Coser y contar

La metáfora del tejido es constante en la creación verbal: bordamos un discurso, hilvanamos ideas, hilamos palabras…

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El silencio y el estrépito. Eras solo una niña. Recuerdas a tu madre, después del trabajo, absorta en sus dos mundos cotidianos: los libros y la costura. Con el dedal o la lectura, todo era sigilo. Otras veces, la casa entera temblaba sacudida por ese tableteo entrañable de la máquina de coser o la de escribir. Siempre, el gesto de concentración. Enhebrar el hilo en el ojo de la aguja, fijar los ojos en las hebras de las líneas. Años después, leerías a Carmen Martín Gaite en El cuento de nunca acabar: “Pone...

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El silencio y el estrépito. Eras solo una niña. Recuerdas a tu madre, después del trabajo, absorta en sus dos mundos cotidianos: los libros y la costura. Con el dedal o la lectura, todo era sigilo. Otras veces, la casa entera temblaba sacudida por ese tableteo entrañable de la máquina de coser o la de escribir. Siempre, el gesto de concentración. Enhebrar el hilo en el ojo de la aguja, fijar los ojos en las hebras de las líneas. Años después, leerías a Carmen Martín Gaite en El cuento de nunca acabar: “Ponerse a contar es como empezar a coser; es ir una puntada detrás de otra, sean vainicas o recuerdos”. Trenzando lana o letras, aquellos gestos paralelos anudaban mundos.

En muchas lenguas, “texto”, “textura” y “textil” son palabras que comparten el mismo origen. La metáfora del tejido es constante en la creación verbal: bordamos un discurso, hilvanamos ideas, hilamos palabras, urdimos planes, nos devanamos los sesos, desovillamos enredos, nuestros relatos tienen trama, nudo y desenlace. El nombre de los antiguos bardos de los poemas homéricos —rapsodas— significaba “zurcidores de cantos”. En las historias más antiguas de la humanidad encontramos el rastro de remotas tejedoras. La mitología griega cuenta la trágica victoria de Aracne, una mujer que componía maravillosas narraciones sobre las páginas en blanco de la tela. Sus obras eran tan bellas que las ninfas acudían a admirarlas. Orgullosa de su habilidad, desafió a Atenea a un torneo de bordado. La diosa representó en su tapiz a las divinidades olímpicas en toda su majestad; la irreverente Aracne ridiculizó al mismísimo padre Zeus en sus torpes atropellos amorosos: Europa, Dánae y otras. Humillada por el descaro y la pericia de la joven, Atenea juró venganza y Aracne, aterrada, se ahorcó. Entonces la diosa la transformó en una araña que, terca, extrajo de su propio cuerpo un hilo con el que crear delicadísimos encajes. Siglos después, en Las mil y una noches, Sherezade diría: “El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está acechándote la nada”.

En las culturas tradicionales, los tejidos albergan significados, recuerdos, símbolos, mensajes: son escrituras. Los incas usaban quipus —cuerdas con flecos de distintos colores y grosor— para conservar leyes o leyendas. Sus libros estaban redactados con nudos y hebras, en un código que recuerda al de los ábacos. En el siglo XVI, los españoles, inquietos ante unos textos que les resultaban incomprensibles, ordenaron que los quipus fueran destruidos. Solo se han salvado algunos cientos, aún hoy enigmáticos e indescifrables. La conquista erradicó ese originalísimo alfabeto de hilo, un idioma de redes, secuencias y vínculos que parece anticiparse al lenguaje de la programación informática. Del mundo precolombino sí sobrevivió el telar de cintura, que relaciona simbólicamente el acto de tejer con el parto. Se ata como un cordón umbilical a un árbol, y el cuerpo que lo sujeta se mece moviendo la lanzadera mediante contracciones rítmicas. El parto, igual que la creación, necesita gestos de costurera: se corta un cordón, se cosen los desgarros de la madre y el ombligo se convierte en nuestro primer nudo. Como soñó Remedios Varo en su pintura mexicana Bordando el manto terrestre, el mundo fue —tal vez­— engendrado por mujeres que hablaban y tejían.

Una urdimbre íntima entrelaza tejido, escritura y maternidad. En La flor de mi secreto, de Pedro Almodóvar, la cámara retrata a la protagonista, Leo, a través de la máquina de escribir, y su rostro se adivina tras la celosía de las teclas. Después de un intento de suicidio, la novelista regresa a su pueblo natal para recuperar la salud. Arropada por su madre, su cuerpo frágil se dibuja detrás de un visillo con calados. Poco a poco, siente renacer su alegría y su deseo de escribir, sentada en la solana con las vecinas, escuchando sus anécdotas y cantos, mientras sus manos expertas se afanan en el encaje y resuena el traqueteo musical de los bolillos. La algarabía de ese tapiz de hebras y palabras le devuelve a la vida. En la costura, como en la escritura, no hay que dar puntadas sin hilo.

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