La palabra madrastra
Las familias se reconvirtieron. Sacudidas del yugo religioso, tantas están hechas de retazos: los tuyos, los míos y los nuestros
Madrastra acecha: ¿quién se atreve a pronunciar esa palabra? ¿Qué dice quien la dice, qué se le escapa cuando habla? La Academia irreal, como siempre, orienta y desorienta. La palabra madrastra le merece dos definiciones: la primera hay que pensarla un rato —”Mujer del padre de una persona nacida de una unión anterior de este”—, pero la segunda es contundente: “Madre que trata mal a sus hijos”.
No hay duda, no hay salida: ...
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Madrastra acecha: ¿quién se atreve a pronunciar esa palabra? ¿Qué dice quien la dice, qué se le escapa cuando habla? La Academia irreal, como siempre, orienta y desorienta. La palabra madrastra le merece dos definiciones: la primera hay que pensarla un rato —”Mujer del padre de una persona nacida de una unión anterior de este”—, pero la segunda es contundente: “Madre que trata mal a sus hijos”.
No hay duda, no hay salida: ser madrastra es toda una desgracia. Quien dice madrastra dice Cenicienta, una empleada doméstica de los tiempos en que las domésticas no eran empleadas, sino empleadas por sus dueños. Quien lo dice dice crueldad, explotación, dice maltrato, desamor. Y sin embargo no hay otras palabras para decir un hecho cada vez más notorio: que las familias ya no son lo que eran.
Durante siglos, la potencia de la ideología cristiana obligó a casi todos a formar relaciones constreñidas: un hombre y una mujer se ligaban —se “casaban”— para reproducirse y se reproducían y vivían juntos hasta que se morían; sus hijos vivían con ellos hasta que se ligaban a su vez y se reproducían y se morían, y así de seguido y amén y adiós muy buenas. (Los cristianos, por cierto, eran ambiguos: obligaban a todos a hacer lo que sus propios mandos debían evitar. Era una forma de decir a los suyos que la suya era una opción menor, la que quedaba para los más débiles: otro modo de llamarlos inferiores).
Pero la forma de la familia cristiana estaba clara y las palabras necesarias eran pocas: padre, madre, hija, hijo, hermana, hermano, nieto si acaso, tío, sobrino. La palabra madrastra —o padrastro, hermanastro, hermanastra— daba cuenta de una irregularidad: que el padre o la madre se habían muerto con prisa y el restante se había vuelto a ligar y entonces había hijos que vivían con una mujer que no era su madre, un hombre que no era su padre, unos niños que no sus hermanos —y, para mentarlos, se usó el sufijo astro.
(Astro es asco, cacaculopís. Astro, tan luminoso, se usa para oscurecer. Como en poetastro, por ejemplo, politicastro desastrado y desastroso: terminar algo en astro es condenarlo. Así los parientastros).
El problema es que las familias se reconvirtieron. Sacudidas del yugo religioso, ahora tantas están hechas de retazos: los tuyos, los míos y los nuestros, las familias patchwork, las relaciones que cambian y se cambian e inventan y se inventan. Los dogmáticos de siempre dirán que esas no son familias, arrogándose como siempre el derecho de decidir qué es y qué no es, pero lo cierto es que se imponen los modelos sin modelo; es tan común, digamos, ese chico que vive en una casa con su padre y la mujer de su padre y los hijos de la mujer de su padre y en otra casa con su madre y el hombre de su madre y los hijos del hombre de su madre —por no hablar del que vive con su padre y el hombre de su padre, un suponer, o su madre y la madre de su madre y el hombre de la madre de su madre, por ejemplo— y no sabe cómo se llaman las relaciones que lo unen a todas esas personas: cómo identificarlas, cómo darles una identidad. Podría caer en el oprobio de las perífrasis tipo el novio de mamá o el hijo de la mujer de mi padre: derrotas de la lengua. Podría decir madrastras, padrastros y hermanastros, más derrotas: astro, ya queda dicho, es asco. Porque no hemos producido nuevos nombres. Somos tan rápidos inventando palabras precisas que precisan cosas que se precisan poco y no hemos inventado palabras para estas nuevas funciones que están por todas partes.
Es el peso, todavía, de aquella religión. En el silencio de bloquear las palabras la religión boquea, sobrevive. Su último gran poder está en privarnos de nombrar, obligarnos a no nombrar lo que vivimos. Ya está bien. Dejar de hacer como si no existiera lo que existe, ponerles nombres a esas realidades, crearles sus palabras, sería otra forma de gritar que Dios no ha muerto porque no vivió nunca —y que los Reyes Magos eran los padres, los padrastros, los hermanastros, la mujer de mamá, todos los nuestros.