Desde la silla de ruedas

Los testimonios de algunos agentes explican que se llenaron los colegios electorales de niños y ancianos para evitar que la policía impidiera el referéndum

Mariano Vergés, abogado de Dolors Bassa, durante la última jornada de esta semana en el juicio del 'procés'.EFE/ Tribunal Supremo

Los viejos irrumpieron ayer, con estrépito, en la sala de vistas principal del Tribunal Supremo.

“Me impactó la gente mayor, una persona mayor en silla de ruedas, en primera fila, al lado de la valla”, encabezando el cordón humano que obstruía el acceso a la sala de votaciones de la Escola Oficial d'Idiomes leridana.

Es el testimonio sobre el 1-O que brindó ayer el agente de la Policía Nacional 94670.

Un sudor frío recorrió la espalda de quienes saben qué significa una silla de ruedas. No sólo es un certificado con ruedas de vulnerabilidad. Y un trasto de vida simple, pero...

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Los viejos irrumpieron ayer, con estrépito, en la sala de vistas principal del Tribunal Supremo.

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“Me impactó la gente mayor, una persona mayor en silla de ruedas, en primera fila, al lado de la valla”, encabezando el cordón humano que obstruía el acceso a la sala de votaciones de la Escola Oficial d'Idiomes leridana.

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Es el testimonio sobre el 1-O que brindó ayer el agente de la Policía Nacional 94670.

Un sudor frío recorrió la espalda de quienes saben qué significa una silla de ruedas. No sólo es un certificado con ruedas de vulnerabilidad. Y un trasto de vida simple, pero genial.

Es también una Weltanschauung, una visión del mundo. Desde ahí se distinguen las sociedades solidarias y las egoístas. Las ciudades de raigambre socialdemócrata que facilitan el acceso físico universal al tren o al bus de las neoliberales, hoscas, inalcanzables. La peña solícita, de la gente gélida.

Una silla de ruedas es un frágil catalejo. Llevarla, o acceder a llevarla —ocupada— a una situación de posible ruptura, a un cruce sin señalizar o a una manifestación de alto riesgo no tiene nombre.

Ojalá en las pruebas gráficas alguien desmienta al agente, no sea que desesperemos más del género humano, incluido el subgénero catalán, que es el de quien esto escribe.

Y de paso, que desmientan a la docena de testimonios que coincidieron en eso, y en la presencia sistémica de niños. La pauta era habitual, relató el agente 102764: “Ponían a niños y gente de avanzada edad en primera línea, luego, en las siguientes iban adolescentes con bragas [en la cabeza, semicapuchas] que eran quienes aprovechaban [la protección infantil] para darnos” patadas y demás.

“No me pareció lógico ver a un hombre con el niño a hombros”, dijo 76766. “Aquí hay personas mayores, ayudadnos, pedimos a los Mossos” añadió 710004. “Había ancianos, a muchos los acompañamos como si fueran nuestros familiares”, sentenció 95106.

Los padres de esas criaturas, y los responsables de los discapacitados, solo tendrían una (estrecha) escapatoria moral: si creían a pies juntillas que no habría jaleo.

Entonces la culpa política recaería en solitario en el president y sus adláteres advertidos del riesgo. ¿Y la responsabilidad jurídica?

¿Acaso no rige aquí la Convención de Derechos del Niño, de NN UU (20/11/1989), que obliga a las autoridades a “asegurar al niño la protección y el cuidado” necesarios y tomar para ello “todas las medidas administrativas adecuadas” (artículo 3)? Pues claro que rige.

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