apoyo de sus víctimas.