Una gota en el mar de la desgracia
Hay dramas que nos afectan más y otros que nos apresuramos a olvidar: Afganistán, saharauis, sirios, pateras… | Columna de Rosa Montero
El otro día coincidí en una cena con un puñado de locos estupendos. Eran cinco hombres y una mujer de unos 50 años, compañeros de trabajo en una agencia inmobiliaria de Madrid, a los que, de pronto, se les había ocurrido la idea de irse a Polonia a llevar material humanitario a los centros de refugiados de la guerra y, de regreso, traerse unos cuantos ucranios a España. En un plis plas lo organizaron todo de manera ejemplar: contactaron con las oenegés polacas, consiguieron los vehículos y la financiación, los llenaron de suministros esenciales y concretaron qué personas traerían y cuál...
El otro día coincidí en una cena con un puñado de locos estupendos. Eran cinco hombres y una mujer de unos 50 años, compañeros de trabajo en una agencia inmobiliaria de Madrid, a los que, de pronto, se les había ocurrido la idea de irse a Polonia a llevar material humanitario a los centros de refugiados de la guerra y, de regreso, traerse unos cuantos ucranios a España. En un plis plas lo organizaron todo de manera ejemplar: contactaron con las oenegés polacas, consiguieron los vehículos y la financiación, los llenaron de suministros esenciales y concretaron qué personas traerían y cuál sería su destino en España (se encontró acogida para todos). Y allá que se fueron a la ventura Hipólito, Magnolia, Pepo, José María, Ricardo y César (más Tere y Ángeles que no viajaron pero que se ocuparon de cargar los coches), aunque ninguno de ellos tiene la menor pinta de aventurero.
Consiguieron montar tres vehículos, con dos conductores en cada uno, y compartieron el viaje con otros tres coches que venían de Jaén. Tardaron 48 horas en llegar a Varsovia, un viaje matador. Cuando entraron de madrugada en el enorme hangar de la ONG para descargar los suministros, Magnolia vio que el vasto espacio en penumbra estaba lleno de pilas de ropa dispuesta en ordenadas filas. Tardó un buen rato en percibir que esas pilas de cuando en cuando se movían. Que eran personas durmiendo en el suelo. Tan solo en ese almacén había 2.500 refugiados. “Cuánto he llorado en este viaje”, decía Magnolia. Cuánto lloraron todos. En total se trajeron (otras 48 horas de vuelta) a 31 ucranios, un gato y un perro. Al llegar a Madrid fueron directamente a Atocha, donde Renfe les dio billetes gratis, y los embarcaron a sus destinos de acogida. Es una gota en el mar de la desgracia, pero consuela.
Estas cosas, eso sí, hay que hacerlas bien. Hay que contactar con las oenegés, ir identificados, proporcionar verificables datos del destino final, porque en el estruendoso caos que vivimos abundan las mafias, los pedófilos, los proxenetas, que van al arrimo del dolor humano como quien va a pescar. De hecho, los refugiados que recogieron nuestros amigos estaban al principio bastante asustados. Es un mundo muy oscuro.
Uno de los conductores, Pepo Madruga, es también fotógrafo y documentalista e hizo un precioso vídeo sobre el viaje que colgué en mis redes. Tras verlo, algunos criticaron la iniciativa. Comprendo el desasosiego que despierta, porque es verdad que sentimos a los ucranios como hermanos y les abrimos hogares y fronteras, pero no hemos hecho nada por los sirios (qué colosal el fracaso de Europa en este tema) y permanecemos impávidos ante el moridero del Estrecho: el año pasado se ahogaron 4.404 personas intentando alcanzar España, y en el primer mes y medio de 2022 solo a las costas canarias llegaron 4.753 inmigrantes en 101 pateras, un incremento del 116% con respecto al mismo periodo en 2021. Y de estos seres sobrecogedoramente desvalidos no nos preocupamos. No les abrimos nuestras puertas como a los ucranios. Yo, por lo menos, no lo hago. Así de contradictorios y limitados somos.
Como la mayoría de los animales, los seres humanos tenemos un mandato genético para la defensa de nuestra manada. En su libro Sapiens, Harari explica muy bien cómo, al ir haciendo cada vez más compleja nuestra narración y más sofisticados los conceptos en los que creemos, los humanos hemos ido ampliando de manera extraordinaria las fronteras del grupo de “los nuestros”: de la manada a la horda, al pueblo, al feudo, al Estado. Que seamos capaces de identificarnos con los lejanos ucranios es ya un logro notable de esta evolución. Pero, por desgracia, aún nos falta mucho para tener una verdadera conciencia de lo humano. Por eso hay dramas que nos afectan más y otros que nos apresuramos a olvidar: Afganistán, saharauis, sirios, pateras…
Esto no empaña el valor del viaje de estos locos amables y modestos. Creo que no hay que renegar de lo bueno, sino aspirar a mejorarlo. Y esforzarse en recordar a todos esos parias de la Tierra a quienes nunca miramos. Pepo y otros amigos están preparando un nuevo convoy para traer 15 refugiados más desde Varsovia. Quizá deberíamos preguntarnos qué podemos hacer nosotros, mientras tanto.