Cómo Paloma O`Shea elevó la música desde un garaje hasta crear la Escuela Superior Reina Sofía
Pianista, mecenas y fundadora del centro de excelencia, la viuda de Emilio Botín analiza los 30 años de éxito de este proyecto pionero
Todo empezó en cuatro garajes de Pozuelo: “Como una start-up, dicen mis hijos”. Nacía algo puntero en la España de 1991. Pero no en tecnología, sino en arte, en educación. Al principio, Paloma O’Shea convenció a cuatro maestros: Dimitri Bashkírov, pianista; Zakhar Bron, violinista; Iván Monighetti, chelista, y Daniel Benyamini, intérprete de viola… Se matricularon 27 alumnos. Los primeros y los pioneros de un método y un tipo de enseñanza musical que iba a romper moldes. Ahora, 30 años después, en el presente curso ...
Todo empezó en cuatro garajes de Pozuelo: “Como una start-up, dicen mis hijos”. Nacía algo puntero en la España de 1991. Pero no en tecnología, sino en arte, en educación. Al principio, Paloma O’Shea convenció a cuatro maestros: Dimitri Bashkírov, pianista; Zakhar Bron, violinista; Iván Monighetti, chelista, y Daniel Benyamini, intérprete de viola… Se matricularon 27 alumnos. Los primeros y los pioneros de un método y un tipo de enseñanza musical que iba a romper moldes. Ahora, 30 años después, en el presente curso de 2021, la Escuela Superior de Música Reina Sofía (ESMRS) presume de haber formado a 800 músicos con carreras de éxito o de que el 16% de los componentes de las orquestas españolas han salido de sus aulas. Aparte de que comenzaron allí las carreras de pianistas Arcadi Volodos, Eldar Nebolsin, los hermanos Del Valle; chelistas de la talla de Sol Gabetta o Pablo Ferrández; cuartetos como el Quiroga o el Casals; relevantes cantantes —Celso Albelo, Ismael Jordi o Aquiles Machado—, violinistas como Ana María Valderrama; compositores…
Hoy la Escuela Reina Sofía es uno de los centros de formación musical más punteros del mundo gracias al tesón de su impulsora, Paloma O’Shea (Getxo, 85 años), y de un equipo en busca de la excelencia. Una obra que comenzó sin un plan concreto establecido, pero con la voluntad de cambiar radicalmente su campo y que hoy muchos imitan por haber dado la vuelta a algo tan delicado y complejo como la educación musical.
“Soy perfeccionista. Y eso es una lata”, comenta en su despacho de la plaza de Oriente Paloma O’Shea. En él se entremezclan ecos de las clases que mantienen al edificio en un limbo activo y trufado de música. Desde la ventana sobresale el Palacio Real, tamizado por un atardecer pulcro de invierno. Pero ella siente nostalgia de sus garajes bulliciosos en las afueras. “Eran cuatro, como te decía, pero acabamos haciéndonos con toda la urbanización. Allí nos pasábamos la vida. Comíamos juntos, los alumnos rusos se bañaban en una piscina en enero. Pero trabajaban de lo lindo. A veces con una manzana aguantaban horas y horas de ensayo”.
Hoy también le dan duro. Mantienen las cabinas abiertas entre las ocho de la mañana y las doce de la noche: “En las casas no podrían dedicar tantas horas. Los vecinos se volverían locos”, comenta O’Shea. Ella sabe lo que es enmendarse a una carrera así. La Escuela Reina Sofía fue una consecuencia de lo más lógica en su vida. En su caso hablamos de una pianista de vocación, determinada en la década de los cincuenta a hacer carrera. “Con 15 años gané el primer premio de la promoción en el conservatorio de Bilbao. Toqué en la sala de la Filarmónica; entre otras cosas, la Sonata Waldstein, de Beethoven; Evocación, de la suite Iberia (Albéniz), y una obra de Liszt que ahora se interpreta poco, San Francisco de Paula caminando sobre las olas”. Ya antes de aquello no se perdía un concierto. “Me fascinaban y me emocionaban tanto que le dije a mi madre que quería estudiar piano ocho horas al día”.
