Dylan bajo la lluvia

Dylan lo cambió todo, y su influencia ha sido tan descomunal que sin él no hay nada: ni Van Morrison, ni Tom Waits, ni nada

El 23 de julio de 2009, Kristie Buble, jovencísima agente de policía en Long Branch, Nueva Jersey, recibió una llamada de unos vecinos alertándola de que un tipo raro estaba espiando una casa abandonada, como si buscara algo. Era de noche, llovía a cántaros y, cuando Buble llegó al lugar, se encontró con un viejo astroso. Le preguntó su nombre. “Bob Dylan”, contestó él. Vestía pantalones de chándal, impermeable y katiuskas; estaba empapado. “Me refiero al nombre de verdad”, sonrió Buble. El viejo dijo: “Robert...

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El 23 de julio de 2009, Kristie Buble, jovencísima agente de policía en Long Branch, Nueva Jersey, recibió una llamada de unos vecinos alertándola de que un tipo raro estaba espiando una casa abandonada, como si buscara algo. Era de noche, llovía a cántaros y, cuando Buble llegó al lugar, se encontró con un viejo astroso. Le preguntó su nombre. “Bob Dylan”, contestó él. Vestía pantalones de chándal, impermeable y katiuskas; estaba empapado. “Me refiero al nombre de verdad”, sonrió Buble. El viejo dijo: “Robert Zimmerman”, que es el nombre auténtico de Dylan. Buble recordó entonces que el célebre músico daba un concierto al día siguiente, a 45 minutos de allí, pero ni por asomo creyó que fuese aquel vagabundo perdido de noche bajo la lluvia. El viejo aseguró que dormía en un hotel, y Buble decidió acompañarlo; sólo al llegar comprendió su error: el viejo era de verdad Dylan. Su mánager (“un gilipollas pomposo”, según Buble) se lo llevó mientras le gritaba, y ella, viéndolos alejarse, sólo acertó a acordarse de su padre muerto, que había sido un gran fan de Dylan, y a murmurar: “Lo siento, Bob”.

Hay quien piensa que los genios sólo existieron en el pasado; es mejor no hacerles caso: son los mismos que, de haber sido contemporáneos de Cervantes y Shakespeare, habrían dicho que eran un par de cantamañanas. Es verdad, de todos modos, que la palabra genio adolece de un molesto énfasis romántico; pero yo me pregunto: si no vale para Bob Dylan, ¿para quién demonios vale? El caso es que la gente de mi edad lleva toda la vida escuchando a Dylan, desde que oficiábamos de monaguillos y en la iglesia había melenudos que aporreaban Blowing in the Wind con la guitarra, hasta que hace un año publicó su último álbum: Rough and Rowdy Ways. Dylan lo cambió todo, y su influencia ha sido tan descomunal que sin él no hay nada: ni Van Morrison, ni Tom Waits, ni nada de nada. Dócil al cliché del genio, Dylan tiene algo de monstruoso, como atestiguan sus múltiples biógrafos, siempre a la greña entre sí. Joan Báez, su pareja durante años, ha contado que, en sus giras, Dylan tardaba a veces menos tiempo en escribir una de sus canciones memorables que ella en ducharse. Una cosa no puede negársele a Dylan: siempre ha hecho lo que le ha dado la gana, para escándalo de los puritanos. A mediados de los sesenta fue llamado traidor por cambiar la guitarra acústica por la eléctrica y el folk por el rock; a mediados de los setenta se convirtió al cristianismo, y en septiembre de 1997 tocó en un concierto ante Juan Pablo II; en 2016 mandó a Patti Smith a recoger su Nobel a Estocolmo. Yo sólo lo he escuchado una vez en directo. Fue en Barcelona, y fue tremendo; cada vez que empezaba a tocar un tema, todos nos mirábamos con cara de “pero-qué-demonios-es-esto”, hasta que caíamos en la cuenta, pasmados: “Joder, pero si es Like a Rolling Stone”, o, “Dios santo: es Sara” (Dylan, que no ha parado de evolucionar, siempre es el mismo y siempre es distinto: otra marca del genio). A principios de junio hice un viaje de 14 horas en coche, solo y escuchando a Dylan; entonces decidí que el mejor momento de la música reciente ocurrió el 16 de octubre de 1992, en el Madison Square Garden, durante un concierto de homenaje a Dylan, cuando una banda compuesta entre otros por Tom Petty, Neil Young, Eric Clapton y George Harrison tocó con Dylan una versión de My Back Pages. La he declarado el himno oficial de mi país.

Vuelvo al 23 de julio de 2009. Mientras se dirigían al hotel de Dylan, la agente Buble y el viejo cantante conversaron. Buble no contó sobre qué; sólo dijo que el músico le pareció un tipo humilde y tranquilo, “mucho más amable que el 95% de la gente con la que trato a diario”. En cuanto al propio Dylan, que acaba de cumplir 80 años, nadie sabe con certeza qué andaba buscando, solo, a oscuras y empapado, en Long Branch; la versión más extendida asegura que quería conocer el lugar donde nació Bruce Springsteen, lo cual es imposible, porque esa casa se halla en la otra punta de la ciudad. En fin. Sea lo que sea lo que aquella noche de lluvia buscara Dylan, yo espero que acabe encontrándolo.

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