El Sena: espejo de París (y pronto de los Juegos Olímpicos)
El río refleja la ciudad, sus horas gloriosas y las más dramáticas. En años recientes, se han recuperado los muelles para peatones y ciclistas, y se hecho un esfuerzo para limpiarlo. Este verano será el escenario de la ceremonia inaugural de la cita olímpica y de varias pruebas deportivas
Hay ríos que son postales, y ningún río lo es tanto como el Sena en París. La catedral de Notre Dame, los 37 puentes, la Torre Eiffel. Los turistas y los enamorados. Las películas, los recuerdos. Pero existe otro Sena detrás de la postal. ¿Dónde? No es mala idea sentarse un rato en uno de los muelles y observar. El agua es verde. O marrón. O más precisamente, “color de plomo”: así la describe el detective ficticio Nestor Burma en la...
Hay ríos que son postales, y ningún río lo es tanto como el Sena en París. La catedral de Notre Dame, los 37 puentes, la Torre Eiffel. Los turistas y los enamorados. Las películas, los recuerdos. Pero existe otro Sena detrás de la postal. ¿Dónde? No es mala idea sentarse un rato en uno de los muelles y observar. El agua es verde. O marrón. O más precisamente, “color de plomo”: así la describe el detective ficticio Nestor Burma en la novela de los cincuenta Niebla en el puente de Tolbiac. En todo caso, nunca azul.
Lo que se esconde bajo este caldo espeso es imposible de adivinar. Misterios de París. Muebles y algas. Bicicletas. Peces feos e incomestibles, o “para comer por su cuenta y riesgo”, según Matéo, que pesca y hace fotos de sus trofeos antes de devolverlos al agua. “Una cloaca”, resume, mientras cruza un puente en un barrio de rascacielos. Es un jubilado de 83 años, gafas Ray-Ban, traje de golf con escudo de un club irlandés y anécdotas rocambolescas sobre su pasado de arquitecto, piloto de rallies y esquiador. “Mi mujer solía bañarse aquí”, recuerda ya al límite de la ciudad Denis Safran, un médico que reside en una barca al lado del Hospital Pompidou, donde trabajó. “Dejó de hacerlo porque hay peces muy grandes, siluros, y cuando vio que alguien pescaba uno de 1,80 metros, lo dejó”. Philippe Holvoet, patrón de otro barco —este, La Dame de Canton, café y sala de conciertos, fabricado en China en 1981 y anclado a la altura de la biblioteca François Mitterrand, una zona algo desangelada y lejos del tramo turístico—, cuenta que una vez vio un coche caer al río, afortunadamente sin nadie dentro. Otro día un cadáver quedó encallado en la embarcación.
Cerca, el puente de Tolbiac, el de la novela, sigue ahí. Un día de esta primavera, al inicio de un paseo a pie con el fotógrafo Samuel Aranda por los 13 kilómetros del río en París, de este a oeste y en dirección al mar, había bajo el puente un ramo de flores y un papel escrito a mano que decía: “Mohamed de Malí. Muerto aquí el 19 de abril de 2023. Descansa en paz. Amén”. Parecía que desde las profundidades del río nos estuviese llegando una señal y que nos dijese que no nos fiásemos de las apariencias. Que buscásemos detrás de la postal.
El río, espejo de París: la ciudad en pequeño. A sus orillas está todo. Los palacios del poder: la Asamblea Nacional, el Ministerio de Exteriores en el Quai d’Orsay y el de Economía y Finanzas en Bercy, con una lancha siempre a punto para trasladar al ministro por vía fluvial (la misma lancha que un día de verano de 2016 un joven ministro tomó para dirigirse al palacio del Elíseo a presentarle la dimisión al presidente, y un año después era él el presidente: se llamaba Emmanuel Macron). Más palacios: los del arte y la cultura. El Louvre, el Musée d’Orsay, la Academia Francesa. Y los del poder mediático: la radiotelevisión pública tiene su sede a la salida de la ciudad.
