Una revolución ‘kitsch’
Se cumplen 30 años de la revolución Memphis, una extravagancia italiana que inyectó color, planos inclinados y algo de locura al diseño con la intención de protestar riéndose. Su fundador, Ettore Sottsass, ya no vive. Pero los muebles del grupo, que buscaban celebrar la vida, han vuelto convertidos en iconos de la contracultura pop.
En diciembre de 1980 un grupo de amigos de Ettore Sottsass se reunió en Milán, en casa de la periodista Barbara Radice. Hacía cuatro años que Sottsass y ella se conocían. Se llevaban 30 años. Permanecerían juntos 30 más, hasta la muerte del diseñador italiano de origen austriaco. Y Radice contaría la historia de aquella noche. Todos —Michele De Lucchi, Aldo Cibic, Marco Zanini o Nathalie du Pasq...
En diciembre de 1980 un grupo de amigos de Ettore Sottsass se reunió en Milán, en casa de la periodista Barbara Radice. Hacía cuatro años que Sottsass y ella se conocían. Se llevaban 30 años. Permanecerían juntos 30 más, hasta la muerte del diseñador italiano de origen austriaco. Y Radice contaría la historia de aquella noche. Todos —Michele De Lucchi, Aldo Cibic, Marco Zanini o Nathalie du Pasquier— menos ella habían estudiado arquitectura. Estaban cansados de las líneas rectas, del lema bauhausiano “La forma sigue a la función” y del color gris. Sottsass dijo que cuando uno come siempre lo mismo acaba sabiendo a cartón. “Urge ponerle un poco de mostaza”. Buscaban la mostaza. Terminaron cambiando de guiso. Una exposición en el Vitra Design Museum, en Weil am Rhein (Alemania), recuerda ahora aquel momento.
Achille Castiglioni lo supo resumir: “Veo a mi alrededor una enfermedad profesional consistente en tomarse todo demasiado en serio”. Había llegado el momento de probar con otra cosa. Que nadie se engañe: para Sottsass y sus amigos no había nada más serio que la risa. En un mes habían dibujado más de 100 propuestas y en septiembre del año siguiente el autor de la mítica Olivetti Valentine —portátil y de color rojo, que había sido diseñada para todos los ambientes menos para el de la oficina— convocó a un amplio grupo de diseñadores. Estaban Marco Zanini y Andrea Branzi, el japonés Shiro Kuramata y el resto de los fundadores. Barbara Radice trataba de dar con una teoría para el grupo y el propio Sottsass le pidió a una estudiante francesa de 21 años que se sumara a la iniciativa. Martine Bedin terminó diseñando la lámpara Super Lamp, una de las más icónicas de la historia que todavía produce, y comercializa, Memphis Milano. Pero no adelantemos acontecimientos.
El japonés Masanori Umeda, que por entonces vivía en Milán, recibió también la invitación de Sottsass. Contestó diseñando un ring para que lo utilizaran “para rezar, dormir, jugar, conversar o lo que se les pasara por la cabeza”. Ese escenario de tatamis y lucha se convirtió en el espacio de un diálogo que concluyó que era necesario recuperar el mal gusto. Para contestar a la cultura de la seriedad arquitectónica decidieron trabajar con lo contrario: los colores, las curvas, los planos inclinados. Matteo Thun, Nathalie du Pasquier —que diseñaba textiles—, Bedin y, por supuesto, Sottsass se retrataron en el ring entre agotados, fascinados y abrazados. Es, posiblemente, la foto de grupo más famosa de la historia del diseño. Estaba en la galería de arte milanesa Arc’74. Corría el mes de septiembre de 1981 y allí se mostraba la traducción de las intenciones rupturistas en muebles rompedores. Tres mil personas esperaban en el Corso Europa para poder entrar. Las estanterías, los sillones y las mesas expuestas eran excéntricos, llamativos, más feos que bonitos, definitivamente kitsch para el gusto moderno. Parecían sacados de un cómic. Pero estaban llenos de vida. Conectaban con el pop más festivo. Era la primera exposición de muebles de Memphis. El nombre lo había encontrado Sottsass aquella tarde de diciembre en la letra de una canción de Bob Dylan: Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues. Y, como les había sucedido a Renzo Piano y a Richard Rogers cuando presentaron su rompedora, colorista y enloquecida propuesta para el Centro Pompidou, en París, la gamberrada les salió bien. Habían sabido detectar la urgente necesidad de cambiar, de vivir, de tomarse las cosas, tal y como había dicho Castiglioni, un poco menos en serio.
Más que transformar la arquitectura, el Pompidou había cambiado la idea de la ciudad. Demostró que se podía intervenir en un centro histórico hablando idiomas irreconciliables. ¿No era eso una ciudad? ¿Una convivencia de desconocidos? La pregunta ahora era si Memphis conseguiría cambiar el interior de las viviendas. El diseño, la manera de sentarse, los objetos que nos indican que estamos en casa.
