‘Empieza dulce mundo’, un relato de Pilar Adón

Huye. Es una fugitiva. Cruza un desierto árido como una pesadilla. No sabe adónde va. No ha dicho adiós ni pedido perdón. Sus padres ya arrastraban una maldición. Está sola, con su maleta.

Sergio García Sánchez

Lo supo desde muy joven, que debía estar a sus cosas. Descubrir qué le interesaba, qué inquietudes eran las suyas, analizarlas y aceptar que resultaban tan lícitas e importantes como las de cualquier otro mortal. Pero semejante conocimiento la había arrastrado al desierto, expulsada de su zona, la única que había conocido hasta entonces, y ahora avanzaba por un paisaje tan monótono y hostil que debía centrar toda su atención en lo que veía y no en lo que creía ver, en lo que oía y no en lo que creía oír.

Pronto se detendría para descansar, pero hasta entonces debía seguir andando, a bue...

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Lo supo desde muy joven, que debía estar a sus cosas. Descubrir qué le interesaba, qué inquietudes eran las suyas, analizarlas y aceptar que resultaban tan lícitas e importantes como las de cualquier otro mortal. Pero semejante conocimiento la había arrastrado al desierto, expulsada de su zona, la única que había conocido hasta entonces, y ahora avanzaba por un paisaje tan monótono y hostil que debía centrar toda su atención en lo que veía y no en lo que creía ver, en lo que oía y no en lo que creía oír.

Pronto se detendría para descansar, pero hasta entonces debía seguir andando, a buen paso a pesar de lo que le pesaba la maleta y de lo complicado del terreno, alejándose del que había sido su hogar. “Lo que tengo que hacer es no perder la línea recta”, se dijo. Y sintió aún más el rigor del sol en los labios y el tormento que le producían los guijarros del camino entre los dedos de los pies porque el cuero crudo de las albarcas no le servía de mucho. No se había llevado un sombrero ni tampoco un pañuelo con el que cubrirse la boca y aliviar así no sólo la sequedad sino también los embates del viento y, cuando no se trataba del viento, los ataques de las moscas. Sabía lo que era el odio, y en ese momento la naturaleza la odiaba a ella.

Ni siquiera había acariciado a los perros. No se había despedido de sus padres. Y se preguntaba ahora, mientras seguía escuchándose a sí misma, con la respiración desigual, el pulso en las sienes, si podría haberse quedado con ellos, sentados todavía en el banco de piedra adherido a la pared principal de la casa, y contarles lo que había hecho al tanto de que iban a escucharla e iban a tratar de entenderla. Haberse aferrado a sus consejos en lugar de ponerse a vagar errante y perdida por la tierra, ocultándose, huyendo de una culpa que era demasiado grande.

Pegó un nuevo tirón de la maleta y se quedó mirándola con la idea de deshacerse de ella, sabiendo que no iba a hacerlo. Elevó la cabeza al cielo:

—¿Por qué me haces esto? —susurró.

Y esperó una respuesta de quien la observaba desde arriba y le apoyaba un gran dedo índice en la cabeza para señalarla, aplastarla y hundirla en el suelo. “Y tú, ¿qué has hecho?”, le preguntó. Mientras ella se preguntaba lo mismo. “Y yo, ¿qué he hecho?”.

2

Se había lesionado la mano al dar el golpe final y no llevaba ningún ungüento en la maleta con el que aliviarse el dolor. Entrecerró los ojos para intentar localizar algún rincón habitable en el horizonte, alguna figura que aislar y reconocer, pero todo lo que vio ante sí fue más planicie y más desierto. Ni una cabra, ni un sembrado. Se sentía enferma y estaba sola, sin poder tratar a nadie bien ni a nadie mal porque no había nadie a su lado. Así que se detuvo, dio un sorbo del odre de piel en el que llevaba el agua, se pasó el dorso de la mano sana por la frente y luego se palpó los bolsillos del pantalón en busca de algún trapo con el que protegerse del sol. Todo lo que encontró fue la nota en la que había escrito a lápiz lo necesario para mejorar la calidad del terreno que tenía previsto trabajar cerca de su casa. Materia orgánica con la que hacerlo fértil. Minerales y nutrientes. Nitrógeno, magnesio. Fósforo y potasio. Sin piedras. Había dejado preparadas las sacas que contenían esa tierra y sólo debía echarla con la carretilla y distribuirla a paladas. Pero eso tendría que esperar a que la perdonaran. A que le permitieran darse la vuelta y volver a su hogar después de haberse entregado a los días de rezos y vigilia que tenía aún ante sí. Después de haber mostrado su arrepentimiento al mundo con cientos de ejemplos que incluirían la aceptación de la sed y el agotamiento, la falta de descanso durante el sueño, la superación de su propio orgullo y de la ira que se le repartía por el espinazo y le hacía perder el equilibrio.

