El siglo XXI según Zadie Smith
En 2000, con apenas 25 años, esta londinense sacudió los cimientos del universo literario con ‘Dientes blancos’, una novela moderna y multicultural que la convirtió casi en una estrella del pop. Más de dos décadas después, Zadie Smith es una suerte de escritora total, un personaje que carga sobre sus hombros y sus libros lo mejor y lo peor de este siglo XXI.
Zadie Smith abre despacio la puerta de su casa en Willesden, en el noroeste de Londres, y saca la cabeza. Nos mira algo confundida. “Ah, sois vosotros, pasad”, dice. Pero no termina de abrir la puerta. Fija su mirada en la acera de enfrente, donde el fotógrafo ha aparcado el coche. “Ah, habéis alquilado uno de esos que se cogen por horas”, comenta otorgándonos un punto por gestión londinense nivel avanzado. Abre un poco más la puerta. Cuando el fotógrafo le pregunta si sería posible que aparcáramos el vehículo en la entrada de su casa, inmediatamente perdemos el punto. La autora pone cara de f...
Zadie Smith abre despacio la puerta de su casa en Willesden, en el noroeste de Londres, y saca la cabeza. Nos mira algo confundida. “Ah, sois vosotros, pasad”, dice. Pero no termina de abrir la puerta. Fija su mirada en la acera de enfrente, donde el fotógrafo ha aparcado el coche. “Ah, habéis alquilado uno de esos que se cogen por horas”, comenta otorgándonos un punto por gestión londinense nivel avanzado. Abre un poco más la puerta. Cuando el fotógrafo le pregunta si sería posible que aparcáramos el vehículo en la entrada de su casa, inmediatamente perdemos el punto. La autora pone cara de fastidio y se da la vuelta rumbo al interior de su casa.
Al cabo de un minuto aparece Nick Laird, poeta y novelista norirlandés, y esposo de la autora de Dientes blancos, con las llaves de su coche en la mano y sonrisa pacificadora. Desde la cocina se oye a la escritora: “Esperadme en el salón, por favor”. Al cabo de unos minutos, Smith aparece y propone hacer la entrevista en su despacho, en la primera planta de esta casa típica del norte de Londres, estrecha, de tres plantas, cocina en semisótano y un jardín en la parte trasera. Es su hogar, al que volvió tras una década en EE UU —regresó a Londres en 2020—, donde se mudó con su familia y dio clases de literatura creativa en la Universidad de Nueva York. “Todos los escritores dan clases ahí, es la única forma de poder pagar el alquiler, que es carísimo. De los que conocí, solo Jonathan Franzen se permitió no dar clases, y acabó mudándose a California”, recuerda sentada en su despacho, dando vueltas en una silla con ruedas que no parece ni especialmente cara ni demasiado cómoda. A nosotros nos ha reservado un sofá en el que se acumulan algunos trastos que parecen pertenecer a sus hijos de 8 y 12 años, incluido un ipad que estará a punto de caerse al suelo durante toda la entrevista. “Volví aquí, a casa”, dice mirando por la ventana hacia el jardín. Podía haber ido a cualquier sitio, le decimos. Y nos mira enfadadísima. “¿Estás loco? ¿Dónde iba a ir? Tenía esta casa. El colegio de los niños está aquí. Cambiarse implicaba una enorme mudanza, empaquetar cosas…”.
