Elsa Peretti, las últimas notas de la diseñadora
Revolucionó la joyería contemporánea de la mano de Tiffany & Co., fue filántropa e icono de estilo. Una diseñadora única que creaba a partir del tacto, fascinada por elementos aparentemente insignificantes. Recordamos a esta mujer irrepetible, fallecida el pasado marzo, a través de sus amigos y de las notas que preparó para una entrevista que iba a conceder a El País Semanal y que su muerte truncó.
Elsa Peretti no solía dar entrevistas. Había vivido tantas cosas y de una forma tan propia que temía que no se pudiera captar su mensaje. Era la diseñadora de culto que revolucionó la joyería desde Tiffany & Co., la filántropa incansable que utilizaba su posición de privilegio para dárselo todo (literalmente) a los demás, impulsora de la cultura catalana, el icono de estilo —quizás a su pesar— al que siempre regresan los nostálgicos de la moda del siglo XX. Sin embargo, estaba pensando conceder una a El País Semanal pa...
Elsa Peretti no solía dar entrevistas. Había vivido tantas cosas y de una forma tan propia que temía que no se pudiera captar su mensaje. Era la diseñadora de culto que revolucionó la joyería desde Tiffany & Co., la filántropa incansable que utilizaba su posición de privilegio para dárselo todo (literalmente) a los demás, impulsora de la cultura catalana, el icono de estilo —quizás a su pesar— al que siempre regresan los nostálgicos de la moda del siglo XX. Sin embargo, estaba pensando conceder una a El País Semanal para hablar de su larga trayectoria artística y, sobre todo, de las injusticias sociales que le obsesionaban y contra las que peleaba sin descanso desde su fundación. Murió antes de poder hacerla. Dejó varios puntos a tratar en aquella conversación, reflexiones escritas desde su casa de Sant Martí Vell (Girona), donde pasó el confinamiento, y que el director actual de la fundación, Stefano Palumbo, ha cedido a esta publicación. Algunas tenían que ver con la necesidad de apoyar la cultura en estos momentos de incertidumbre. “Durante estos meses he reflexionado mucho sobre mi papel como filántropa. Creo que no puede haber una verdadera recuperación a no ser que todos los aspectos de nuestras vidas reciban el mismo apoyo. El arte no tendría que dejarse atrás, ha de ser considerado bien de primera necesidad”, expresaba. Otras hablaban directamente de sí misma y su responsabilidad ante lo que estaba por llegar tras la pandemia. “La filantropía no debería reemplazar los deberes del Estado, pero no puedo evitar reaccionar ante una tragedia tan grande. Y mientras reflexiono sobre cómo comenzar de nuevo, pienso en quién está pagando el precio más alto por esta crisis: los sectores más marginados de la sociedad, los últimos, los migrantes, los irregulares…, es aquí donde estoy concentrando los esfuerzos de mis intervenciones, tratando de hacer el máximo en este periodo de reclusión para aquellos que no tienen una casa, que viven en la calle, en un barrio pobre, en un asentamiento ilegal o en un edificio ocupado. Esta es la contribución que siento que tengo que dar”. A sus 80 años, Peretti no paró quieta. Ideó una reforma en el teatro que fundó en Barcelona, Akadèmia, para que los actores y el público pudieran seguir encontrándose en esta nueva normalidad y se involucró activamente con distintas organizaciones que apoyaban el acceso a la educación y a la salud. En los 20 años de andadura de su fundación, desembolsó más de 56 millones de euros financiando más de 1.000 proyectos en 80 países. Solo en Cataluña invirtió cerca de 5 millones en 56 iniciativas diferentes.
“Ahora seguro que vienen los premios y los homenajes, con la ilusión que le habría hecho recibirlos”, lamenta al teléfono una de sus mejores amigas, la fotógrafa Isabel Esteva, Colita. Se conocieron a finales de los sesenta, cuando Peretti recaló en Barcelona por primera vez huyendo del encorsetamiento y, como ella solía decir, “el aburrimiento” que rodeaba a la clase alta de su Roma natal. Allí comenzó a codearse con la gauche divine, los intelectuales y artistas que creaban sin cesar y en comunidad como forma de resistencia al franquismo. “Éramos unos pobres desgraciados. Ninguno teníamos un duro. Elsa por entonces tampoco, pero siempre fue generosa. Compraba obra mía, de Oriol [Maspons], de Xabier [Corberó]. Creía en nosotros y nos apoyaba”, recuerda la fotógrafa. Cuando decidió ir a Nueva York a probar suerte como modelo, se llevó un porfolio de fotos que Colita le había hecho. “Le decía: ‘Elsa, hija, estas no son fotos típicas de modelo internacional’. Pero le dio igual. Se las llevó. Se puso una peluca rubia, porque en aquel momento era el tipo de mujer que se llevaba en las revistas, y se calzó unas bambas para recorrerse Nueva York, cuando nadie las usaba entonces. Era así”. También se llevó al otro lado del charco una incipiente obsesión con las joyas. “Porque una amiga nuestra, Bel, era joyera. Y Elsa quiso probar. Se fue a un artesano de Gràcia y diseñó una lágrima de plata. Aún la conservo. De hecho, la única joya que llevo es de Elsa, claro”, recuerda Colita.
