El viejo arte del bordado está de moda
Una corriente de artistas emergentes recupera la costura como herramienta para desarrollar sus inquietudes y universos personales. Puntadas que se hunden en la historia para transmitir mensajes de vanguardia.
“Aprendí a coser antes que a escribir”, reconoce Aitor Saraiba (Talavera de la Reina, 1983). Sin embargo, hasta hace poco, este artista era más reconocido por sus dibujos, sus figuras de cerámicas, los murales que pintaba alrededor del mundo y sus libros. “En Patrocinio, mi barrio, había una tradición textil fuerte y parte de mi familia trabajó en algunos de esos talleres. La aguja siempre ha estado en mi vida y de niño les hacía los trajes a las muñecas”, cuenta. Sus primeras piezas textiles las creó en 2004. “Eran me...
“Aprendí a coser antes que a escribir”, reconoce Aitor Saraiba (Talavera de la Reina, 1983). Sin embargo, hasta hace poco, este artista era más reconocido por sus dibujos, sus figuras de cerámicas, los murales que pintaba alrededor del mundo y sus libros. “En Patrocinio, mi barrio, había una tradición textil fuerte y parte de mi familia trabajó en algunos de esos talleres. La aguja siempre ha estado en mi vida y de niño les hacía los trajes a las muñecas”, cuenta. Sus primeras piezas textiles las creó en 2004. “Eran metros de tejidos abandonados que encontraba, intervenía, pintaba y cosía para hacer patchworks gigantes”, apunta. Después empezó a dibujar cojines que su madre bordaba y el paso más importante lo dio hace seis años cuando inició su investigación sobre tintes naturales. “Primero aprendí todo sobre el telar de bajo lizo en Teranyina, un taller de Barcelona donde unas mujeres me enseñaron sus técnicas. Y más tarde acabé conviviendo con pastores de Valle de Carranza, en Bizkaia, para estudiar los procesos de la lana: desde el esquilado, hilado, lavado y cardado hasta el tinte”, cuenta. Ahora Aitor recibe encargos de obras textiles por parte del Museo del Prado, el Centro Dramático Nacional o el Museo Thyssen.
Los recuerdos de infancia de Saraiba están repletos de cajas de botones, hilos y retales. “En mi casa se bordaba todo y los corrillos de vecinas cosiendo en la puerta eran el Instagram de la época. Hablaban y veían lo que sucedía en la calle. Todo acontecía ahí”, dice. Y aunque eche de menos aquella comunidad de mujeres, bordar es un acto de soledad para él. “En un mundo en el que todo va tan rápido y en el que nos exigimos tanto, el bordado a mano lo frena todo”, asegura. Por eso, para Saraiba es primordial que los dibujos y palabras que traslada a sus telas tengan un significado especial. “Cuando bordo una frase es como si me la tatuara en el alma. Tiene que ser poderosa y me tiene que sanar. Se tarda un minuto en escribirla en un papel, pero tres días en bordarla. El vínculo que creo con ella es muy fuerte”, afirma.
Permeable al arte popular y sensible a la recuperación de tradiciones, Saraiba señala a los pañuelos de enamorados de Portugal como base de su inspiración. “La familia de mi abuelo es portuguesa y allí las chicas bordaban frases de amor a sus novios en los pañuelos para que los llevaran en el bolsillo. Cada palabra está en un color distinto y muchas tienen faltas de ortografía. Son preciosos”, dice. Aitor siempre lleva encima material para trabajar en los ratos libres. “Bordar en el metro mientras el resto va pegado a una pantalla es casi un acto de rebelión. Me gusta imaginar que alguien se anime a coser en casa después de verme”, añade. “Es algo que todos podemos hacer. Por eso he creado packs de costura”. Se refiere a unos kits que vende a través de su web que incluyen los mismos materiales con los que trabaja: telas recicladas y teñidas por él mismo, hilos y botones que compra en mercerías antiguas y sus bocetos para bordar encima.