La vio tan empeñada que la enviaron a Francia con 14 años para prepararse. Comenzó su carrera en la música, pero a los 22 años se casó con Emilio Botín, el que fuera presidente del Banco Santander, y se apartó. Tuvieron seis hijos, pero ella siempre supo que volvería a cumplir con su destino de dedicación plena a la música: “Seis hijos, 20 nietos, 4 bisnietas y 800 descendientes espirituales, que son los alumnos de la escuela. Es mi descendencia…”, dice.
Llevaba a sus hijos al conservatorio de Santander. Todos ellos estudiaron solfeo y piano. Pronto comprendió en qué podía ser útil. “Había un profesor dedicadísimo al que se ha reconocido poco. Se llamaba Valcárcel y organizaba un concurso de piano para la ciudad”. ¿Por qué no convertirlo en algo nacional?, le propuso O’Shea. “¿Qué cree que va a decir don Emilio?”, le preguntó, con prevención el profesor. “Usted ocúpese del concurso, que de don Emilio me encargo yo”, contestó la esposa del banquero, recuerda ella ahora.
Entonces vivía su suegro. El patriarca Botín, todo un poder fáctico y financiero como presidente del Banco Santander en la España de los años cincuenta, sesenta y setenta. “Me dejaba hacer lo que me daba la gana. Siempre apoyó mis proyectos”. En cuanto O’Shea intuía dudas en su entorno, don Emilio padre resolvía a su favor. Así fue con el concurso de piano, que en su próxima edición cumple 50 años en Santander. Fue el germen de lo que la intérprete ha desarrollado después. Tanto de la Fundación Albéniz como de la Escuela Reina Sofía. Para todo ello pidió créditos al banco de la familia. “Y los devolví”, comenta.
Durante sus años de estudiante y en los primeros tiempos de su matrimonio, no dejó de acudir a conciertos. Ahora, tampoco. “Después pasaba a los camerinos y saludaba a las figuras. Así fui haciendo buenos amigos”. Entre los más íntimos, el director Zubin Mehta, el chelista Mstislav Rostropóvich, la pianista Alicia de Larrocha. Todos fueron importantes en esos primeros pasos. “Todos ellos estuvieron en el germen de la escuela”, comenta O’Shea. Mehta cuenta a El País Semanal: “Yo la animé con la idea y la aconsejé con los profesores. Después, lo demás, lo hizo ella. No paró hasta lograr levantar lo que hoy es una de las escuelas más importantes del mundo. Su entusiasmo no decayó nunca. No para”.
O’Shea recuerda también a Rostropóvich en esos primeros meses. “Sentado en mi casa, al teléfono. Llamando a músicos para que dieran clases. Él recomendó a dos de los primeros: a Monighetti y a Benyamini. A Zakhar Bron le convenció Mehta, y Bashkirov se ofreció. Quería vivir en España a toda costa. Le habían propuesto enseñar en Salzburgo, pero prefirió nuestra escuela”, comenta la impulsora y presidenta de la Fundación Albéniz. No lo dice sin pena. Bashkirov murió este año. Fue una columna vertebral en la institución. Nunca abandonó las aulas y creó toda una legión de alumnos que lo idolatran por su exigencia y por su alegría contagiosa a la hora de enseñar. “Le quería todo el mundo. Ensayaba con las ventanas abiertas, y el día que murió, la conserje de su casa vino a la escuela a pedir que algún alumno suyo tocara su piano como un último homenaje. Su muerte había causado conmoción en el barrio de los Austrias, donde vivía, a cinco minutos caminando de la sede”, cuenta.