El río es un pulmón económico, la autopista que atraviesa París, un desfile constante de barcazas con arena para la construcción, con automóviles, con los productos para los supermercados.
La ciudad entera cabe en el Sena, también su pobreza. Los sin techo viven en tiendas bajo los puentes. Inmigrantes que al salir el sol se marchan a trabajar y regresan al atardecer. O esta mujer que se lava los dientes junto al río mientras pasan las barcazas de mercancías y los bateaux mouches, los barcos turísticos. Después se mete en la tienda Quechua que alguien le regaló y seguimos conversando. Ella dentro, asomando solo la cabeza; nosotros, fuera. No quiere ser fotografiada.
Se llama Nadia, tiene 45 años, es francesa, hija de argelinos. Por malas carambolas de la vida ha acabado en la calle. Explica que eligió meterse aquí, debajo de este puente, junto al Musée d’Orsay, porque es más seguro instalar la tienda en un muelle que en una calle, donde quedas más expuesto. Lo molesto aquí son los jóvenes que hacen botellones hasta las tantas de la noche. Y los bateaux mouches con turistas que cada dos por tres pasan por delante y hacen fotos. Y por eso Nadia, cada vez que pasa uno de estos barcos mientras hablamos, cierra la tienda y esconde el rostro.
—Los chinos han inventado las cámaras para fastidiarnos, no son solo para fotografiar monumentos.
Viven junto al río unos centenares de personas en la situación de Nadia, sin techo y residentes en sus tiendas o al aire libre dentro del perímetro de seguridad que se establecerá en el río y sus alrededores para los Juegos Olímpicos, entre el 26 de julio y el 11 de agosto. Lo que para ellos es su casa será territorio olímpico este verano. Nadia explica que deberán marcharse.
“Se pueden hacer mucho mejor las cosas y los Juegos Olímpicos son para nosotros una palanca para negociar con el Estado para que pongan más medios para dar albergue a las personas que viven en la calle”, dice el teniente de alcalde Pierre Rabadan. “Algunas aceptan, otras no”.
Rabadan nos recibe en su despacho del Hôtel de Ville, la sede municipal más grande de Europa, a orillas del río, y unos días después nos volvemos a ver en su rincón favorito del Sena, en el muelle por donde llega a trabajar cada día en bicicleta. Habla español. Su familia, en parte, venía de Murcia, y llegó a Francia tras emigrar a la Argelia francesa. Creció en Aix-en-Provence y a los 18 años subió a la capital para jugar a rugby, deporte en el que militó profesionalmente en el parisiense Stade Français y en la selección nacional. Entró en la política municipal de la mano de la alcaldesa socialista Anne Hidalgo y ocupa el cargo desde 2020. Su cartera en el equipo de Hidalgo: el Sena y los Juegos Olímpicos y Paralímpicos, indisociablemente ligados.
Por el río desfilarán las delegaciones de atletas en la ceremonia inaugural, que por primera se celebrará fuera de un estadio. Según Rabadan, “este es quizá el lugar desde el que mejor se ve la riqueza, la diversidad, el patrimonio, la historia de París”. En el Sena se disputarán algunas pruebas de nado. Y está previsto que a partir de 2025 sea posible bañarse en tres puntos específicos cuando las condiciones sanitarias lo permitan.
Rabadan se bañó en julio de 2023, en uno de los puntos que abrirá al público, cerca del Ayuntamiento: “Fue divertido, diría que agradable. Por decirle la verdad, creía que el agua estaría mucho más fría. Estaba fresca, pero no fría. Nadé unos 150 metros de ida y 150 de vuelta y, como nado mal, estaba exhausto”.
