‘Mis primeros recuerdos’, por Daniel Barenboim
A punto de cumplir 80 años, el director de orquesta ha anunciado su retirada. Para él, es el momento de la memoria. En este texto autobiográfico que publica ‘El País Semanal’ en primicia, el genio rememora su infancia en Argentina e Israel y los inicios de su prolífica relación con la música
La música siempre ha sido una parte constante y esencial de mi vida. Por lo tanto, supongo que es natural que mis primeros recuerdos, desde mi casa en Buenos Aires, sean musicales. Nací en noviembre de 1942, y en aquel momento Argentina tenía una vida cultural vibrante y floreciente. Era bastante informal, abierta a todo el mundo, con conciertos habituales de música de cámara y en teatros. Era perfecto tanto para adultos como para niños. Mis padres eran gente extraordinaria. No eran ricos desde ningún punto de vista, pero tenían una rica vida interior. Eran ávidos lectores y se sumergieron en ...
La música siempre ha sido una parte constante y esencial de mi vida. Por lo tanto, supongo que es natural que mis primeros recuerdos, desde mi casa en Buenos Aires, sean musicales. Nací en noviembre de 1942, y en aquel momento Argentina tenía una vida cultural vibrante y floreciente. Era bastante informal, abierta a todo el mundo, con conciertos habituales de música de cámara y en teatros. Era perfecto tanto para adultos como para niños. Mis padres eran gente extraordinaria. No eran ricos desde ningún punto de vista, pero tenían una rica vida interior. Eran ávidos lectores y se sumergieron en todos los aspectos de la filosofía y la cultura. Todos los domingos, mi padre y yo íbamos a la librería, uno de los mejores momentos de la semana. Al principio me interesaban las biografías, especialmente de músicos. La música siempre era un tema de conversación tanto con mis padres como con sus amigos.
Recuerdo que la gente se reía porque cuando yo era pequeño pensaba que todo el mundo tocaba el piano. Mis padres impartían clases de piano, de manera que, aparte de la familia, las únicas personas que venían a casa durante el día eran estudiantes y otros pianistas. No conocí a nadie de fuera que no tocara. A la gente esto le resultaba muy gracioso y yo no entendía por qué. La música me rodeaba, después de todo. Instintivamente, entendí que la música era un lenguaje en el que podía comunicarme, aunque, por supuesto, entonces no era capaz de articularlo. La música era un asunto serio, pero siempre fue, sobre todo, una enorme fuente de placer para mí.
Al principio quería tocar el violín, porque mi padre había dado una serie de conciertos con un violinista y yo creía que, para tocar con papá, tenía que tocar el violín. Pero mis padres no podían encontrar uno lo suficientemente pequeño como para mí. Incluso un 1/8 era demasiado grande. Tenía cuatro años.
Unas semanas o meses después vi a mi padre dar conciertos con otro pianista. ¡Otra forma de tocar con papá! Recuerdo que pensaba que el piano era en realidad bastante práctico: tenía sus propias patas para apoyarse y no tenías que sostenerlo. Y de esta forma empecé a tocar el piano con cinco años y medio. Mi madre me enseñó en mi etapa de principiante y luego mi padre se hizo cargo después de unos meses.
Conocí a otros niños en la guardería y más tarde en la escuela, y me di cuenta de que no les interesaba la música como a mí, pero eso no me molestaba. Tocábamos juntos, sin embargo. Recuerdo especialmente que me gustaba mucho jugar al fútbol.
Crecí sintiéndome un niño perfectamente normal. No recuerdo haber pensado que era diferente y mis padres nunca me dijeron que lo era. Un pasatiempo un poco inusual era que me encantaba ir a los ensayos en Buenos Aires. El resultado fue que todos los músicos de la orquesta me conocían. Una vez, Adolf Busch vino a dirigir y los músicos de la orquesta le dijeron que tenía que escucharme. Me pidió que tocara para él y yo simplemente estaba muy feliz de hacerlo. Me preguntó si había músicos en mi familia y le dije que tanto mi madre como mi padre eran músicos. Busch entonces pidió reunirse con mi padre y le dijo que tenía un hijo extraordinario, que tenía que cuidarme especialmente. Sin embargo, mis padres nunca me dieron la impresión de que yo era alguien especial en ningún sentido.
Toqué en mi primer concierto público cuando tenía siete años. Se había corrido la voz y el 19 de agosto de 1950 me invitaron a dar un recital en la Sala Bayer de Buenos Aires. Recuerdo que fue algo totalmente natural y no estaba nada nervioso. ¡Y sin embargo mis pies apenas llegaban al pedal! Entonces me di cuenta de que aquello no era lo que los otros niños de siete años hacían. Tocaba lo que me daban para interpretar, no recuerdo que algo me gustara o disgustara en particular. Eso vino mucho después. La música que eligieron para mí fue elegida a conciencia, supongo. Nunca quería dejar de tocar. Me encantaba. Toqué con la orquesta de la radio y en algunos otros conciertos.