El primer año sirvió de prueba. O’Shea pretendía dar un vuelco a la educación musical. “A medida que avanzaba el concurso de piano, salvo el primer año, 1972, que ganó Josep Colom, los españoles no destacaban. Y Colom ganó porque estudió en Francia. Yo estaba convencida de que el sistema educativo para la música en España contaba con muy buenos maestros y muy malos planes de estudio. Quería cambiarlo”, comenta.
Así que empezó a viajar para visitar escuelas por todo el mundo. “Podía hacerlo y lo hice. No había ido a la universidad, cierto, pero había hecho de mi vida mi propia universidad rodeándome de músicos e intelectuales como Federico Sopeña o eruditos como Enrique Franco, que me enseñaron mucho”, asegura. “Prefería eso a ponerme guapa para cualquier fiesta”, afirma. Visitó Francia, Alemania, Estados Unidos, la Unión Soviética… “El conservatorio de Moscú me impresionó, sobre todo la formación de los niños”. Lo bueno y lo malo. “Si alguien participaba en nuestro concurso y no pasaba las rondas pertinentes, eran terribles con las represalias en la época soviética. Podían apartarlos del estudio”, recuerda.
Fue apuntando métodos, escudriñando modelos. Al final, le quedaron claras dos cosas. Tenían que ver con su búsqueda del perfeccionismo. “Que los pequeños detalles conforman lo grande y que para eso debía contar con los mejores profesores, aparte de brindar la posibilidad a los alumnos de, desde el principio, poder actuar. Yo me recuerdo aún con las piernas temblando antes de salir al escenario. La actuación ante el público es el fin de este oficio y eso debe abordarse de manera natural, sin miedo”, insiste. Muchos alumnos eligen la escuela por esa razón. “Los obligamos a vestirse bien, preparan la actuación como si fueran profesionales. Hasta les damos una pequeña paga”. Y funciona. Poseen un auditorio dentro de la escuela perfectamente equiparable a otros donde se ofrecen grandes ciclos.
También tenía claro que debía conformar un sistema de financiación público-privado que distinguiera el modelo de gestión. “Las empresas han sido fieles desde el principio. Y muy generosas, teniendo en cuenta que estamos en un país donde aún ni se ha aprobado una ley de mecenazgo a la altura de los tiempos. Es una de las asignaturas pendientes de todos los gobiernos. La prometen, pero seguimos en un limbo en dicho aspecto”, comenta O’Shea. Por tanto, organizaron su propio método: “Lo repartimos por instrumentos y contamos con más de 100. Desde el comienzo, el Banco Santander se ocupó del piano, Telefónica de los violines, el BBVA de viola, Freixenet de la orquesta, la Fundación Areces del canto…”. Esto último merece punto y aparte.
Ocurrió en el segundo año. La escuela ya había causado revuelo con el primer curso. “Tanto que vino a verme Alfredo Kraus el segundo año y me propuso que quería colaborar, aún seguía activo, pero quiso transmitir mediante la docencia su filosofía de la voz. Luego él trajo a Teresa Berganza, también”. Con aquellos maestros, ¿qué joven cantante no quería entrar en la naciente escuela?
Pero no era fácil. El nivel de exigencia en las pruebas ha sido siempre determinante. “Aquí no entra nadie por recomendación”, asegura la presidenta de la institución. Las audiciones son duras. Implacables. Para el último curso se presentaron 499 aspirantes a los que se hicieron 179 pruebas. Fueron admitidos 37. Actualmente, la escuela cuenta con 154 alumnos de 34 nacionalidades diversas. De todos ellos, un tercio son españoles; otro tanto, latinoamericanos, y el resto, de otros países. Toda una cantera global de futuros músicos que realiza su admisión de forma rigurosa y equitativa.
