Albert Bonet, tatuador estrella de futbolistas y pintor iconoclasta
Ganó notoriedad por tatuar a futbolistas famosos, pero su arte va mucho más allá de eso. Es un creador obsesivo y comprometido con una visión propia, entre pesimista y subversiva
Albert Bonet vive inmerso en sus cuadros. Desayuna, merienda, cena e incluso duerme rodeado de su propia pintura, que abarrota las paredes del minúsculo estudio y vivienda que comparte con un amigo. Si da un par de pasos de más, se cae dentro de sus lienzos, en los que trabaja sin descanso, de sol a sol, como un infatigable jornalero del arte que no puede permitirse el lujo de dejar su obra en barbecho: “Tengo 27 años y siento que estoy en la etapa decisiva de mi vida, el momento en que mi sueño de ser pintor se está haciendo realidad”.
Reconoce, tras un breve repaso a su rutina diaria,...
Albert Bonet vive inmerso en sus cuadros. Desayuna, merienda, cena e incluso duerme rodeado de su propia pintura, que abarrota las paredes del minúsculo estudio y vivienda que comparte con un amigo. Si da un par de pasos de más, se cae dentro de sus lienzos, en los que trabaja sin descanso, de sol a sol, como un infatigable jornalero del arte que no puede permitirse el lujo de dejar su obra en barbecho: “Tengo 27 años y siento que estoy en la etapa decisiva de mi vida, el momento en que mi sueño de ser pintor se está haciendo realidad”.
Reconoce, tras un breve repaso a su rutina diaria, que debe imponerse un poco de disciplina y separar su vida de su espacio de creación: “Me instalaré en un piso al que no voy a llevarme ni un cuadro y vendré a pintar al estudio, no sé si en horarios de oficina, pero sí con algo de orden y posibilidad de desconexión, porque dedicarse a algo de manera tan intensa y compulsiva como he hecho yo estos últimos años con el arte no puede ser bueno”.
Estos días anda enfrascado en los últimos retoques a un cuadro de gran formato, rotundo y macabro, de un humor esquinado y negrísimo, como casi todo lo que sale de su pincel. Es, según nos cuenta, una reinterpretación contemporánea del mito de Orfeo. No del descenso a los infiernos y la pérdida definitiva de su amada, Eurídice, sino de lo que viene a continuación, la muerte de Orfeo, ajusticiada por las ménades, las seguidoras del dios Dioniso. En la versión de Bonet, las ménades son una horda salvaje de riot grrrls, liderada por la Cenicienta de Disney, que tortura hasta la muerte a un pobre músico ambulante. El cuadro hace guiños simultáneos a Caravaggio y a la gran tradición de la pintura barroca, a la constelación pop y al arte urbano más descarnado y trash.
Bonet se mueve en esa encrucijada de la fascinación por “referentes clásicos” teñidos de subversión, contracultura callejera y comentario social. Entre las obras que le rodean a diario es recurrente la imagen de un Mickey Mouse estrangulado, apuñalado, descuartizado o ahogado en una letrina. No cabe duda, Bonet tiene cuentas pendientes con el “maldito ratón”. No es solo que la entrada en el mundo adulto le llevase a rebelarse contra las fantasías de la infancia, hay algo más. “Walt Disney era un hipócrita ultraconservador, racista, sexista y homofóbico”, cuenta con el verbo contundente, raudo y veloz que le caracteriza. “Encontró una manera amable de vendernos su repugnante discurso y hoy encontramos al dichoso Mickey hasta en la sopa, convertido en un icono de la inocencia y la cultura de consumo”.