Fue en Nueva York donde todo empezó; su carrera como una de las diseñadoras de joyas más influyentes del siglo XX, pero también su mito. La Elsa Peretti del Studio 54, de la Factory de Warhol, la que posaba para Helmut Newton en la azotea de su piso de Manhattan. “Me da rabia que ahora todavía se la recuerde por eso. Ella era mucho más, una de las personas más creativas y libres que he conocido, y quizá una de las más influyentes de mi vida”, comenta el diseñador estadounidense Ralph Rucci, uno de los pocos amigos de aquella etapa que siguen vivos. La historia se ha contado en infinidad de ocasiones. Elsa comienza a diseñar joyas para los desfiles de Giorgio di Sant’ Angelo y a colaborar estrechamente con el que ella llamaba su “compañero de vida”, Roy Halston, uno de los creadores de moda más influyentes de los setenta. Fue él quien en 1974 (es decir, en la cima de su carrera en la moda) le presenta a Henry Platt, presidente de Tiffany & Co. “Buscábamos a alguien que pudiera capturar el talante tanto de la mujer joven como el de la adulta, alguien que pudiera crear joyas que se llevaran tanto con pantalón vaquero y jersey como con un vestido largo”, diría Platt de aquel encuentro. La firma ya era una institución, sobre todo tras el estreno, una década antes, de Desayuno con diamantes. Pero Elsa impuso sus condiciones. La primera, trabajar con plata, un material que hace medio siglo solo utilizaban las casas de lujo para realizar prototipos, pero que para ella era el único en que se podían hacer realidad su ideas. “Se las imaginaba en blanco, brillando, por eso la plata”, recuerda Rucci. La segunda fue una absoluta libertad creativa. Tenía su propio banco de trabajo y sus propias herramientas, porque lo que hacía no se parecía a nada conocido en el mercado. Creaba a partir del tacto, fascinada por el paso del tiempo en objetos que para muchos resultarían insignificantes. Un haba recogida del suelo, los huesos que de niña robaba en sus visitas a las catacumbas romanas (“porque lo que está prohibido permanece contigo para siempre”, decía) o una serpiente muerta que se encontró en el Ampurdán “y que miró y miró durante días hasta convertirla en joya”, rememora Colita. Nunca se había visto nada igual. “De repente, todas las mujeres que no se sentían atraídas por la joyería empezaron a llevar piezas de Elsa”, cuenta Rucci. Entre ellas, su amiga Liza Minelli, que solo lleva las suyas.
Su leyenda fue creciendo a medida que lo hacía su trabajo. En sus más de 40 años colaborando con Tiffany & Co. diseñó absolutamente de todo: joyas y decoración en plata, cristal o porcelana. Pero nunca se consideró artista, sino artesana. Viajaba de forma incansable de Japón a Barcelona, buscando manos capaces de aceptar el reto. “Elsa no sabía dibujar. Fue mejorando, pero no sabía. Lo que pasa es que tenía tan claro lo que quería y generaba unas relaciones tan profundas con los artesanos que no le hacía falta”, cuenta Colita. Fue la fotógrafa quien, a través de otra amiga común, le enseñó una casa abandonada en el pueblo gerundense de Sant Martí Vell. Se mudó sola, al principio sin luz ni agua corriente, y con los años lo convirtió en una pieza más de su legado, restaurando toda la localidad y decorándola con sus objetos. La creadora volvía a refugiarse en Cataluña a finales de los setenta, cansada de la agitada vida neoyorquina y tal vez del personaje que se estaba construyendo en torno a ella. Acababa de heredar la fortuna de su padre, el petrolero Nando Peretti, pero, como ella solía decir, “alguien que ha llevado una vida de kamikaze no puede regresar a la alta burguesía”.
“A Elsa en realidad nunca le interesó la moda. Ella era otra cosa. Cuando tuve los problemas con mi marca, me llamaba y me decía: ‘Ralph, tú estás por encima de eso, ese es un mundo de mierda, quítate prejuicios de encima porque estás por encima”, recuerda Rucci, que en 2019 volvió a París con su nueva marca, RR331, y un desfile inspirado en ella. “Esos jerséis, esos sombreros masculinos, sus gafas. Era única precisamente porque parecía que le daba igual”.
Elsa Peretti podría haber sido lo que quisiera. Tenía el estilo, el dinero y los contactos, pero tuvo la enorme valentía de elegir ser ella misma. Siempre decía que quería devolverle al mundo algo que a ella le vino dado al nacer. “No he conocido a nadie tan generoso. Con ella descubrí que se puede ser rico y no tener ese estilo de vida y esas ideas que yo asociaba con los millonarios”, rememora otro de sus amigos, el fotógrafo Manuel Outumuro. Durante el cambio de siglo comenzaron a llegar los premios y una cátedra con su nombre en el Fashion Institute of Technology de Nueva York. Y Peretti abría una fundación con su nombre y el de su padre para invertir su herencia en ayudar a los demás. Lo había hecho toda su vida. Ralph Rucci rememora unas de sus últimas conversaciones, hace pocos meses. “Me decía: ‘Estoy muy cansada de pelear. No hay suficiente dinero para paliar, aunque sea un poco, todo lo que va causar esta pandemia’. Creo que murió con esa impaciencia por querer aportar”.