Rota, una vida entre dos mundos
Decretada en 1953 por el todopoderoso dedo de Franco, la base militar se ha convertido, con el paso de las décadas, en un reducto de convivencia hispano-estadounidense donde se mezclan los idiomas, las culturas y los intereses mutuos. Una “anomalía” frente a la cual tampoco faltan esporádicas protestas.
Felipe Benítez Reyes, escritor roteño de 61 años, no había nacido cuando Rota cambió de piel y pasó de ser un mundo de campesinos junto al Atlántico de Cádiz a una base militar diseñada para estadounidenses, que querían blindar el mundo contra las guerras que les resultaran inconvenientes. Ahora, sin esas instalaciones, de utilización conjunta pero en la que manda el almirante español sobre el comandante estadounidense, ...
Felipe Benítez Reyes, escritor roteño de 61 años, no había nacido cuando Rota cambió de piel y pasó de ser un mundo de campesinos junto al Atlántico de Cádiz a una base militar diseñada para estadounidenses, que querían blindar el mundo contra las guerras que les resultaran inconvenientes. Ahora, sin esas instalaciones, de utilización conjunta pero en la que manda el almirante español sobre el comandante estadounidense, este pueblo resultaría inconcebible. Así define Benítez Reyes el misterio con el que él convive desde chico: “Rota es una especie de normalización de la anomalía”.
Esa unión que Franco certificó señalando con su dedo el territorio en el que debía instalarse este universo de milicias le parece al autor de El azar y viceversa, más que una instalación militar, “una industria” para el pueblo que la acoge. “Así fue a principios de 1950 y creo que hoy la percepción sigue siendo la misma”, explica el escritor.
Una industria en la que hay soldados de dos países, juntos en una identidad difícil de amasar, pero parece que altamente tolerada por los mandos de las dos partes. Y por la población, que en un número alto vive entre el sonido de los aviones, el idioma inglés y el español con acento andaluz cuya gracia no ha logrado ser vencida por el contagio de las lenguas.
Ese verbo del sur (en su caso, de Granada) es el que asiste a Antonio Maña Zafra, de 97 años, acaso el más viejo del lugar, que fue un médico asombrado cuando Franco llegó solo, a las 16.30 del 14 de octubre de 1953, al castillo de Luna, pidió a unas monjas que le mostraran el camino a las escaleras del torreón y allí señaló con el dedo índice dónde quería que estuviera lo que desde entonces se llamó la Base. Don Antonio estaba con un colega, el doctor Rodríguez Rubio, y ambos escucharon la vocecita atiplada (“impropia de un general”) con la que el dictador ordenó lo que había que hacer con aquel montón de kilómetros cuadrados que hasta entonces eran una mirada de campo y mar que daba al infinito. Vinieron enseguida las expropiaciones, que don Antonio juzga “generosas”; así se evitaron las protestas, “pues le quitaban a la gente todo”. Empezaron a llegar constructores y personal, de España, de América, “con el resultado de que Rota subió mucho de nivel”.
No había casi nada, “unas pensiones, el balneario, alguna fonda”; a los camperos se les ofreció el traslado a un pueblo creado para alojarlos, Nueva Jarilla, “y éstos a la vez alquilaron las casas a los americanos, y después vino la vida social, los bailes de los recién llegados con las roteñas”. “La compenetración”, dice don Antonio, “fue total”. “Los roteños veían a los americanos con aquellos cochazos, cuando nosotros no teníamos aún ni el seiscientos”, recuerda. Fue, pero al revés, como la película de Berlanga ¡Bienvenido, Mister Marshall!, “aunque en aquella cinta los americanos se fueron y aquí se quedaron, mezclados con los roteños y con los que vinieran de fuera, porque aquí no había especialistas en maquinaria grande…”.
“Al principio”, recuerda, “chocaban las costumbres; los americanos venían con la fama que les daban las películas, y aquí la gente era muy pacata. Pero nos fuimos adaptando, y ellos se fueron adaptando a nosotros. Les gustaba nuestra cerveza, ¡que pedían por cajas!, y esto se llenó de bares, de cabarés, de salas de fiesta, de billares, todo al estilo norteamericano”. Ahí entraba todo el mundo, “ellos dejaban propinas monstruosas”. Llegó a haber “11.000 muchachos de 20 años, así que imagínese cuántas fulanas vinieron de todas partes para calmar los calores de la edad”.
Un día, el gobernador de Franco le pidió a don Antonio, que acabaría convertido en alcalde de Rota entre 1963 y 1970, que le contara qué pasaba con las putas, “que la señora [doña Carmen Polo] estaba obsesionada con aquel desmadre”.