Los más rompedores no tardaron en apuntarse. El diseñador alemán Karl Lagerfeld amuebló su apartamento en Montecarlo con la estantería Carlton, que Sottsass ideó para separar espacios, y con la lámpara Tahití, una de las más icónicas de la colección, que el creador de moda español David Delfín se tatuaría después en un brazo. Memphis permaneció nueve años en casa del diseñador que revolucionó Jean Patou, Fendi y Chanel. Alababa el humor y la libertad de aquellos muebles. Pero sabía que la moda pasa de moda. En 1991 Sotheby’s subastó su colección de Memphis originales.
A principios de los años ochenta, en España, solo un tipo era capaz de entender cuánto futuro puede tener una broma incomprensible. Javier Mariscal, el autor de los míticos Garriris, también llegó a Milán. Su carrito de habitaciones Hilton (1982) era pesado y puede que poco práctico, pero tenía cara de velocidad. El Mariscal de antes de Cobi ya era un tipo que celebraba los descubrimientos. Partidario de mezclar fiesta con trabajo, pintó de rojo, azul y amarillo y torció las patas del taburete Dúplex, uno de los iconos de la Barcelona de los bares, casi tan mítica en el mundo del diseño como la modernista. Hoy no queda casi ningún bar, pero el taburete Dúplex —”para gente que está nerviosa”— que diseñó con Fernando Salas se sigue vendiendo en reedición limitada. Ese asiento se adelantó a Memphis. Para 1987 convirtió su Garriri en silla y calzó zapatos en las cuatro patas. La empresa Akaba produjo ese otro icono español e internacional: la silla Mickey.
Memphis llegó una década después de que, desbancando la tranquilidad nórdica, el diseño italiano comenzara a triunfar por el mundo.
En 1972, el MoMA de Nueva York había mostrado la exposición Italia, el nuevo paisaje doméstico, donde Gae Aulenti, Joe Colombo, Enzo Mari o el propio Sottsass informaron de la nueva vanguardia de su país. A su comisario, el argentino Emilio Ambasz, le interesaba sobre todo la vanguardia de grupos como Archizoom y su Radical design, un contradiseño que buscaba romper con las formas tradicionales y que logró que la empresa Zanotta fabricara lo que las grandes marcas del diseño —Cassina o Poltronova— se negaban a producir. Alessandro Mendini tomó nota de los experimentos. Y cuatro años después fundó con Alessandro Guerreiro el grupo experimental Studio Alchimia. Era un diseño radical y sin embargo lúdico. Mendini ya no dejaría de jugar, aunque, curiosamente, no lo haría desde la alegría, sino más bien desde la melancolía. Cuestión de carácter. Su Poltrona Proust resume un poco su digestión de los cambios: convirtió una butaca rococó en un escenario puntillista como los cuadros de Paul Signac. Y la bautizó con el nombre del rey del recuerdo: Proust.
Sottsass participó de ese precedente de Memphis llamado Studio Alchimia, pero había algo en la producción de piezas únicas que rompía con la idea del diseño de quien creó una máquina de escribir portátil para llevarla a todas partes. Memphis quería ser para todos. El grupo buscó hacer más que proponer. Las lámparas y las sillas entraban por los ojos, contagiaban alegría. La aventura fue un éxito cultural. También un fracaso empresarial: no se vendieron más de 50 unidades de cada diseño, 50 piezas que hoy congelan un momento de rebeldía y osadía y que ahora valen su peso en oro. Para 1987 el mensaje de Memphis ya se había oído. Sottsass había abandonado el grupo en 1985. Y había decidido dedicarse seriamente a la arquitectura. La posmodernidad estaba construyendo el mundo. Y él comenzó a deconstruirlo desgranando los volúmenes coloristas de sus casas, como la Wolf, en Colorado (EE UU), o la Maui, en Hawái.
La creación es cíclica y, salvo raras excepciones, funciona por contrastes. El orden clásico renacentista o neoclásico sucedió al desorden medieval o barroco. El mundo de la moda explotó ese escenario de contrarios acelerando la velocidad de los cambios, y a los tonos pasteles les sucedían los fosforescentes de la misma manera que a las faldas cortas les sucedían las largas o a las perneras amplias los pantalones pitillo. Hasta que de pura prisa, rapidez, avaricia y agotamiento todo explotó. Y la gente empezó a hacer un poco lo que le dio la gana. Algo parecido sucedió en el diseño. Y eso se lo debemos a gente como Piano y Sottsass, como Mary Quant o Coco Chanel, gente que encontró su lugar en la historia diciendo basta y proponiendo otra opción. Hartos de la función y de la posteridad, Sottsass y sus amigos decidieron no ser funcionales por un rato. El amarillo se acercó al rosa, el turquesa a las rayas blancas y negras de las cebras, las formas se volvieron locas; todo hacía presagiar que aquello nacía para morir pronto, es decir, para celebrar la vida. Pero no fue una broma. Perdura. Y 30 años después continúa alegrando. Y haciendo pensar.