Bonet es de Riba-roja d’Ebre, una localidad de 1.112 habitantes en el límite de la provincia de Tarragona, cerca de Lleida y de Aragón. Allí creció, allí se entusiasmó por el dibujo, las manualidades y las manchas de pintura a edad muy temprana, y allí empezó a ejercer de tatuador. Cuando tenía 13 años, sus padres se comprometieron a comprarle un kit para hacer tatuajes si conseguía pasar de curso, propósito que por entonces se antojaba una quimera, porque Bonet iba “cuesta abajo y sin frenos” hacia el fracaso escolar. Aprobó. Sus progenitores no tuvieron en cuenta que él, por mucho que odiase los estudios, es perseverante, tenaz, y acaba consiguiendo casi todo lo que se propone. Máquina en ristre, empezó a tatuar “a la gente más colgada de la comarca, los borrachos, bohemios y punkis lo bastante locos como para dejar que un crío que estaba empezando les inyectase tinta en la piel”.
Tatuajes y grafitis fueron su mejor escuela. A Bonet le da cierto apuro describirse como autodidacta, dice que es más bien “un alumno de múltiples maestros”. Se considera “una esponja”, siempre curioso, siempre inquieto, siempre activo. Como estudiante de bachillerato artístico en un instituto de Lleida, tuvo una epifanía cuando visitó con su clase el Museo del Prado: “Una profesora que me conoce bien me dijo que me olvidase del grupo, que recorriese las salas a mi aire. Y eso hice, paseé por ahí sin rumbo empapándome de pintura”.
Al llegar a Barcelona para estudiar en una escuela de cómic, tuvo una etapa en la que se sentía discípulo del hiperrealista español por antonomasia, Antonio López. Por entonces, le obsesionaba “desarrollar una técnica cada vez más precisa, hacer cuadros con un nivel de detalle y exactitud a la altura de la fotografía”. Ya no. Ha superado esa etapa: “Vi El sol de membrillo y pensé que Antonio López está a años luz de mi visión de las cosas. Me parece un hombre con mucho talento, pero que hace pintura vacía, sin apenas contenido”.
Él se propuso pintar cuadros que contasen historias, y las historias que se le ocurren son casi siempre truculentas y de una cierta sordidez. El sexo y la violencia suelen formar parte de la ecuación. También un marcado pesimismo sobre la deriva del mundo, la mezquindad, el egoísmo y la miseria cotidiana que percibe por todas partes cuando sale a la calle.
Mientras buscaba su camino en la pintura, empezó a ganarse la vida como tatuador en un estudio barcelonés, Blessed Art. Futbolistas como Neymar Jr., Luis Suárez, Danilo o Arnau Tenas estuvieron entre sus clientes. El de Neymar, un tatuaje “muy sencillo, sin el menor mérito”, le abrió por vez primera las puertas de una cierta notoriedad. “Fue todo un poco loco”, recuerda ahora, “él apareció rodeado de su círculo de amigos, en limusinas con los vidrios tintados. En un momento dado, yo, que no soy nada mitómano y no siento el menor interés por el fútbol, amenacé con irme a casa, en vista de que ellos iban a su ritmo, sin ningún respeto por los horarios de los demás. Así que se disculparon conmigo y Neymar y algunos de sus amigos se sentaron por fin a que les hiciese su tatuaje, que era una especie de recuerdo compartido de Barcelona, porque él ya había decidido irse al Paris Saint Germain. Fue el día en que Gerard Piqué publicó su célebre tuit, ‘¡Se queda!’, y toda la prensa deportiva intentaba localizar al brasileño, que estaba conmigo, en el taller”.
Bonet reconoce que esa vieja historia ya es para él agua pasada: “Hacer tatuajes por encargo a futbolistas fue una etapa que ya he dejado atrás. Seguiré tatuando, sin duda, pero serán trabajos más personales, menos rutinarios. Mi prioridad ahora mismo es la pintura”. Su estajanovismo, su destreza y la singularidad de su punto de vista le han llevado a vender obra a un ritmo frenético. Ha participado en proyectos institucionales, como la realización de un mural dedicado a santa Agda, patrona local, en la Riba-roja que le vio nacer. Ha obtenido un premio en la prestigiosa Tokyo Tower Art Fair. Y se ha mantenido fiel a sí mismo, sin subterfugios ni concesiones, feliz de cómo le trata la vida, pese a que sigue pensando que “el mundo está podrido y lleno de mierda por todas partes”.