En Willesden sucede Dientes blancos, la novela que esta hija de jamaicana e inglés de 47 años publicó en 2000 y que, a los 25, la convirtió en el primer gran fenómeno literario del siglo XXI. También gran parte de su corpus literario posterior, incluida una incursión en el teatro, la comedia titulada La novia de Willesden. Pero volvió aquí porque le daba pereza meter cosas en cajas. Dientes blancos era un apabullante tratado sobre el Londres multicultural que se leía a toda velocidad y despertaba vocaciones. Es probable que muchos de los escritores que hace un par de años dejaron de considerarse jóvenes narradores decidieran dedicarse a esto tras leer ese libro. Dos años más tarde, su segunda novela, El cazador de autógrafos, también situada en Londres, gravitaba alrededor de la crítica a las nuevas formas de fama, muchas de las que había vivido ella en primera persona tras el éxito de su debut. La tercera, Sobre la belleza (2005), ambientada en Nueva Inglaterra, era una suerte de trasunto de E. M. Forster que sorprendió por su registro y recuperó parte del pulso perdido con su anterior trabajo. Luego, NW London volvía a la capital británica y recuperaba el espíritu multicultural de Dientes blancos, aunque esta vez se centraba más en lo material que en lo racial.
Su última novela hasta la fecha, Tiempos de swing, aborda su pasión infantil por la danza (Smith era fanática de las películas de Fred Astaire y Ginger Rogers) y profundiza en uno de los temas que más interés le despierta: la amistad. “Aunque no sé si soy muy buena amiga”, interviene. “Me distraigo mucho y estoy todo el rato escribiendo. Trabajando. Escribir lleva mucho tiempo y siempre parece muy urgente, cuando la verdad es que podrías tomarte una semana libre y no pasaría nada. No conozco muchos escritores que salgan a comer con sus amigos. Es mejor salir a beber por la tarde. Respeto la amistad, pero creo que mucha gente de mi edad descubre que realmente tiene muchos menos amigos de los que pensaba. La amistad es un deporte complicado, como el matrimonio”.
Además de sus cinco novelas, la inglesa ha publicado tres libros de ensayos, el último, Contemplaciones, escrito durante y sobre la pandemia. Su última publicación es Grand Union, un volumen de relatos que es a la vez carta de despedida a Nueva York, ensayo de nuevos formatos y catálogo de reflexiones. El escritor Jordi Puntí, seguidor de la autora desde sus inicios y con quien compartió escenario en una charla en 2017 en La Pedrera (Barcelona) con motivo del lanzamiento de Tiempos de swing, destaca su faceta como ensayista: “Entretiene y crea elementos de debate que tienen que ver siempre con sus grandes temas: la inmigración, lo social, lo racial. Creo que sus ensayos son una buena forma de aprender a leer sus novelas. La relación entre lo que escribe y lo que piensa está muy bien definida en los ensayos”.
Sigrid Kraus, editora de Salamandra, que publica los libros de Zadie Smith en España, ha estado ahí desde antes incluso de que la inglesa terminara de escribir Dientes blancos. Ella ha vivido el nacimiento y desarrollo de una escritora en la que el siglo XXI ha volcado todos sus vicios y virtudes. “El agente me mandó unas páginas de Dientes blancos y me quedé fascinada. En esa época tenía la convicción de que nunca hay que contratar nada sin leerlo entero. Quería esperar a que estuviera acabado, pero también tenía miedo a perderlo. Así que hice una oferta. Era baja, pero prometí que cuando pudiera leerlo entero la subiría. Me encantó. Para mí sigue siendo un milagro. ¿Cómo podía entender el mundo tan bien así a esa edad? Sin experiencia”, recuerda Kraus. El éxito de aquel libro entre el público fue tan grande casi como las sospechas que Smith despertó entre el establishment literario. La editora recuerda cómo muchos colegas veteranos la despreciaron como una versión algo licuada de Salman Rushdie o incluso de Hanif Kureishi. Cómo su fotogenia y su capacidad para aparecer la misma semana en un suplemento literario, en una revista femenina y en un tabloide no hacían más que confirmar las sospechas de la vieja guardia al respecto de aquella joven narradora.
