Periférica

Si todo sigue así, mi país, y otros tan pobres como él, vacunarán a sus habitantes en 2023 o 2024. Quizás me toque morir, pensé

El desplazamiento es una forma de escribir, de colocarse en estado de escritura. Así que el martes salí a caminar. Pasé por un restaurante al que suelo ir cuando se corta la luz en mi barrio. Estaba cerrado y no había señales de que siguiera funcionando. Era el final de la tarde, así que ya había lámparas encendidas en algunos departamentos. Cuando me mudé a Buenos Aires, en los años ochenta, esas lámparas me parecían una sofisticación formidable. Yo había crecido en una ciudad chica, donde las luces pendían del techo y servían para iluminar, no para “crear atmósfera”. A nadie se le ocurría qu...

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El desplazamiento es una forma de escribir, de colocarse en estado de escritura. Así que el martes salí a caminar. Pasé por un restaurante al que suelo ir cuando se corta la luz en mi barrio. Estaba cerrado y no había señales de que siguiera funcionando. Era el final de la tarde, así que ya había lámparas encendidas en algunos departamentos. Cuando me mudé a Buenos Aires, en los años ochenta, esas lámparas me parecían una sofisticación formidable. Yo había crecido en una ciudad chica, donde las luces pendían del techo y servían para iluminar, no para “crear atmósfera”. A nadie se le ocurría que las lámparas fuesen necesarias, pero yo ansiaba poseer algo de esa luz dulce que, creía, iba a otorgarme placidez y recogimiento. Estaba segura de que mi vida sería mejor cuando tuviera lámparas. Ahora tengo varias, pero la placidez no depende de eso. No depende de casi nada. Al doblar una esquina llegué a la parrilla donde una vez comí con el escritor argentino Rodolfo Fogwill. Recuerdo que ese día yo tenía fiebre y él insistía en que comiera asado y papas fritas, que eso me iba a curar. Cuando terminamos, me llevó a casa en auto, con ese estilo de manejo que tenía él, no sé si precavido o desatento. Antes de irse me regaló pastillas de regaliz. Dijo que eran para las náuseas, pero no las usé y todavía las conservo. Murió en 2010, un día de agosto. Sueño mucho con él. Lo extraño más cada año que pasa. A la vuelta de esa parrilla encontré una verdulería orgánica. Estaba decorada con austeridad jactanciosa. Entré y compre tomates. El chico que atendía me preguntó si quería llevar mangos chiquitos. Estaban en oferta, pero vi que, más que chiquitos, parecían podridos, así que le dije que no. Cuando volví a la calle, el calor suntuoso y desordenado del verano estaba por todas partes. Me dieron ganas de comprar nardos, de usar un piercing en la lengua. Pensé en David Lynch. Hace poco vi una entrevista que le hicieron en el Centro Universitario de Artes de Madrid. Él y sus manos voladoras. Las mueve continuamente de una manera que me adormece y me infunde paz. Sus películas son tortuosas; él —quizás porque practica meditación trascendental desde hace años— parece un hombre centrado, que se esfuerza por dar respuestas genuinas (igual, lo freak se le cuela por todas partes: cuando se detiene de golpe después de una respuesta, cuando habla con los ojos cerrados, cuando sonríe con un dejo psicótico). En esa charla le preguntaron por su proceso creativo. Él comparó —siempre lo hace— la búsqueda de ideas con la pesca: “Vas a pescar, no sabés qué vas a agarrar. Las ideas vienen, pero la mayor parte no resulta interesante. Y en algún momento viene una idea tremendamente emocionante. Es como atrapar a un pez”. No sé si me gusta ese símil. Sé lo que un anzuelo le hace a la boca de un pez, y no resulta bonito. Pero es verdad que, cuando uno tiene una idea “tremendamente emocionante”, siente lo mismo que cuando un pez tira de la tanza: júbilo y una paz exaltada. Caminé un poco más, siempre despacio, y llegué a una zona donde los frentes de las casas están cubiertos por enredaderas. Hice listas de autores a los que quiero releer —Maeve Brennan, Hebe Uhart, Rodrigo Hasbún—, de cosas que quisiera contemplar a menudo: nenúfares, abismos, monos. Las tiendas empezaban a cerrar, la decoración diurna se esfumaba como una marea que se retira. Y de pronto sentí que era capaz de seguir caminando siempre. De no regresar. Me cubrió un fulgor, como si me hubiera llenado de certezas. Soy esto, pensé: una mujer que camina, que tiene recuerdos. La habitante de un lugar muy pobre. Según la OMS, 10 países —Estados Unidos, China, Reino Unido, Israel, Emiratos Árabes, Italia, Rusia, Alemania, España y Canadá— acapararon el 95% de las vacunas contra el virus, algunos en tal cantidad que podrían inmunizar tres veces a su población. En enero, Estados Unidos vacunó a 12 millones de personas. Guinea, a 25: ese fue el total de las dosis que llegaron. Si todo sigue así, de acuerdo con los datos del Centro de Innovación en Salud Global de Duke, mi país, y otros tan pobres como él, vacunarán a sus habitantes en 2023 o 2024. Quizás me toque morir, pensé. He aquí una idea deslumbrante.

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