Levantó la mirada de nuevo para preguntar si iba a poder volver. Dirigiéndose a quien la observaba en todo momento después de haber desaparecido justo en el instante en que tendría que haber estado más presente. Elevó las manos y las mantuvo de esa manera, alzadas hacia el cielo: “¿Voy a poder regresar o no?”.

Esta vez no obtuvo respuesta.

3

¿Cuándo iba a dejar de humillarla?

Llevó los ojos hacia un agujero que se abría en una de las pocas elevaciones del terreno, y decidió que era allí donde se iba a detener para comerse un trozo de torta y tenderse un rato. Dejó la maleta abajo, entre dos columnas de roca, y ascendió por la ladera descubriendo alrededor unas sombras que ella no proyectaba, y torpe, como si le hubieran atado unos pesos a los tobillos con cuerdas enmarañadas y fuertes nudos. La cueva no era profunda, y desde allí se fijó en lo anaranjado del atardecer que ya comenzaba y que se iría convirtiendo en un rojo poco apropiado para su estado de ánimo. Un rojo que le haría recordar las convulsiones y los espasmos que habían llegado después del golpe y justo antes de la quietud absoluta, cuando ambas se quedaron paralizadas en una postura que hacía pensar en dos cuerpos que se protegen tras la lucha. Ahí estaba su hermana, derribada, sin decir nada, derramando su sangre en un suelo que iba a convertirse en un material de desecho espeso e incultivable. Y ella de pie, contemplándola, con la quijada aún en la mano, queriendo llamar a su padre y sintiéndose aún más sola. Con un rencor que le recorría la piel sudada de los brazos que eran ya del color de la arcilla y la parte posterior del cuello, también sudado, por donde le caía una coleta recogida con un lazo.

“¿Por qué te enfureces”, le habían pre­guntado desde arriba. Y la respuesta, de haber existido, habría aludido a su primogenitura y a los privilegios que deberían serle inherentes.

—Pero ni un cumplido, ni una felicitación. Ni una palabra amable. Sólo la voz de mi hermana en vuestros oídos. Sólo sus ofrendas expuestas a vuestra consideración. Su manera de bailar por las tardes entre las ovejas. ¿La favorita? ¿Tenía que haber una favorita?

Ella había querido ponerla de rodillas, tirarla al suelo boca abajo, hacerle abrir la boca y que masticara su tierra, que se tragara su tierra (¿notas el sabor, la textura?), pero dio con la quijada, al alcance de la mano, y si estaba ahí era porque alguien así lo había dispuesto. Al fin y al cabo, todo estaba escrito, y contra lo escrito no había nada que hacer. Sólo acatarlo y someterse. De modo que ¿había sido suya la elección? ¿Podía señalarse a sí misma como responsable de aquel acto? En ese ahora en el que se encontraba, en ese segundo que daba forma a su vida, no podía precisarlo.

4

Empezaba a hacer fresco. Abrió la maleta y sacó una pelliza de piel de oveja que no le pertenecía porque era de su hermana muerta, pero que le iba a servir de abrigo para la noche que se acercaba. Aquello fue lo primero que escondió en su equipaje, después de envolver en ella la quijada de asno aún manchada. Con una prisa que haría que quien la observaba creyera que estaba en presencia de una mujer inclemente. Impaciente y retorcida. De todo menos bondadosa. De todo menos compasiva. Un ser irracional al que no le quedaba ni una chispa de cordura en el cuerpo. Colérica y solitaria. Y eso que aún no había pedido explicaciones. Y eso que aún no se había puesto a gritar como podía gritar para preguntar por qué sus ofrendas de los frutos del suelo habían resultado menos apetecibles que las de su hermana. Por qué tenía que ser ella la primera fugitiva, la primera asesina. La primera en nacer fuera del jardín tras la expulsión de sus padres, y la primera en huir y vagar por el mundo marcada por una señal que haría que todo el que se cruzara con ella la temiera. Arrastrando una maleta, dirigiéndose siempre hacia el punto del horizonte por el que aparece el sol hasta dar con el que pudiera llegar a ser su sitio. Tal vez esa zona conocida como la tierra de Nod, ubicada, como sabía, al este del lugar llamado Edén. Ese paraíso en el que habitaban todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo.

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