Si este año te has propuesto comer sano, ponte a cocinar

Conviene olvidarse de ideas como la que afirma que la comida sana es cara.Justin Paget (Getty Images)

La única forma de acceder a una alimentación de calidad, económica y saludable es volver a cocinar y desterrar actitudes como la comodidad y la apatía.

Comer siempre ha sido una cuestión de clase social, como nos recuerda todo el catálogo de opciones que existen para ello, que van desde el humeante puesto de comida callejera hasta el excluyente club privado, pasando por la democrática barra de la taberna de barrio o las elegantes mesas de un restaurante reputado. Cada colectivo posee su territorio de aprovisionamiento, que se suele intervenir de arriba hacia abajo y rara vez de abajo hacia arriba. Es más común ver a un ejecutivo almorzando en un puesto de tacos de Ciudad de México que a una taxista tomándose un cóctel de vodka infusionado con quinua en un club londinense.

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Existe una estrecha relación entre lo que se come y el estatus socioeconómico, pero también con lo que el entorno alcanza a proveer en relación con los ingresos de que se dispone. Difícilmente se puede acceder a una alimentación saludable donde solo existen cadenas de comida rápida, las únicas capaces de costear los alquileres en las calles más transitadas, eso sí, a costa de diluir la naturaleza primaria de la acción de comer, que no es otra que alimentarse. El listado de las ciudades del mundo con mayor número de restaurantes fast food por cada 100.000 habitantes, elaborado por Spotahome (una plataforma online de alquiler de casas y habitaciones), evidencia que la colonización de este tipo de establecimientos es global y sin distinción entre países industrializados y en vías de desarrollo. Lideran ese ranking de locales de no comida Kuala Lumpur (Malasia), El Cairo (Egipto) y Lima (Perú), con Róterdam (Holanda), Atenas (Grecia) y Bucarest (Rumania) en cabeza en Europa y Valencia en España.

¿Realmente esta situación es solo consecuencia de los bajos recursos económicos? En un reportaje firmado hace unos años en un dominical de The New York Times, el periodista Mark Bittman señalaba que dos tercios de la población estadounidense admitían no tener problema en pagar un sobreprecio con tal de no malgastar su tiempo en cocinar. Y este es el quid de la cuestión: la búsqueda de la comodidad junto a una idea distorsionada del bienestar vinculada al mínimo esfuerzo actúan de coartada en esta realidad obesogénica. Nuestro mundo global, tecnológico, obsesionado con el ocio, la instantaneidad y la prisa, con nuevos roles tras la incorporación de la mujer al mercado laboral, está cambiando nuestra relación con lo que nos llevamos a la boca. Se impone una dieta pobre y sin la diversidad de ingredientes y nutrientes requeridos para cubrir las exigencias alimentarias básicas. Para muchos ciudadanos, la no comida se ha hecho asequible desde la apatía y la falta de conocimientos y habilidades culinarias, más que desde la necesidad.

La brecha entre la comida de los hogares humildes y la de los más favorecidos no está tanto en el coste como en la variedad de alimentos. Desde la antigüedad, la desigualdad entre el bol del campesino y la bandeja de los señores no era únicamente una cuestión de cantidad, sino sobre todo de calidad y complejidad de ingredientes. La historia nos ha enseñado que a medida que se asciende en el escalafón social, la perspectiva alimentaria es más vasta y la cocina más elaborada.

Acortar la diferenciación culinaria entre aquellos que no sufren problemas económicos y las familias con rentas más bajas pasa por desterrar ideas que ensucian y entorpecen, como la que afirma que la comida sana es cara. Lo que sale caro es cambiar la fruta y verdura por galletas, sucedáneos de chocolate, bollería y pastelería industriales. Lo que difiere entre la comida que le cocinan al rico y la que ingiere el pobre es que al primero le cuesta dinero y al segundo la salud. La única forma de acceder a una alimentación de calidad, económica y saludable es volviendo a cocinar.

Curri verde de habas y carabinero

Óscar Oliva

Ingredientes

Para 4 personas

  • 500 gramos de cebolla
  • 2 limas kaffir
  • 1 rama de citronela
  • 40 gramos de jengibre
  • 30 gramos de ajo
  • 400 gramos de leche de coco
  • 10 gramos de perejil
  • 40 gramos de cilantro
  • 30 mililitros de vinagre de Jerez
  • 200 mililitros de aceite de oliva
  • 380 gramos de habas
  • 4 carabineros

Instrucciones

1. El curri verde

Cortar la cebolla, la citronela, el jengibre y el ajo. Raspar y obtener las ralladuras de las limas. Tomar 50 mililitros del total del aceite y pochar la cebolla. Cuando esté pochada, añadir la citronela, el jengibre y el ajo. Dejar durante cinco minutos y añadir la leche de coco. Dejar infusionar fuera del fuego y tapado durante media hora más. 

2.

Cuando esté frío, añadir el perejil y el cilantro. Triturar todo con ayuda de un robot de cocina y agregar poco a poco el aceite para emulsionar el curri. Poner a punto de sal y añadir el vinagre.

3. Las habas

Cocer las habas frescas durante ocho minutos en agua con sal. Colar, enfriar con hielos y reservar.  

4. El carabinero

Escaldar el carabinero en agua con un 20% de sal durante un minuto exacto. Poner inmediatamente en agua con hielo para cortar la cocción. Pelar los carabineros y presionar las cabezas en un mortero. Colar y reservar tanto la carne como el jugo de sus cabezas. 

5. Acabado y presentación  

Atemperar las habas en un horno a 120 grados durante cinco minutos. Atemperar el carabinero un minuto en ese mismo horno. Disponer el jugo de las cabezas en el fondo del plato y colocar tanto las habas como el carabinero para acabar cubriendo con el curri verde a temperatura ambiente.

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