Fue en aquel panorama musical tan especial de Buenos Aires donde me encontré con la otra niña que también tocaba el piano: Martha Argerich. Su maestro, Vicente Scaramuzza, había enseñado a mi padre, lo que explica por qué tocamos de una forma tan similar en cuanto a la técnica. Aunque ella es mejor pianista de largo. Admiré a Martha desde el momento en que la oí tocar por primera vez. Nos reuníamos en la casa de la familia Rosenthal, que organizaba conciertos cada semana en su residencia. La gente venía por la música y el famoso strudel de manzana que preparaba la señora Rosenthal. Martha tenía ocho años y yo siete, y tocábamos juntos debajo del piano de cola. Un día Sergiu Celibidache estaba allí y preguntó por qué tocábamos debajo, no al piano. Nos molestó un poco y luego tocamos, primero Martha, el Estudio en do sostenido menor de Chopin, luego yo.
Cuando tenía nueve años, mis padres decidieron mudarse al recién fundado Estado de Israel. Mis abuelos maternos habían sido sionistas, no activos en política, pero en cualquier caso para ellos era natural que nos fuéramos a Israel, ahora que era un Estado formal reconocido por la ONU. Mi padre se unió al sentimiento general de que debíamos ir, también porque la proximidad a Europa significaba que iba a poder tener mucho más contacto con la vida musical de allí. Mi familia no era rica, pero un tío les había dado a mis padres 300 dólares.
El viaje de Argentina a Israel fue mi primer contacto con algunos de los lugares que se convertirían en centros importantes de mi carrera posterior. Nos fuimos el día después de la muerte de Evita Perón, el 27 de julio de 1952, pero nuestra fecha de partida no estaba relacionada con aquella fecha relevante en la historia de Argentina. Se había fijado mucho antes. Aunque no se expresara, estaba claro que era un adiós para siempre. No recuerdo haber tenido miedo, más bien parecía una aventura. En los tiempos anteriores a la era de los jets, el viaje a Europa fue terriblemente largo. Estuvimos viajando durante tres días. Primero en avión, uno de hélice, por supuesto, con escalas en Montevideo, São Paulo, Dakar, isla de la Sal, Lisboa, Madrid y Roma. Luego en tren, y cuando, por último, llegamos a Salzburgo, yo estaba completamente agotado. Aun así, cuando pasamos por el Festspielhaus (actual Casa de Mozart), me di cuenta de un cartel que anunciaba La flauta mágica. Les pregunté a mis padres qué era y me explicaron que era una ópera de Mozart. Por supuesto, ya no había entradas, pero mi madre, que era una mujer muy resolutiva sin el menor atisbo de timidez, dijo que intentase entrar en el Festspielhaus por mi cuenta. Como era un niño pequeño, me las arreglé para colarme sin que nadie se diera cuenta. Descubrí un palco vacío donde me senté como un pequeño príncipe. Los músicos afinaron sus instrumentos, el director se acercó al podio del director y no tardé en quedarme dormido en el oscuro y acogedor palco. Un rato después me desperté y, sin saber dónde estaba ni dónde estaban mis padres, empecé a llorar. Un conserje se acercó y rápidamente me acompañó fuera, y ese fue el final de mi pequeña aventura.
Sin embargo, conocí a algunos de los músicos más importantes del mundo en Salzburgo allá por 1952, como hice en años posteriores. Era un lugar propicio para conocer gente que incluso había tratado personalmente con Brahms. Los sucesores espirituales de los mejores músicos del pasado estaban presentes, testigos de otra era. Conocí y escuché a Edwin Fischer (un pianista que todavía hoy sigue inspirándome) y yo mismo toqué la espineta de Mozart en su casa natal y el Concierto en re menor de Bach dentro del concierto final de la clase de dirección de Igor Markevitch en 1952. Markevitch me había escuchado en Buenos Aires y ya entonces estaba convencido de que me convertiría en director gracias a mi sentido del ritmo. Así que me había invitado a venir a Salzburgo, la razón de nuestro pequeño desvío en el camino a nuestro nuevo hogar en Tel Aviv.
Desde Salzburgo fuimos a Viena, donde mi padre dio una clase en la academia de música. Di seis conciertos en Viena, entre ellos un recital y un concierto con orquesta en el Konzerthaus, y un recital en la Embajada estadounidense con un programa completo de música americana. Recuerdo que aquello me hacía muy feliz, me encantaba actuar.
