Análisis

Un político capaz

Ciudadanos y partidos deberíamos preguntarnos si alguien titulado es válido para representarnos

Cristina Cifuentes durante el pleno de la Asamblea de Madrid donde explicó las supuestas irregularidades de su máster en la URJC.Luis Sevillano Arribas (EL PAÍS)

Finalmente, Cristina Cifuentes ha sido procesada por un máster (presuntamente) fraudulento. Pero no está sola en ello: se le une Enrique Álvarez Conde, antiguo director del Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos. Es decir: la colaboración de la institución educativa fue, aparentemente, necesaria para urdir una trama. Una que, si leemos adecuadamente, no...

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Finalmente, Cristina Cifuentes ha sido procesada por un máster (presuntamente) fraudulento. Pero no está sola en ello: se le une Enrique Álvarez Conde, antiguo director del Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos. Es decir: la colaboración de la institución educativa fue, aparentemente, necesaria para urdir una trama. Una que, si leemos adecuadamente, nos da pistas sobre un problema estructural de la universidad española. Y de nuestra relación con ella como sociedad.

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Aunque es probable que esto cambie a partir de ahora, en España hemos tendido a valorar la tenencia de un título universitario por sí mismo, y no por su adecuación para un perfil específico, ni por la calidad crítica o contenido de los estudios. Trasladado a nuestros líderes políticos, que al fin y al cabo tienden a ser un reflejo de sus votantes en cualquier lugar del mundo, eso significa que la acumulación de líneas de currículum cuenta dentro y fuera de los partidos por el mero hecho de estar ahí.

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Pero la política es una profesión que consume tiempo, que no deja espacio para largas carreras académicas. Algunos departamentos de ciertas universidades, públicas o privadas, están dispuestas a resolver este dilema. Es lo que, presuntamente, sucedía con el instituto que dirigía Álvarez Conde. Estas unidades académicas no basaban su supervivencia en la excelencia de su investigación, ni en su inserción en las comunidades internacionales del saber. No: se mantenían gracias a la producción en serie de títulos poco sustanciosos, accesibles, y, si era necesario, con esfuerzos extra (e irregulares) para conseguir los aprobados necesarios para ciertas personas.

Porque a esto cabe añadir la relación que existe entre estas unidades y las propias administraciones. Por supuesto que la educación pública necesita, merece incluso, generosa financiación. Pero cuando esta no se otorga por criterios académicos claros, transparentes, homologados con el resto del mundo, la decisión se transforma en una de afinidades, de intereses. En últimas: de intercambio de favores. Políticos con poco tiempo, muchas ganas de obtener un título y escasos escrúpulos se acercan a departamentos mediocres que basan su estrategia en serlo y en estar cerca de quien conviene. Pero todo ello se enmarca en un sistema universitario que, sobre todo en el nivel de posgrado, presenta programas de calidad y exigencia desiguales. Sin este contexto, sin esta tendencia a titular por titular, el intercambio vicioso sería más improbable.

El caso de Cristina Cifuentes y Álvarez Conde sirve por tanto como ejemplo paradigmático para buscar soluciones estructurales que favorezcan la independencia y la excelencia de la universidad pública. Además, ciudadanos y partidos deberíamos valorar más la apertura de la representación a perfiles más variados, preguntándonos a partir de ahora si un político titulado equivale a un político capaz.

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