A Gema Polanco (Valencia, 1992) su abuela le regaló la máquina de coser cuando la vista ya no le permitía usarla. Con ella en sus manos, esta artista multidisciplinar que venía del mundo del fanzine, la fotografía y el videoarte, sintió la pulsión de usarla. Empezó a bordar fragmentos de conversaciones con sus amigas y su mundo creativo dio un viraje. “Confía, tía, confía’, es una frase que me dijo una amiga y se me quedó grabada. La bordé sin saber nada de costura, a base de prueba y error”, cuenta. De ahí salió su primera pieza, una tela de gran formato con ese mensaje que expuso en la L21 Gallery de Palma de Mallorca en 2021 y que ahora cuelga en su estudio. Gema también ha trabajado como directora de arte para bandas como Carolina Durante, Cariño, Maika Makovski, Sen Senra o Hinds, pero ha sido en el textil donde ha encontrado la manera de canalizar muchas de sus inquietudes. “Me encantan los imaginarios de la estética que genera la música, sobre todo en los años setenta. Las máscaras que confecciono recuerdan a los maquillajes de la época glam y mis figuras humanas de tela remiten a las sacudidas del cuerpo en trance que provoca la música”, dice. En una pared de su estudio madrileño pende una bandera negra sobre la que ha bordado “Heatlhy is sexy” (Lo sano es sexi). “Me alucinan las banderas que llevaban las bandas de música y ponían detrás de la batería. También las pancartas protesta. Vi una manifestación en Grecia y algunas estaban hechas a mano. Me pareció increíble”, cuenta. Todo eso está presente en su obra.
Uno de los libros favoritos de Gema Polanco es Organic Music Societies, de Moki Cherry. Lo abre por la mitad y señala una fotografía de coloridas telas hippies. “Moki fue la mujer de Don Cherry, uno de los músicos de jazz experimental más cool que han existido, y ella realizaba de forma intuitiva todos los textiles que formaban las escenografías de sus conciertos”, cuenta. Así lo hace también Gema. “Lo mío es un bordado muy libre”, asegura. “Uso los dedos como pisatelas y para que no se quede un gurruño, aunque a veces sucede y me gusta, tengo que estar en tensión”, cuenta. Saca de una bolsa otra gran tela azul llena de dibujos hilados y explica: “Se llama Tengo los sentimientos a flor de piel y voy a construirles una casa con jardín. Está hecha con el punto más básico, el mismo con el que se hacen los dobladillos. Es lo más doméstico que existe y por eso me gusta. Lo aprendí encendiendo la máquina y apretando el pedal, igual que en la música. Técnicamente soy puro punk”, dice riendo.
La artista Carla Hayes Mayoral (Málaga, 1997) también aprendió a bordar de manera autodidacta y, estas semanas, varias de sus esculturas dialogan con cuadros del Museo Thyssen en la exposición Memorias mestizas, abierta hasta el 16 de mayo en Madrid. De padre ghanés y madre toledana, Hayes ha encontrado en la rafia el material idóneo para hablar de temas como la diáspora, las raíces, el mestizaje o el feminismo. “La rafia proviene de una palmera del mismo nombre de origen africano y se utiliza mucho en diversas culturas del continente. Al bordarla y tejerla, me embarco en un proceso de revelación en el que trato mi propia identidad, el pasado colonial español y sus implicaciones culturales”, explica.
Hayes trabaja en su tesis doctoral sobre el mestizaje y lo poscolonial en el arte contemporáneo desde la perspectiva afrodescendiente. Construye sus piezas a mano, se fabrica hasta el telar para llevarlas a cabo y asegura que ha llegado a tardar un año en terminar alguna, como el vestido expuesto en una de las salas del Thyssen. “Mi abuela cosía y algunas piezas las he trabajado teniendo en cuenta a mis ancestros”, reconoce. Las lecturas de su obra llevan el bordado a otras reflexiones. “Investigo sobre la esclavitud negra en España durante el periodo del Barroco y toda la huella que dejó ese suceso tan invisibilizado”, cuenta. Con aguja e hilo se pueden mostrar muchos mundos y el trabajo de estos jóvenes artistas lo evidencia.