A finales de 1952 regresamos a Roma y desde allí tomamos el barco a Haifa para comenzar nuestra nueva vida en Israel. Cuando llegamos, mis abuelos ya habían acondicionado el apartamento donde viviríamos. Mis abuelos hablaban español y yidis, yo solo hablaba español y algunas palabras infantiles de alemán que había aprendido durante las semanas que pasé en Austria. Lógicamente, la continuación de mi educación era un asunto que no tardaría en abordarse. Mis padres hablaron con el director de la escuela y este les explicó que me iba a ser imposible seguir el plan de estudios en hebreo. Así pues, recibía clases particulares de hebreo por la tarde y asistía a la escuela, de manera que poco a poco iba entendiendo más y más cosas.
Fue una época muy emocionante: una nueva tierra, un nuevo país con un enorme significado para una familia judía. Recuerdo que disfrutaba mucho de la vida, excepto por la cuestión del idioma. No obstante, pronto hice amigos, algo que me imagino que era mucho más fácil entonces de lo que sería hoy. Recuerdo que hice un recital en el Museo de Tel Aviv en enero de 1953, así como una audición para la Filarmónica de Israel. Decidieron invitarme y al concierto vino… ¡David Ben-Gurión! Un tío mío era miembro del partido socialista Mapai. Tenía conexiones con el Gobierno y consiguió que Ben-Gurión viniera. Lo conocí después del concierto y él estaba muy feliz. Pero le dijo a mi padre que teníamos que cambiar nuestro apellido de Barenboim a Agassi, el equivalente hebreo (ambos significan “peral”) del judío Birnbaum. Ben-Gurión dijo que era vergonzoso llevar un nombre judío tan antiguo, que necesitábamos un nombre hebreo moderno para reflejar el moderno Estado de Israel. Él también había cambiado su nombre. Mi padre se negó cortésmente, pero a Ben-Gurión le agradé. No sabía absolutamente nada de música, pero leía mucho. La escuela a la que yo iba estaba a la vuelta de la esquina de su residencia y me ofreció practicar allí. Simón Peres era su secretario y me abría la puerta cuando llegaba a practicar. Me educaron en la amabilidad y agradecí enormemente a Ben-Gurión que me permitiese usar el piano en su residencia. Pregunté si había algo que pudiera hacer por él. Me contestó que sí y que le encantaba leer, también en idiomas que no hablaba muy bien. Uno de sus libros favoritos era Don Quijote, de Miguel de Cervantes, y, en un pacto más bien poético, Ben-Gurión me pidió que le leyera pasajes de la obra en español cada vez que viniera a casa a practicar.
Estuve en Israel sin mudarme desde diciembre de 1952 hasta el verano de 1954, cuando regresamos a Salzburgo, esta vez para participar en las clases de dirección de Markevitch. Aquel verano también conocí a Wilhelm Furtwängler, una de las influencias más duraderas de toda mi vida musical. No sé cómo se dieron las circunstancias, ojalá lo supiera. Por supuesto, aunque era un niño, sabía quién era Furtwängler. Lo había escuchado en Buenos Aires dirigiendo la Pasión de san Mateo en 1950, y naturalmente fue algo muy especial cuando me lo presentaron en el verano de 1954. Imagínate: me encantaba tocar el piano y habría tocado para cualquiera, incluso para el camarero del hotel. Furtwängler era muy amable, me pidió que tocara prácticamente todo lo que se me ocurriera en ese momento. Él también puso a prueba mi audición. Era muy agradable, aunque la comunicación era difícil: yo no hablaba alemán, él no hablaba español y muy poco inglés. Sin embargo, había un traductor y le dije que lo había oído en Buenos Aires. Entonces me invitó a tocar con la Filarmónica de Berlín. Mi padre le dijo que este era el mayor cumplido que podría haberme hecho, pero le pidió que entendiera que, como familia judía de Argentina, en nuestro camino a Israel, le parecía que era demasiado pronto para ir a Alemania solo nueve años después de la guerra. Furtwängler lo entendió y le pidió a su secretario que llamara por teléfono a todos sus colegas que estaban en Salzburgo para que encontrasen la ocasión de escucharme. Incluso cuando era pequeño, recuerdo que me confundía el hecho de que fuera aceptable estar en Austria, donde la gente también hablaba alemán, pero no en Alemania. Mi padre realmente no sabía responder a esto y seguía siendo un tema muy poco claro para mí, al igual que para mucha gente.