Él no recuerda grandes trifulcas, pero sí vio que tras la muerte de Franco los estadounidenses fueron convocados de urgencia, si vivían en el pueblo, a ponerse a cubierto en la Base, “y después no pasó nada, creían que iba a haber una revolución”. Vinieron las manifestaciones en contra de la OTAN (“¡Bases fuera!”), que don Antonio ha contemplado (como “facha total que soy”) con la tranquilidad del que tiene solo tres años para el siglo “y ya lo ha visto todo”.
Rota es apacible como el lomo de un gato, al lado de un gigante militar que se reparten estadounidenses y españoles por designio de Franco y, luego, por acuerdo de la democracia que nació en la Transición. Don Antonio dice (y muchos lo corroboran) que precisamente ha sido esa convivencia (“tanta gente gana buen dinero trabajando en la Base…”) la que ha impedido el gigantismo que se observa en las construcciones turísticas de la zona. “Aquí no ha habido esa codicia porque la gente tiene buen dinero”, afirma. Así que las calles, hasta la orilla, parecen preservadas para darle al lugar el aire de un poblado en el que el andaluz y el inglés americano juegan sin molestarse.
Por don Antonio pasa el siglo, pero sus paisanos de cualquier edad, y de cualquier procedencia, parecen estar de acuerdo con Benítez Reyes: la relación entre Rota y la Base es “la normalización de la anomalía”. En la citada novela de éste, El azar y viceversa, ese universo está descrito como si estuviera pasando por delante una película como aquellas de Berlanga. Ahora ya no hay la invasión de bares y otras distracciones, pero el aire de Rota está marcado por aquel pasado de asombro ante las novedades que hicieron que los chicos (y los grandes) se hicieran la ilusión de vivir en otro mundo, esta vez de naturaleza norteamericana. Venían los chicles y los discos, los peinados y la música, e incluso los cadillacs, y ahora que ha pasado el tiempo y ya no hay en las calles aquella abundancia de patrullas para controlar a los que se desmandaban fuera de la Base sigue habiendo símbolos que hacen a Rota idéntica a la que fue como consecuencia de aquella cesión de Franco.
“Rota”, dice ahora Benítez Reyes, “se dividía por entonces en dos arterias paralelas, la calle del Calvario y la avenida de San Fernando”. En el Calvario siguió viviendo el roteño del campo que, según el escritor, “iba con su motillo y con sus productos de las huertas”, mientras que en la avenida de San Fernando estaba, explica, “el mundo alternativo americano, con las barras americanas, las pizzerías y hamburgueserías, las lavanderías, e incluso aquellas patrullas a las que la gente del pueblo denominaba la chopatró, que era la traslación de Shore Patrol (patrulla de costa), usada por la autoridad militar para controlar el desmadre de los soldados de permiso”. Esas patrullas acabaron cuando se murió Franco, precisamente.
Cuando por aquí atracaba la Sexta Flota, desembarcaban en el pueblo más de 1.000 personas, que se juntaban con las 3.000 que ya habitaban la Base y sus alrededores, “cobrando sueldos de ultramar con los que llegaban a un país muy por debajo del valor del dólar, así que Rota era una fiesta”. Ahora los patrulleros son los propios soldados de permiso, que comen helados por las calles y buscan, al llegar a Rota para incorporarse a la parte americana de la Base, hacer fotos de las iglesias del lugar como si retrataran Macondo. Ahora ya no se encontrarán, dice Benítez Reyes, las señales que avisaban en inglés de los bares y de otras atracciones mientras paseaban por aquellas avenidas los borriquillos con atalajes decorativos que acarreaban los fardos de arena para las obras.
—¿En algún momento se resintió la idiosincrasia del pueblo?
—Dejando aparte las cuestiones geopolíticas, a este pueblo esa instalación militar le benefició. Los recursos de Rota eran pocos. El turismo se limitaba a unas cuantas familias de veraneantes y, en general, se vivía de la pesca, de la agricultura y del pequeño comercio. No había ni siquiera una burguesía potente. El convenio para instalar la base puso en marcha, en 1953, un aceleradísimo avance económico que dio paso a un cosmopolitismo espontáneo. Empezaron a convivir razas que nunca se habían visto aquí y se implantaron costumbres inéditas.
A gente como Benítez Reyes le dio una música nueva en la adolescencia. Y a los americanos, esas costumbres que vinieron a cambiar los situaron en su propio país de cierta manera, “no en un país extraño, sino en uno en el que podían vivir como si no hubieran salido de Nebraska, por ejemplo”.
