Algas, sabina y cal para redescubrir Ibiza a un ritmo pausado

Ejemplo de arquitectura tradicional, las casas payesas son la excusa perfecta para recorrer la isla balear en busca de playas, bosques y valles, así como una oportunidad para comer o alojarse en historia viva ibicenca

La iglesia de Sant Miquel de Balansat, en la isla de Ibiza.Nacho Sanchez

El mallorquín Miquel Puig viajó a Ibiza para pasar unos días en 1973 y acabó quedándose dos décadas. Recuerda su primera jornada en la isla cuando, tras subir a la parte alta de la ciudad, vio, tierra adentro, “un manto verde, ondulado, salpicado de puntos blancos”, según recoge en su libro Ibiza, hacia 1970. Decidió explorar aquel territorio y encontró un paisaje repleto de colinas y valles, de olivos, algarrobos y bancales, además de esas casitas blancas que había observado a lo lej...

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El mallorquín Miquel Puig viajó a Ibiza para pasar unos días en 1973 y acabó quedándose dos décadas. Recuerda su primera jornada en la isla cuando, tras subir a la parte alta de la ciudad, vio, tierra adentro, “un manto verde, ondulado, salpicado de puntos blancos”, según recoge en su libro Ibiza, hacia 1970. Decidió explorar aquel territorio y encontró un paisaje repleto de colinas y valles, de olivos, algarrobos y bancales, además de esas casitas blancas que había observado a lo lejos. En la distancia corta entendió que en este lugar se imponía otro ritmo de vida. Quedó atrapado. Y decidió adquirir una de las viejas viviendas payesas —sin baño, luz o electricidad— cerca de Santa Gertrudis de Fruitera. Hoy, ya con servicios básicos, aún quedan decenas de estas antiguas edificaciones, joyas arquitectónicas que viajan a los orígenes fenicios, a la influencia árabe y a tiempos, no tan pasados, en los que esta era la pobre de las Baleares. Conocerlas supone la excusa perfecta —¿cuál no lo es?— para saborear Ibiza desde un punto de vista que solo trae sorpresas escondidas entre playas de agua turquesa y verdes pinares.

Las características de la arquitectura vernácula ibicenca, esa que ha respondido históricamente a las posibilidades del entorno y se adaptaba a él, se conocen mejor al adentrarse en las estrechas carreteras que recorren el norte de la isla. En una de ellas, cerca Sant Carles de Peralta, se ubica el estudio Blakstad, impulsado por Rolph Blakstad, arquitecto que conoció estos paisajes en los años cincuenta y, enamorado, se asentó más tarde en ellos junto a su mujer, Mary. Arrancaron entonces una investigación centrada en la arquitectura local, uno de los mejores compendios del tema que quedó plasmado en La casa eivissenca, publicación hoy difícil de adquirir. Su hijo Rolf continuó el legado imprimiendo a su nuevo trabajo los rasgos del pasado. Allí, el arquitecto Xavier Blesa desgrana estos inmuebles. “Son casas de campo relacionadas con la agricultura y los animales. Y con sistemas constructivos que enraízan con el lugar: vigas de sabina —la madera local más resistente—, muros anchos de arcilla y piedras e impermeabilización a base de posidonia, que en estas playas siempre está a mano”, relata el especialista asociado a este estudio que más allá de Ibiza lleva la filosofía constructiva payesa a edificaciones de países como Italia o Brasil.

El desarrollo turístico ha borrado o escondido muchas de estas casas en el entorno de la ciudad de Ibiza. También en Sant Antoni, aunque playas como Es Racó d’en Xic siempre merezcan una visita a primera hora, antes de que llegue la marabunta, o cervecear al atardecer en el chiringuito Cala Escondida. Las carreteras comarcales que serpentean entre los minúsculos pueblos norteños como Sant Joan de Labritja, Sant Mateu d’Albarca y Santa Eulària des Riu guardan secretos. Hay increíbles villas lujosas, pero también lugares donde observar la que parecía una vida desaparecida en Ibiza, de huertas, norias y pequeños gallineros. La presencia de ovejas y cabras es habitual, casi siempre vigiladas por mujeres. Hoy ya no visten de negro y con todo el cuerpo cubierto, pero mantienen la misma postura y acumulan sabiduría mientras observan su cabaña con un sombrero de paja a la sombra de alguna higuera, ajenas al lujo, la exclusividad y los ruidosos beach clubs del sur.

