Cómo ocultarse de un régimen de terror

El escritor Erich Hackl reconstruye la vida discreta de Reinhold Duschka, el artesano que escondió en su taller vienés a una madre y una hija judías en pleno horror nazi.

Reinhold Duschka y Lucia Heilman en la Ceremonia de Distinción de Reinhold Duschka como Justo entre las Naciones en 1991 en Viena.Archivo Centropa / Editorial Periférica

Tras la ocupación nazi de Austria, la biografía de Regina Steinig y Lucia, como la de otras familias judías, siguió el plan diseñado por la burocracia alemana con la precisión de un reloj. El despido en el trabajo de la madre, la expulsión de la escuela de la hija, el arresto del abuelo y su deportación a Buchenwald y su muerte sin explicaciones; la autorización de un matrimonio ario para presentarse en Berggasse 29 —eran vecinas de ...

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Tras la ocupación nazi de Austria, la biografía de Regina Steinig y Lucia, como la de otras familias judías, siguió el plan diseñado por la burocracia alemana con la precisión de un reloj. El despido en el trabajo de la madre, la expulsión de la escuela de la hija, el arresto del abuelo y su deportación a Buchenwald y su muerte sin explicaciones; la autorización de un matrimonio ario para presentarse en Berggasse 29 —eran vecinas de Freud— y confiscar su vivienda; el confinamiento en un piso colectivo de judíos; la obligación de lucir una estrella amarilla “del tamaño de una mano”; el seguro envío a los campos de exterminio como a sus vecinos. Entonces aparece en escena Reinhold Duschka, amigo de la familia, un callado y modesto artesano del metal, de carácter reservado, alpinista con anteojos, que decide enfrentarse al Holocausto y esconder a Regina y Lucia en su taller para salvarles la vida. Las oculta en el Werkstättenhof, un edificio industrial solemne que permanece en pie en el centro de Viena y donde cuesta imaginarse que una pareja pudiera vivir encerrada —a salvo— durante cuatro años.

Era una época de barbarie que transformó a cualquier vecino en un potencial delator, en un eslabón de la cadena que terminaba en la cámara de gas. Un tiempo que logró que una niña como Lucia, en plena huida tras el bombardeo aliado del edificio donde se había escondido buena parte de su adolescencia, contemplara su ciudad natal en un mar de llamas sintiéndose Nerón. Permaneció en cautiverio junto a su madre de los 11 a los 15 años, entre 1941 y 1944. Y los últimos meses de la guerra, durante el asedio aliado, siguieron ocultas en el sótano de un local comercial que consiguió Duschka en el corazón de Viena. Allí el miedo la dejó muda. Perdió la capacidad de hablar.

Fue la propia Lucia quien convenció al escritor Erich Hackl para que contara la historia en La cuerda invisible (editorial Periférica). Ni siquiera la familia de Duschka supo durante décadas lo que había hecho para salvar a dos enemigas del III Reich. Tras conseguir que fuera honrado como “justo entre las naciones” por Israel cuando ya era un nonagenario, Lucia se animó tras leer en el periódico el llamamiento de Steven Spielberg a los supervivientes del Holocausto para grabar sus entrevistas. Respondió, pero quería más. Y el resultado es el libro de Hackl.

¿Por qué el silencio de Duschka? Ella afirma que temía represalias en su negocio y que en su querido club de alpinismo se apartaran de él. Esto es, que en la sociedad austriaca las víctimas siguieran siendo víctimas. “Puede ser”, dice ­Hackl sentado en un café de Viena, “pero yo creo que se debe a su carácter. Duschka no consideraba su gesto una heroicidad. Se trataba de la mujer y la hija de un viejo amigo íntimo. Y sin embargo, durante esos años de la II Guerra Mundial, si a Duschka le pasa algo, ellas no hubieran sobrevivido”. Hackl sostiene que hubo más salvadores de los que conocemos. Personas que lo arriesgaron todo ocultando a submarinos, como se llamaba a los judíos que vivían en la clandestinidad.

Uno de sus compañeros de escalada trabajaba en la Gestapo. Antes de que acabara la guerra, recibió una denuncia anónima que atestiguaba que Duschka escondía a dos trabajadoras extranjeras en su taller. “¿Qué pasó?”, le preguntó años después el artesano. “La tiré a la papelera”.

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