Desde que la utilización de las instalaciones fue conjunta ya no se daban esas circunstancias, pero antes de que en Rota también hubiera fuerzas españolas “entrar en la Base era como entrar en un poblado norteamericano”. La globalización ahora lo ha diluido todo y Rota es, como todo el mundo, un reino en el que se alternan el pescaíto frito y la hamburguesa.
Persisten en los aledaños de la Base los eslóganes de los ochenta, “OTAN no, bases fuera”, porque, dice Benítez Reyes, las contradicciones persisten en los progresistas de Rota (y no tan solo), enfrentados a las implicaciones geopolíticas: “Puedes no estar de acuerdo con ellas, pero por otra parte sabes que el cierre afectaría, para mal, a miles de personas… Para muchos es casi su religión: pasaron de no tener futuro a tenerlo”. Se ha creado no solo una costumbre, sino también la evidencia de miles de empleos que la Base garantiza en Rota. Los que saben dicen que el cierre hipotético de esas instalaciones, que son españolas y estadounidenses, sería también “el fin de una industria”. Y qué industria.
Susana Reiné, marinero de primera, vive sirviendo a la Base, en su sección española, desde hace 16 años. Ella observa que hay “una relación muy buena de los roteños con la parte americana, y desde siempre hay americanos que se quedan a vivir”. Hace dos años se dijo, recuerda ella, que los americanos se iban a Marruecos “¡y la gente se tiraba de los pelos!”. Manuel Pérez García, coronel de origen asturiano, que es el jefe de prensa de la Armada en Rota, y que facilitó este reportaje, está aquí desde hace 30 años; se quedó a vivir en un piso que le alquiló un norteamericano y, con respecto al asombro que despertaban los estadounidenses de entonces, observa que “ahora también esos extranjeros pasan inadvertidos en la Rota de hoy”. Él se quedará para siempre aquí. “Este no ha tenido el aspecto de esos pueblos turísticos de costa, ese aire artificial, como de poblado internacional. Ha habido una planificación urbanística razonable, se ha edificado muy a lo ancho, pero muy a lo bajo, con muchas zonas de expansión”. Aquí mismo, en la Base, hay un bosque que parece trasplantado de Inglaterra, pero que está hecho, a lo ancho, con pura materia prima de la naturaleza roteña.
Si se va la Base, se oye decir, “¡el pueblo bajaría en Bolsa, se derrumbaría!”. Javier Ruiz Arana, alcalde socialista de Rota, cuenta hechos para convocar acuerdo con el aspecto humano que tiene esa convivencia militar. Los bomberos de la base, cuando hay incendios, son los de Rota. Los empleos directos que se generan, junto con los indirectos, que son los alquileres de viviendas o locales, así como las actividades relacionadas con el consumo, explican que sin la base habría Rota, “pero sería otro pueblo”. “Este lugar”, dice el alcalde, “ha cambiado con el mundo al ritmo de la realidad global. La simbiosis que ha habido aquí creo que no la ha habido en otras bases, quizá por la cercanía, el carácter. Que en los años cincuenta un pueblo pequeño de una España en dictadura, con muchísimos problemas económicos y sociales, se topase con la cultura de la primera potencia mundial fue un choque muy importante del que Rota ha salido ilesa”. Al fondo, mientras lo dice, se llena una mesa de pescaítos fritos.
Junto a los espacios inmensos de los hangares donde cada parte de la base cuida los materiales de guerra según las antiguas leyes del acuerdo que Franco puso en marcha en una fecha de la que ya queda un solo testigo, el almirante jefe de la Base, Ricardo A. Hernández López, y el comandante estadounidense Daniel Baird se reparten metáforas sobre la buena convivencia que preside las relaciones que cada tanto deploran los manifestantes. El español es quien manda, y la vecindad no conoce otros roces que los que de vez en cuando vienen de fuera, de protestas que ya son cada vez más espaciadas. Ellos están aquí, dicen, para preservar la paz mundial, y se diría que, en este día de septiembre en que están a punto de irse de la Base los afganos rescatados por Estados Unidos para llevarlos a vivir la esperanza de otro porvenir, nada hay ni en el mar ni en el horizonte que evoque otra cosa que la que proporciona ver, al otro lado de la bahía, un pueblo andaluz que en las tertulias empieza diciendo que tampoco es para tanto que haya base en Rota para decir, casi enseguida, que ellos mismos o parientes cercanos o ya muertos hicieron su vida gracias a este espacio que Franco señaló con el dedo y que ahora constituye, como dice el poeta, “la normalización de una anomalía”.