La palabra colibrí
Esta pequeña ave no solo es una belleza extraordinaria; también es una metáfora extrema de la maldición de la belleza
Aquí no existe. Y en tantos otros lugares tampoco, y allá sí. Aquí, en España, colibrí es solo una palabra que no se dice. En cambio, si acaso, dicen picaflor —pero lo que esas dos palabras llaman no existe en estas tierras. Hay algo peculiar en las palabras que nombran lo que no hay.
En cualquier caso, la palabra colibrí tampoco está clara. Nadie sabe bien de dónde viene: de qué parte de América surgió, cómo, cuándo. Se le suponen aires caribeños, pero nadie lo sabe a ciencia cierta —qu...
Aquí no existe. Y en tantos otros lugares tampoco, y allá sí. Aquí, en España, colibrí es solo una palabra que no se dice. En cambio, si acaso, dicen picaflor —pero lo que esas dos palabras llaman no existe en estas tierras. Hay algo peculiar en las palabras que nombran lo que no hay.
En cualquier caso, la palabra colibrí tampoco está clara. Nadie sabe bien de dónde viene: de qué parte de América surgió, cómo, cuándo. Se le suponen aires caribeños, pero nadie lo sabe a ciencia cierta —qué bueno poder “saber a ciencia cierta”, esa forma tan rotunda de saber.
Lo que no está en duda es que la palabra designa un milagro: el pájaro más bello. Recuerdo y no recuerdo algún poeta tan exaltado como olvidado que decía que el colibrí, él solo o solo él, justificaba la existencia de América. Fuera quien fuese, por loco que estuviese, estoy de acuerdo: hay pocas cosas, si alguna, en la naturaleza, tan bellas como el vuelo de un colibrí cuando se sostiene en el aire con el vaivén velocísimo de sus alas iridiscentes para libar con su pico largo y fino el polen de una flor. A menudo van en pareja; mientras comen se bailan, se divierten —o eso parece, y eso aumenta todavía más el brillo de esos destellos suspendidos.
(Y, además, se los supone portadores de buena suerte —tan asociada a la belleza. Hace décadas, una tarde de otoño, uno entró en mi cocina en Buenos Aires. Volaba desesperado, se chocaba. Por más que le abrí puertas y ventanas, terminó muriendo de puro agotamiento. Y entonces la duda filosófica: si algo que debe traer la suerte muere al hacerlo, ¿te la ha dejado toda o al morir está, al contrario, condenándote? No podía decidirlo y decidí que, mientras decidía, lo guardaría. Lo hice embalsamar: su cuerpito fue una presencia rara, casi amenazante, que me recordó durante un tiempo cuánto ignoraba, lo difícil que es entender el mundo. Al final lo tiré.)
El colibrí está muy cerca de la inexistencia, que es donde la belleza pesa más. Los más chiquitos no miden cinco centímetros; los más comunes unos diez, y pesan cuatro o cinco gramos. Pueden volar a 90 kilómetros por hora y emigrar cada invierno desde Alaska y Canadá hasta México, unos 6.000 kilómetros. Pero nada se compara con la coreografía de su revoloteo tornasol.
Y el testigo los admira —y envidia— hasta que sabe. Hay mucho para decir contra el saber: tantas veces en que ignorar hace todo más fácil, más gozoso. El caso del colibrí podría ser un argumento contundente contra el conocimiento —porque toda esa belleza es puro sufrimiento, zozobra azoradísima.
No solo porque sus plumas refulgentes lo hacían tan apetecible, tan cazado, que lo diezmaron en muchos lugares; el mal es más intrínseco. El colibrí es, entre todos, el animal de metabolismo más veloz. Su ínfimo corazón late unas 1.000 veces por minuto —10 veces más que los humanos más acelerados. Y el resto de su cuerpo funciona acorde: su digestión, sin ir más lejos, es un rayo. Por eso, para seguir vivos, los colibríes necesitan comer dos o tres veces su peso cada día, porque tragan y digieren, tragan y digieren y están siempre al borde del desfallecimiento, y por eso se la pasan volando de un lado para otro, agitando las alas como poseídos: buscándose la vida al borde de la muerte. Por eso viven suspendidos frente a esas flores, picándolas: lo que vemos como belleza es su hambre, su desespero por sobrevivir.
El colibrí, pobrecito, no solo es una belleza extraordinaria; también es una metáfora extrema de la maldición de la belleza, de los esfuerzos que hacen tantas y tantos para ser más bellos. Solo que ellas y ellos lo hacen a propósito y el colibrí no sabe lo que hace; por no saber, no sabe siquiera que es hermoso.
Pero es, también, una muestra tajante de lo difícil que es saber cuando hablamos de otros, lo fácil que es equivocarse, lo simple que es no entender lo que creemos entender e interpretar alegremente cuando no tenemos la información para saber en serio. Deslumbrarnos, desmentirnos, describirnos: para cinco centímetros y cuatro gramos, plumas, un corazón tan desbocado, su tarea es bastante extraordinaria.