Hay un aire barcelonés en este París que se vuelca en el río y aprovecha el evento deportivo para poner en marcha un plan ambicioso que debe transformarlo y devolverlo a la ciudad. Barcelona aprovechó los Juegos Olímpicos de 1992 para abrirse al mar, al que históricamente había dado la espalda. París es distinto, porque la transformación olímpica ha sido más modesta, y el río siempre ha estado ahí, partiéndola por la mitad, una división geográfica y mental entre la rive droite y la rive gauche, las márgenes derecha e izquierda. Si hoy podemos recorrerlo a pie desde que entra en la ciudad por Ivry-sur-Seine hasta que se despide en Issy-les-Moulineaux, es porque París empezó hace tiempo a recuperar el acceso al agua al cerrar algunas vías rápidas para automóviles junto al río y permitió a locales y turistas pasear por la orilla.
“Trabajamos en la reconquista de la calidad del agua para convertir el río en un espacio donde refrescarse, un espacio de vida que se había perdido en el siglo precedente”, dice Rabadan. Cita la peatonalización de los muelles y la mejora de la calidad del agua. La apertura al río, dice, permite “bajar la polución, reducir el ruido para los vecinos y establecer otra relación con la ciudad y con la cuna de la ciudad que, como en tantas otras ciudades del mundo entero, es el agua”. “En ciudades muy minerales como esta, muy construida y muy densa”, dice, “el Sena es un lugar de frescor, de desconexión del ritmo acelerado, un lugar más agradable para vivir”.
El Sena es vida y es muerte. Río abajo, en una de las zonas más turísticas, otra placa dice: “Brahim Bouraam, 1965-1995, víctima del racismo. Asesinado en este lugar el 1 de mayo de 1995″. La noticia de EL PAÍS al día siguiente, firmada por el corresponsal Enric González, arrancaba: “Un joven marroquí murió durante la manifestación ultraderechista de París. Brahim Bouraam, de 29 años, fue arrojado al Sena desde el puente del Carrusel (frente al Louvre) por un grupo de cabezas rapadas, y falleció ahogado”. Más atrás: el 17 de octubre de 1961, decenas de argelinos fueron asesinados por disparos de la policía o lanzados al río, un episodio de la guerra de independencia de Argelia en el corazón de Francia que los historiadores Jim House y Neil MacMaster califican en el libro Paris 1961 como “la represión de Estado más violenta” contra una manifestación callejera “en la historia moderna de Europa occidental”.
El Sena es lo contrario de un río virgen. Está lleno de significados y recuerdos, demasiado lleno a veces: una cebolla con interminables capas. Aquí está el túnel donde murió Lady Di; enfrente, la catedral rusa apodada San Vladimiro por Putin; más allá, la estatua del zuavo barbudo, el soldado de la Argelia colonial que, apostado en uno de los pilares del puente frente al que nos encontramos, “es el controlador municipal oficioso de las crecidas de la ciudad”, escribe la veterana periodista norteamericana Elaine Sciolino en The Seine. The River that Made Paris (El Sena. El río que creó París). “Si sus zapatos puntiagudos están sumergidos”, apunta, “el río está por encima de su nivel”. Todo esto —Diana, Putin, el zuavo— sin movernos del puente de Alma.
Pasa otra barcaza, y otro bateau mouche, y la brigada fluvial de la policía. Los turistas se hacen selfis. Los peatones esquivan las bicicletas y los joggers. Hay momentos —cuando sale el sol, cuando el tráfico es más denso, en temporada turística— en los que el río parece al borde de la saturación.
—Todo esto es un decorado.
Estamos en uno de estos cafés flotantes que no dejan de proliferar en los últimos tiempos, y Marine Calmet, abogada y miembro del colectivo Guardianes y Guardianas del Sena, explica por qué hay que defender el río y proteger sus “derechos fundamentales”: “En España, el mar Menor tiene derechos. Derecho de existir, de conservar su equilibrio físico, de ser restaurado en caso de polución. Jurídicamente se le considera una entidad, es un sujeto biológico y cultural. ¡El Sena no es un río olímpico! Es un ser biológico, una comunidad viva”. Y añade: “Hay que devolver la libertad al río, darle el derecho a tener meandros libres, podríamos hablar de su derecho de expresión, de salir de su lecho”. ¿Una locura, darle derechos al río? “Lo que ayer parecía delirante, hoy se considera un combate justo”, responde. “Hay un cambio de mentalidades. Cuando se decía que las mujeres tendrían un día el derecho de voto, estoy segura de que los tíos decían: ‘Vaya idea, qué tontería”.