Si Furtwängler fue el director de orquesta que más me influyó, Arthur Rubinstein
fue el pianista más importante. Conoció a mis padres en Buenos Aires, venía de visita y yo tocaba para él. Para cuando estábamos viviendo en Israel, Rubinstein vino a Tel Aviv para actuar. Por supuesto, fui a un ensayo y él se alegró mucho de verme y me dijo que fuera a su hotel el jueves a las cinco de la tarde para que pudiera tocar para él. Quería ver mis progresos. Aquella mañana de jueves me desperté con fiebre alta y mi madre me dijo que no podía ir a la escuela y, por supuesto, que no podía ir a ver a Rubinstein. Dije que no pasaba nada por no ir a la escuela, pero tenía que ver a Rubinstein. Tenía que tocar para él. Tuvimos un tira y afloja y gané. Pero cuando llegué al hotel, Rubinstein y toda su familia se habían ido de excursión a Galilea por la mañana y no habían vuelto. Así que me senté y esperé. No podía entenderlo. No podía imaginar que Rubinstein no hablara en serio cuando me dijo que fuera, o que me había olvidado. Me senté allí durante horas. Me sentía desgraciado. Luego, alrededor de las ocho de la tarde, él y su familia (su mujer y sus dos hijos) entraron en el vestíbulo. Me miró y vi en su cara una expresión de dolor, de darse cuenta de que había olvidado a este pobre chico. Se deshizo en disculpas. Me miró y me dijo: “No tienes buen aspecto”. Le dije que tenía fiebre y me dijo que no debería haber ido. Pero le dije que tenía que verlo, que tenía que tocar para él, así que subimos a sus habitaciones y toqué. Toqué durante una hora, Schubert, Liszt y Brahms. Cuando terminé, alrededor de las 21.30, me dijo que no podía volver a casa todavía, que tenía que quedarme y cenar con ellos. Estaba muy feliz, me sentía eufórico. Pensó que había tocado muy bien, se alegraba de comprobar mis progresos. Bajé al restaurante con él, su mujer y los niños. Vio que todavía tenía fiebre y me dijo que con aquella fiebre solo debía hacer una cosa: tomar un vodka. Así que me dio el primer vodka de mi vida. Y después de cenar me regaló un puro Montecristo Número 3 Habana. Dijo que debía fumarlo y que, con el vodka y el puro, al día siguiente me encontraría bien. Cuando llegué a casa era la una de la madrugada. No había llamado a mis padres. Estaban muy preocupados y llegué a casa oliendo a vodka y puros. Y mi padre dijo: “¿Dónde diablos has estado?”. Le dije: “Con Artur Rubinstein”. A mis padres les costaba un poco creerlo. Pero así es como empecé a fumar (¡y casi también a ser bebedor habitual de vodka!) y nunca he dejado de hacerlo desde entonces.
Igor Markevitch también contribuyó a mi formación de muchas maneras. No solo descubrió al director que había en mí cuando aún era un niño, sino que también presentó a mi familia a Nadia Boulanger. Ella vivía en el sexto piso del 36 de la Rue Ballu de París. Nos recibió educadamente y me preguntó si estaba listo para tocar. Cuando respondí que sí, ella le dijo a mi padre, siempre con amabilidad, que tenía que quedarse fuera. Recuerdo que toqué para ella el Concierto italiano de Bach. Cuando volvimos a salir, dijo algunas palabras de elogio a mis padres y que sería un honor para ella enseñarme. Ella me instruyó durante un año y medio y no cobró ni un céntimo por las clases. Mi padre siempre quiso que tuviera otro maestro a su lado, como garantía. No tenía título y le preocupaba que no fuera suficiente. Por la misma época en que nos mudábamos a París, mi padre incordió a Carlo Zecchi, de la Academia de Santa Cecilia, para que me admitiera en su clase. Cada tres semanas tomaba el tren de París a Roma con mi madre. Yo, “Danielino”, como me llamaba, siempre tocaba el último, y los otros estudiantes eran muy amables conmigo. Era un niño feliz, un adolescente feliz, con una curiosidad insaciable y un sentimiento de pura alegría cada vez que hacía música, un sentimiento que nunca me ha abandonado.
Recordar aquellos primeros años, a pocas semanas de mi 80º cumpleaños, me hace verlos completamente normales y extraordinarios a la vez. No me sentía tan joven como era entonces, ni me siento tan viejo como soy ahora. Mirando atrás, entiendo hasta qué punto mis experiencias infantiles deben de parecer extrañas a cualquiera que no las haya vivido. Para mí, sin embargo, son simplemente mi vida. Todo me parecía normal, no puedo decir otra cosa. A través de su amor, cuidado y sabiduría, mis padres me inculcaron un sentido innato de la confianza que me ha guiado a lo largo de mi vida y de mi carrera: crecer para convertirme en un joven que viajaba y actuaba solo, empezar a hacerme un nombre como director, reafirmándome, una y otra vez, en mi doble condición de director y pianista. La música siempre ha sido un placer, nunca un deber, aunque empecé a darme cuenta muy pronto de que había ciertas cosas que tenía que hacer. Por ejemplo, darme una ducha antes del concierto, alrededor de las seis de la tarde. Mantuve esta tradición toda mi vida. La música no es una profesión, es una forma de vida. Así es como he vivido toda mi vida: en la música y a través de la música.