De Walter Benjamin a los hippies

En los tranquilos valles agrícolas es fácil encontrar techos planos y aterrazados. Y ver la singular terminación triangular de las chimeneas sobre las fachadas blancas y encaladas de las casas payesas que asombraron a Walter Benjamin —pensador berlinés— durante sus estancias hace casi un siglo, en los primeros indicios turísticos de la isla que pronto volvió a la oscuridad hasta la llegada de los hippies. Estos quedaron igualmente enamorados de las sencillas viviendas, cuadradas y orgánicas, que crecían alrededor del salón principal —el porxo—y creciendo con nuevas habitaciones, siempre cubos, a medida que las familias crecían. Solo se levantaba una segunda planta en el caso de que uno de los hijos o hijas se casara y, como mucho, se añadían unos arcos como adorno. En estas viviendas había —y hay— espacio para almacenar alimentos secos como algarrobas o almendras, bodegas en las que también se guardan chacinas de matanza, vino payés, tomates de penjar que cuelgan de cañas y las clásicas botellas de hierbas ibicencas que se maceran durante meses y las familias payesas se enorgullecen de dar a probar a sus invitados.

Can Anita, una antigua casa de postas que ejerce hoy de casa de comidas en la localidad de Sant Carles de Peralta.

Son edificios que siempre se adaptaron al terreno, así que vivir o alojarse en uno de ellos requiere habituarse a subir y bajar escalones. La eficiencia energética se basa en sus muros, siempre anchos, que aíslan del calor, igual que las pequeñas ventanitas originales hoy sustituidas, en muchas reformas, con grandes ventanales con vistas a tierras anaranjadas o calas con aguas transparentes. Algunas acogen hoy restaurantes. Uno de ellos es Aubergine, a las afueras de Santa Gertrudis, propiedad del grupo Atzaró, agroturismo de lujo también desarrollado en una antigua vivienda payesa. Las buganvillas de su entrada son otra característica común en muchas de estas edificaciones, como en Can Jaume, a las afueras de Ibiza. El edificio seminal de Can Curreu, con más de 200 años, destaca sobre una colina a las afueras de Sant Carles de Peralta. Cada sábado observa a los miles de visitantes del mercado de Las Dalias, que en septiembre también abre las tardes de domingo a martes. En esta localidad, una antigua casa de postas ejerce hoy de casa de comidas, Can Anita, con una exquisita fritada de pulpo. A pocos kilómetros, El Bigotes sirve uno de los mejores bullit de peix —guiso ibicenco de pescado— frente a cala Mastella. Cerca, el mercadillo de Es Canar abre cada miércoles y viernes.

Uno de los puestos del mercadillo de Es Canar.Nacho Sanchez

Una torre con habitación

Más al oeste, el entorno de Santa Agnès de Corona es ideal para asombrarse con la arquitectura ibicenca. El tráfico es inexistente y el asfalto está repleto de badenes. Hay, además, numerosas pistas de tierra para pedalear o caminar “por senderos entre arbustos de flores rosas, tomillo púrpura, laurel fragante y pinos jóvenes”, como contaba el escritor norteamericano Elliot Paul en el libro Vida y muerte de un pueblo español (1937). Can Lluc, por ejemplo, es un hotel rural con habitaciones en un edificio de más de 300 años en una de las zonas más tranquilas de la isla. Es un área de higueras y tierras de cultivo por las que corretea el alcaraván, al que su críptico plumaje hace casi invisible y que por la noche se hace notar con sus graznidos. Junto al alojamiento hay grandes pinares y un sendero que, desde la urbanización Isla Blanca, llega en media hora a Es Portixol, una de las calas más atractivas de Ibiza. Más al sur, Can Caterina reúne tradición y lujo.

La playa de Benirràs, un clásico ibicenco entre tambores en San Juan Bautista.Nacho Sanchez

Hay que adentrarse en pueblos como Sant Miquel de Balansat para conocer su iglesia, que aparece flotando en el horizonte. Sobre una loma, se puede rodear a pie y reconocer en ella las características tradicionales: sencillas paredes encaladas y minúsculas ventanitas. Su interior es tan refrescante que huele a humedad. A sus pies, Can Xicu de Sa Torre es un estanco con Solete Repsol donde comprar sellos o tomarse una cerveza antes de dejarse ver por la playa de Benirràs mientras cae el sol, un clásico ibicenco entre tambores.

Una casa de payés rehabilitada en el pueblo ibicenzo de Sant Llorenç.Nacho Sanchez

La iglesia de Santa Eulària ofrece vistas y un delicioso entorno de casitas desde Puig de Missa. Otro templo, el de Sant Llorenç, invita a la reflexión. A su lado, La Paloma es uno de los restaurantes más aclamados del norte con una enorme terraza bajo las ramas de un algarrobo y, un poco más allá, Can Guimó ofrece ricas propuestas veganas. A pocos metros hay un desvío hacia uno de los conjuntos históricos mejor conservados de la isla. El poblado de Balàfia es un minúsculo conjunto que en época musulmana conformaba una alquería. Hoy solo se puede observar desde el camino que rodea estas casas. El hotel Can Quince Balafia ofrece un puñado de habitaciones que en verano no bajan de los 200 euros. Una de ellas se ubica en una torre del siglo XIII. Lujo también para disfrutar uno de los tesoros de la arquitectura mediterránea y sentir una isla en la que, por momentos, todo sigue prácticamente igual que hace décadas.

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