¿De qué hablamos cuando hablamos del Sena? Hay un Sena con sol y con niebla, un Sena clásico y barroco, un Sena incontrolable y otro civilizado, el Sena de los monumentos y el de las fábricas y zonas industriales.
Después de días deambulando río arriba y río abajo, es un escritor quien da la clave: “El Sena es un río mental”. François Sureau es miembro de la Academia Francesa —técnicamente, un inmortal: así se llama a los miembros de esta institución— y uno de los abogados especializados en derechos civiles más conocidos en Francia, además de militar en la reserva y veterano de las guerras de Bosnia, Afganistán y el Sahel. También es el autor de L’or du temps (El oro del tiempo), un ensayo de casi 800 páginas sobre el Sena, del que escribe: “Es el río en el que habré pasado lo esencial de mi vida. Muy tarde me di cuenta de que esta delgada corriente gris y verde formaba el centro de un territorio partido, real e imaginario, cuyo secreto nunca cesé de querer descifrar”.
Sigue sin haber descifrado el secreto, pero este lunes al mediodía, y casi al final del periplo, estaremos más cerca que en ningún otro momento de resolver el misterio. Nos hemos sentado en Le Mirabeau, un café al lado del más literario de los puentes, el que inspiró el famoso poema de Guillaume Apollinaire: “Bajo el puente Mirabeau fluye el Sena / y nuestros amores. / ¿Hace falta recordarlo? / La alegría viene tras la pena”.
Sureau, un hombre con aspecto de caballero del Siglo de Oro, devoto de los surrealistas y de Apollinaire y detractor acérrimo de los Juegos Olímpicos, se pide un bloody mary, enciende la pipa y empieza a hablar: “En París, el Sena no sirve para nada. Si usted va a Viena o Budapest, el Danubio, o el Dnipró en Kiev, son ciudades abiertas al río mientras que París siempre ha dado la espalda al Sena. Puede que esto tenga un motivo histórico. El Sena fue durante mucho tiempo el paso de las invasiones, cuando los normandos subían a París. Así que en el imaginario parisiense el río era algo peligroso, igual que el mar era peligroso para los corsos, porque de ahí venían los bárbaros”.
El Sena, continúa Sureau, “no es una gran vía fluvial, sino un río de ensueño, para los artistas, una cuerda sobre la que se camina, y un río nacional, exclusivamente francés, porque nace en Francia y llega al mar en Francia… Es a la vez una invitación a partir y a regresar, como un monasterio, adonde se va para romper con el mundo y a la vez de donde se espera partir para llegar a otro mundo. El Sena es para mí como un monasterio de agua, una invitación a un viaje inmóvil”.
Bajamos al muelle a la altura del puente de Passy, y por el barrio de Trocadero. Nos habla Sureau de lo surrealista que es este río si uno se fija bien. Decía Apollinaire en otro de sus poemas: “Pastora, oh Torre Eiffel, el rebaño de los puentes bale esta mañana”. Sí, hay París detrás de la postal. Pero entonces, sin movernos de ahí, surge a la izquierda la Torre Eiffel, y a la derecha la réplica de la Estatua de la Libertad neoyorquina en la isla de los Cisnes, y en el puente las parejas de prometidos asiáticos vestidos como para la boda para dejarse retratar ante el París monumental. Ciudad imaginaria y al mismo tiempo tan real. La prueba definitiva de que a veces las postales tienen razón.