La Fiesta de la Maya, el misterio de primavera
Este antiquísimo rito de celebración fue en el pasado común en España, pero casi ha desaparecido. En el pueblo madrileño de Colmenar Viejo preservan con esmero la costumbre y de generación en generación ansían que sus hijas se puedan subir al altar para lucir como deidades floreadas. El fotógrafo Daniel Ochoa de Olza lleva una década documentando esta reliquia etnográfica de origen pagano
Daniel Ochoa de Olza conduce por una carretera mexicana en dirección a Veracruz. Va a dar clases de fotografía. Pamplonica de 45 años y sobresaliente autor de fotografía documental y fotoperiodismo, cuenta por teléfono la historia de su fascinación por esto que ven en este fotoensayo: la Fiesta de la Maya de Colmenar Viejo, Madrid.
Aunque la llamada se entrecorta, dice bastantes cosas sobre la fiesta y sobre su interés por ella, y lo último que dice es: “Lo que nos define como humanos es lo espiritual”, porque su ...
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Daniel Ochoa de Olza conduce por una carretera mexicana en dirección a Veracruz. Va a dar clases de fotografía. Pamplonica de 45 años y sobresaliente autor de fotografía documental y fotoperiodismo, cuenta por teléfono la historia de su fascinación por esto que ven en este fotoensayo: la Fiesta de la Maya de Colmenar Viejo, Madrid.
Aunque la llamada se entrecorta, dice bastantes cosas sobre la fiesta y sobre su interés por ella, y lo último que dice es: “Lo que nos define como humanos es lo espiritual”, porque su atracción por esta celebración de cada 2 de mayo, tan folclórico y colorido y restallante de flores, es tan estético como antropológico.
Una vez, Ochoa de Olza le preguntó al paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga:
—¿Desde cuándo los humanos somos humanos?
—Desde que en Atapuerca alguien enterró a alguien con un cuchillo de sílex sin estrenar para que el muerto se lo llevase al más allá.
Y para el fotógrafo esto tiene mucho que ver con que en el año 2014 se pusiese a fotografiar a estas hieráticas niñas adornadas con soberbias coronas de flores y vestidas con enaguas, camisa blanca y mantón de Manila, a estas niñas puestas en un altar como tótems, adoradas como una representación eterna de la belleza.
La potencia simbólica del humano lo cautiva.
Explica Ochoa de Olza: “Es que lo de la Maya no es solo lo agradable que es el ambiente que se genera y lo extremadamente colorista que es. Es que tiene una extrañeza especial. Esa niña ahí colocada que parece una Virgen y a la vez una diosa pagana transmite una cierta inquietud, y te preguntas qué representa. Para mí en la belleza siempre tiene que haber algo punzante: si no, es decoración”.
Lo que se sabe de la fiesta es que viene de tiempos de los romanos y que su raíz probablemente esté en la Grecia antigua y en Maia, “la pequeña madre”, diosa de la fertilidad y de la montaña y de la primavera. No cabe duda de que se trata de una costumbre pagana que, con el tiempo, fue recodificada en clave católico-mariana. La había en muchos lugares de la península Ibérica y ya casi ha desaparecido, pero permanece en este pueblo a 50 kilómetros de Madrid, Colmenar Viejo, donde generación tras generación las familias más ligadas a esta tradición deifican a sus hijas; donde tanto se quiere al rito que hay lista de espera para que las niñas sean mayas.
Cada año lo son cuatro o cinco, cuenta Ochoa de Olza, que empezó a fotografiarlas en 2014 y hasta ahora ha ido a la fiesta todos los años excepto dos de pandemia, que se canceló. Las embellecen con flores frescas del campo que van a recoger los vecinos. Margaritas, lavanda, tomillos, retama, amapolas, genista. Dependiendo del tiempo que haya, la floración varía y, con ella, la maya. Las niñas se quedan quietas en su altar durante dos horas, impertérritas. Una banda de música les toca canciones y las acompaña otro grupo de niñas de blanco que piden donativos mientras le pasan un cepillo por la ropa a la gente, reparten rosquillas y cantan:
“¡Para la maya,
para la maya,
que es bonita y galana!”.
La explicación etnográfica de la Maya parece clara —el culto a la primavera—, pero aun así hay algo en esas niñas elevadas a deidad, en su estampa sobrenatural, que para Ochoa de Olza es irreductible a argumentos y que lo mueve a rebuscar en su misterio foto tras foto, sin desentrañarlo nunca, pues nunca lo desentrañará, pero disfrutando de la experiencia artística e investigadora y produciendo un material publicado ya internacionalmente, segundo premio World Press Photo 2016. Ha hecho con una fiesta de su país lo mismo que siempre admiró en revistas como National Geographic: sacar lo universal de lo local. “Siempre pensamos en esos reportajes que vemos de lugares como, por ejemplo, la India, como realidades únicas, incomparables, ajenas, extrañas, pero si muestras la Maya a una persona de la India serán esas niñas de Colmenar Viejo las que a ella le parezcan extrañas y extraordinarias”, dice.
El punto que siempre une a los distintos mundos —cualesquiera que sean— es la manera en que toda comunidad expresa su identidad mediante la imaginación colectiva, que, a su parecer, “siempre supera las posibilidades de la imaginación individual”.
Daniel Ochoa de Olza ha convertido la documentación del folclore en una de sus líneas temáticas. La ha trabajado desde su natal Pamplona hasta Madrid, donde vive, pasando por Barcelona, donde estudió fotografía. También, por ejemplo, en Extremadura, en la Fiesta del Jarramplas, donde le tiran nabos a un personaje con aspecto de demonio. Con decisión, con ahínco, lo atacan, y un año al fotógrafo un nabo le partió una ceja y otro año otro nabo le fracturó el tabique nasal, y ahí ya renunció al Jarramplas.
La pregunta detrás de sus fotografías etnográficas, como las de la Maya, es honda: “¿De dónde venimos, dónde estamos y adónde vamos?, como diría Siniestro Total”, bromea el fotógrafo al teléfono. Pero no bromea cuando añade la cuestión clave de una España que ha dejado ir, casi con desprecio, tanto patrimonio: “¿Qué debemos conservar y por qué?”.