Columna

Nunca pasa nada hasta que pasa

Todos pensamos que nuestra causa es la única verdadera y que el enrarecimiento de la conversación pública es culpa de los demás

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en La Moncloa, el pasado 6 de febrero.Ricardo Rubio (Europa Press)

El libro de memorias de Pedro Sánchez es una anécdota. Pero no siempre está claro qué es lo accesorio y lo significativo, la farsa y la tragedia: sorprende que el presidente del Gobierno firme un contrato con un grupo editorial o que haya encontrado tiempo para terminar un libro mientras desempeña un cargo teóricamente exigente. Al margen de sus capacidades, que la persona escogida para dar “forma literaria” a la autohagiografía de Sánchez sea designada para promover la imagen de España en el exterior muestra una desconcertante cercanía entre lo privado y lo público, y una imprudente confusión...

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El libro de memorias de Pedro Sánchez es una anécdota. Pero no siempre está claro qué es lo accesorio y lo significativo, la farsa y la tragedia: sorprende que el presidente del Gobierno firme un contrato con un grupo editorial o que haya encontrado tiempo para terminar un libro mientras desempeña un cargo teóricamente exigente. Al margen de sus capacidades, que la persona escogida para dar “forma literaria” a la autohagiografía de Sánchez sea designada para promover la imagen de España en el exterior muestra una desconcertante cercanía entre lo privado y lo público, y una imprudente confusión entre los intereses del Estado y la frivolidad narcisista.

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Algo parecido ocurre con casos más graves, como el descrédito del CIS o la polémica del relator y la mesa de partidos. Para salvar sus presupuestos, un presidente sin mandato y con debilidad parlamentaria aceptaba parte del marco del secesionismo catalán derrotado. Podía presentarse como una justificable concesión simbólica o una apuesta por el diálogo. Pero también como la aceptación de la falacia de que estamos en un conflicto entre Cataluña y España, y no en una disputa entre catalanes; el reconocimiento de que es un problema que no podemos resolver según los cauces estipulados y quizá ni siquiera entre nosotros; o la escenificación de una relación bilateral.

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El debate sigue un mecanismo conocido. Un anuncio chapucero del Gobierno provoca perplejidad y críticas: en el partido, en personas valiosas que creen en el proyecto, en votantes y en opinadores. La reacción exagerada e irresponsable del PP y de Ciudadanos es una tabla de salvación para el Ejecutivo, analistas próximos y aspirantes a spin doctors. Toda disensión se atribuye a una derecha embrutecida. En un ejercicio de transversalidad marrullera, unos y otros aplican una fórmula parecida: eufemismo y racionalización para describir las equivocaciones de los afines; superlativos y juicio moralizante para categorizar las de los demás. La algarabía diluye la posibilidad de valorar los errores iniciales: no sabemos cuánto importan, ni lo que ayuda la confusión a una extrema derecha que ni siquiera necesita actuar mucho. Nunca pasa nada hasta que pasa: todos pensamos que nuestra causa es la única verdadera y que el enrarecimiento de la conversación pública es culpa de los demás, y confiamos en que el clima de polarización, inflación léxica e histeria no rompa las instituciones que degradamos cada día. @gascondaniel

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