Isabel II: el reinado de la imagen
Cuidada y calculada, pero también artística y contemporánea. Un viaje acelerado a través de siete décadas de retratos de Isabel II a cargo de grandes fotógrafos, como Cecil Beaton, Yousuf Karsh, Snowdon o Rankin. Y una pregunta de Juan José Millás: ¿dónde está su bolso?
Las fotografías deberían tener una cara y una cruz, como aquel cuadro de Van Gogh en cuyo reverso, y gracias a los rayos X, se descubrió hace poco un autorretrato del artista oculto bajo una capa de cola. Desde la espalda del cuadro, en fin, el pintor holandés observaba el efecto que provocaba en los espectadores su Retrato de una campesina con cofia blanca que aparecía en el anverso.
Es un decir.
Cuando a A...
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Las fotografías deberían tener una cara y una cruz, como aquel cuadro de Van Gogh en cuyo reverso, y gracias a los rayos X, se descubrió hace poco un autorretrato del artista oculto bajo una capa de cola. Desde la espalda del cuadro, en fin, el pintor holandés observaba el efecto que provocaba en los espectadores su Retrato de una campesina con cofia blanca que aparecía en el anverso.
Es un decir.
Cuando a Alfonso Guerra, convaleciente entonces de una enfermedad, le aseguraban que tenía muy buen aspecto, contestaba que la fotografía era mejor que la radiografía. Significa que la cruz está siempre ahí, aunque no se muestre. Todos tenemos un pecho y una espalda, una cara y un culo. Nos retratan de frente porque en la cara hay una acumulación de identidad que no se da en el resto de las partes del cuerpo. De ahí la creencia de que la cara es el espejo del alma. Pero el espejo del alma de la recién fallecida no era su rostro, de una neutralidad considerable incluso cuando posaba para la posteridad.
Isabel II transportaba el alma en ese bolso que llevaba a todas partes y que curiosamente no sale en ninguna de estas imágenes que pretenden explicarla. Ese bolsito, del que tanto se ha hablado porque la metaforizaba, era su cruz, su reverso, su secreto, pues no sabemos si llevaba dentro el botón del armamento nuclear del Reino Unido, un paquete de kleenex o quizá unas pastillas de menta para la tos. Ese bolso, ausente de esta colección de cromos, atraviesa más de la mitad del siglo XX y parte del XXI. Si las cosas fueran como deben ser y no como son, en vez de hurgar en la biografía de la finada, deberían haberle hecho la autopsia a ese bolso, porque habría sido tanto como hacérsela a los últimos 100 años. Están a tiempo, antes de que la entierren con él por si algo de lo que guardaba en sus entrañas (un cepillo, un revólver, una polvera) le hiciera falta en la travesía del Leteo, que es el río del olvido.
En otras palabras, que lo que uno echa en falta en estas representaciones, todas tan estudiadas, tan artísticas, tan de álbum, es la antifoto. Y ahí es cuando nos vienen a la memoria la rebequita y la falda de cuadros con las que Isabel II recibió, dos días antes de morir, a la nueva primera ministra de su reino. Se da la circunstancia de que todo su vestuario, incluido el de etiqueta, tendía biológicamente a la ropa de andar por casa con la vocación con que el chándal tiende al esquijama. Nos encontramos pues ante una subespecie de monarca que gobernó desde una mesa camilla logrando entrar en la historia, paradójicamente, a bordo de un rolls-royce. No somos nadie.