La única exigencia que no se negocia es el talento. Quien demuestra albergarlo no tendrá trabas para que se desarrolle en las mejores condiciones dentro de la escuela. “El 100% de la matrícula es gratis. El coste de cada alumno al año asciende a 45.000 euros. Nos ocupamos de todo con becas. Nos movemos por criterios exclusivamente artísticos, pero también la acción social de la institución es importante”, afirma O’Shea. “En ese sentido, un 40% de nuestros estudiantes provienen de familias por debajo del umbral de la pobreza”.
La vida de todos ellos cambia radicalmente. Entrar en un centro así es tener seguro que a base de esfuerzo y voluntad, después, cada uno de los alumnos podrá dedicar su vida a la música. Así ha sido con los miembros del Cuarteto Quiroga, la formación española de esta categoría con una carrera internacional más sólida. Aitor Hevia (violín), Josep Puchades (viola), Helena Poggio (chelo) y Cibrán Sierra (violín), sus cuatro integrantes, se conocieron en las aulas de la escuela y allí decidieron agruparse como formación.
“Para nosotros, la Escuela Reina Sofía supuso la posibilidad de recibir la mejor educación especializada como cuarteto de cuerda que se podía recibir en Europa”, asegura Sierra desde Salzburgo, donde hoy imparte clases en el Mozarteum. “Tuvimos a los mejores profesores de nuestra disciplina y nos dieron así las herramientas para convertir nuestro sueño como músicos en nuestra profesión y nuestro modo de vida. Así, ahora, nosotros devolvemos lo aprendido a la sociedad, desde las diversas instituciones académicas superiores públicas donde ejercemos la docencia y desde los diversos escenarios en los que tocamos”, agrega. En ese sentido, la Reina Sofía también imprime un carácter de conciencia en la labor colectiva y el papel de los músicos en la sociedad. Valores, en suma.
Y una ambición por elevar la materia que imparte. La escuela creó escuela. Desde que existe el nivel de la educación musical ha crecido cualitativamente en España y hoy son ya otros centros fuera de Madrid los que se han convertido en referencia internacional, caso del Musikene de San Sebastián y la Escuela Superior de Música de Cataluña (Esmuc), con sede en Barcelona, entre otras. “Ha marcado un punto de inflexión en la educación superior de la interpretación musical en España y ha generado y estimulado en nuestra geografía nuevos modelos homologables a los de nuestros vecinos europeos, desde los ámbitos público y privado”, comenta el violinista del Quiroga.
Sobre todo en la especialización, algo para lo que la música de cámara es fundamental. “La ESMRS otorgó a nuestra especialidad un papel central en la educación integral del músico profesional de alto nivel. Ha labrado una cantera local de músicos que, tras consolidar carreras internacionales, se convierten ahora, para las nuevas generaciones, en modelos cercanos que estimulan la convicción de que desde aquí, con una educación superior bien planteada, también podemos sacar adelante un tejido estable y sostenible de grandes agrupaciones de cámara, aparte de instrumentistas, cantantes, intérpretes o docentes”. Sierra cree, en ese sentido, que España, desde que existe la institución donde se formó, “ha contribuido a redibujar así el mapa europeo de la educación y la interpretación musical”.
Esa era la intención primigenia de Paloma O’Shea. En ello creyeron sus cómplices de los inicios. A ello se han sumado los 90 profesores que componen hoy el plantel de la escuela y las 70 personas que trabajan en el centro. El 30º aniversario de su creación ha obligado a su fundadora a hacer balance. La primera gira que ha realizado la orquesta de alumnos y que los ha llevado junto a su titular, el colombiano Andrés Orozco-Estrada, por Austria, Hungría y Eslovaquia dio mucho que pensar a su fundadora: “Cuando veía a los chicos en el Musikverein de Viena, donde se celebra cada año el concierto de Año Nuevo, pensaba en los cuatro garajes donde empezamos. Sin duda, ha valido la pena. Y entendí perfectamente cuando me dicen una frase que me encanta: ‘Paloma, para nosotros, la escuela es buen rollo”.