Todo eso terminó por afectar a la escritora. “Hubo un momento, después de su segunda novela, en que estaba muy cabreada con el mundo, de muy mal humor”, recuerda Kraus. “Me hacía gracia porque parecía una niña adolescente, no tenía ganas de nada. Le preguntaban: ‘¿Por qué titulaste la novela así?’. Y me decía: ‘Sigrid, responde tú que a eso yo ya no lo contesto…’. O le decían: ‘En tu libro anticipas la falta de entendimiento entre el islam y el mundo occidental…”. Y ella soltaba que el hecho de que un periodista le pregunta eso a una chica como ella, que solo había escrito una novela, significaba que el mundo está muy mal. Luego fue muy sabia yéndose a EE UU. Ahí siempre eres uno más, porque hay tanta gente, tanto talento. Conoció a Toni Morrison y le fue muy bien. Hoy la veo como la Margaret Atwood de su generación, una mujer sabia y con una capacidad increíble para unir lo cotidiano con lo trascendental. Hace unas conexiones maravillosas, sorprendentes y lúcidas”. Tal vez la forma en que fue despachada por sus mayores en sus inicios hace que hoy Smith no sienta ningún interés por unirse a ninguna batalla generacional, a pesar de que, a su edad, ya está absolutamente legitimada para hablar mucho y mal de la juventud, para repetir los errores que antes cometieron sus mayores. “Odio que la gente mayor tenga opiniones sobre los jóvenes, me revienta”, interviene algo airada. “Bueno, yo tengo las mías sobre ellos, pero ya te digo ahora que no las voy a compartir con un periodista español. Tengo alumnos y los conozco un poco. Mira, al final son blandos como lo somos todos. Conocerlos de cerca me hace entenderlos mucho mejor que leyendo otro artículo sobre jóvenes en The New York Times. Seamos justos, los jóvenes también tienen opiniones sobre nosotros, supongo que es un esquema generacional que se repite. No sé, creo que es complicado imaginar tener 18 años y pasar una pandemia. Si a veces me cabrea un joven, pienso inmediatamente en que ha tenido que pasar por eso… y se me pasa”. La escritora recuerda cuando hace unos años, ya para nada sospechosa de ser joven e inexperta, declaró en una entrevista que la primera vez que visitó Jamaica con su madre aquello no le gustó nada. Se armó un revuelo tremendo. “Pero es que yo me refería a que me habían llevado de adolescente. Yo aquel verano solo quería quedarme en Londres con mis amigos, como todos los adolescentes, no irme a una isla con mi madre. Quería pasar los días en Camden”.
Alguien llama a la puerta del despacho. Es el fotógrafo y, tras él, su ayudante. Zadie repara en esta nueva presencia. “Ay, mira, hay otro”. Fernando, el ayudante, se presenta. “Hola, Fernando, ¿cómo te va?”, dice ella. En una breve conversación confirmamos que las fotos serán en el salón y que Zadie tiene hambre. Va a pedir algo de comer. También que no le apetece hablar del Brexit. “Es algo ya viejo. Cuando sucedió no estaba aquí, estaba en Nueva York. No tengo nada original que decir de eso, la verdad”, zanja el tema como zanjará los siguientes conatos por tratar temas que no le apetecen o que cree que el periodista no ha terminado de formular correctamente. Hoy, la autora de Sobre la belleza va a seleccionar cuidadosamente sobre qué va a hablar.
“No es científico, no puedo escribir de todo”, afirma. “Pero me interesan bastantes temas, lo que me facilita mucho las cosas a la hora de sentarme a escribir. Siempre intento buscar dónde habita el asunto que trato, encontrarlo en su lugar natural, no arrastrarlo al mío. Soy muy curiosa y jamás trato de forzar mi opinión por encima de nada. Por eso, muchas veces, cuando hago una supuesta crítica, termino haciendo más una descripción. Me atrae aportar claridad. La verdad es que no me interesa mucho cómo se siente alguien ante nada. No me interesan las opiniones de la gente que publica sus ideas sobre el mundo, no leo a columnistas que son meros opinadores”. Lo que tampoco parece interesarle mucho a la londinense ahora mismo es abrazar dos de los recursos más comunes entre los escritores actuales: la autoficción y la escritura para televisión. Sobre lo primero, admite estar sorprendida de que a algo que ya hacía Proust se le haya encontrado un nombre nuevo, y aunque afirma haber intentado escribir en primera persona, confiesa que “no ha sido posible”. “Vengo de la tradición de la novela inglesa, que es social y en tercera persona. La primea persona limita mucho. Escribir en tercera persona es mucho más enriquecedor”, sentencia.
En cuanto a entrar en el universo de las plataformas y las series, la autora admite que la televisión estos días necesita una cantidad de drama y acción que no se ve capaz de aportar. “Me parece muy vulgar. No puedo escribir de aquella manera, lo mío es siempre demasiado largo y tal vez adolece de la energía narrativa que la televisión requiere. La verdad es que igual no quiero escribir para la tele. Dos, tres años, productores, viajes a Los Ángeles… No quiero eso”. Zadie Smith lleva más de cuatro años escribiendo una nueva novela ambientada en la Inglaterra del siglo XIX.
Llega la comida. La escritora sale del despacho y vuelve al cabo de un momento con un bol de cartón lleno de nachos con cosas de distintos colores. Lo abre y, por alguna extraña conexión, recuerda el tiempo en que escribió perfiles para medios como The New Yorker. El de Eminem —la escritora es una gran seguidora del hip hop— para Five Dials es memorable. “Odio hacer perfiles, transcribir… Ya no los hago. Tú vas a tener que transcribir esto”, advierte con cierta maldad, mientras repara en que le falta un tenedor para poder comerse eso que ahora sostiene con las dos manos. Desaparece de nuevo y, al volver, entra en un modo reflexivo y algo taciturno. Desconocemos el efecto que tiene la cubertería en la psique de la narradora. “Una de las pocas cosas buenas de la mediana edad es que al escribir una no siente entrar en decadencia. Se siente muy afortunada de haber decidido dedicarse a escribir, porque esto no sucede con casi nada. Ganas recursos, soluciones. A mi edad, casi todo ya entra en declive. Menos las palabras. Eso sí, el asunto tiene un reverso. Me puede parecer más fácil escribir, pero tengo muchas menos cosas sobre las que hacerlo. En resumen, disfruto mi oficio”. Pero ya casi no encuentra tiempo para hacerlo. “Tengo dos hijos, escribo cuando están en el colegio. Paro en verano, en Navidad. He hablado con muchas escritoras jóvenes y nos pasa, claro, a todas lo mismo. Ojalá pudiera escribir cada día. Mira, hay una psicóloga inglesa que lleva 20 años publicando libros de éxito y solo puede escribir los miércoles, cuando no tiene pacientes. Es una locura. Estoy cansada, muy cansada todo el rato. Toda la gente de mi generación lo está. Y mira que me gusta mi generación, somos gente maja”.
Smith está ahora librando una cruenta batalla contra un nacho que se niega a claudicar ante la presión del tenedor. Aprovechamos ese momento de distracción para cambiar de tema. Lo único que logramos es volver a molestarla. Su inteligencia es tan grande como intimidadora. “Para mí, el arte es político. Es justo lo contrario a lo que has dicho”, interviene con tanta energía que logra finalmente partir ese nacho rebelde. “El debate va sobre complejidad o banalidad, no sobre si el arte debe o no ser político. El problema es la banalidad de las ideas. Siempre ha sido así. Tal vez confundes neutral con cuerdo. No soy neutral, me interesan la verdad y la libertad de pensamiento. No creo que esas sean cosas neutrales”. Deja el bol sobre la mesa del escritorio y mira por la ventana. “No quiero hacer otra cosa, solo escribir. A veces es muy complicado. Es estar sentada aquí mirando ese jardín durante 20 años. Visto así, no suena muy atractivo. Pero es lo que quiero. Uy, no te ofrecí comida, qué maleducada”.