Columna

El crujido

Reino Unido se va de la Unión Europea, y poco a poco escocerá, y seguro que luego dolerá mucho, la herida de la amputación

Soldados franceses entrando en ataque desde su trinchera durante la batalla de Verdún, en el este de Francia, durante la Primera Guerra Mundial.AFP

La primera ministra británica, Theresa May, no estuvo el domingo en París para conmemorar el centenario del final de la I Guerra Mundial. Prefirió hacer una ceremonia en casa, más discreta, lejos del marco imponente que levantó el presidente francés, Emmanuel Macron, para acordarse de aquel remoto día en que se puso f...

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La primera ministra británica, Theresa May, no estuvo el domingo en París para conmemorar el centenario del final de la I Guerra Mundial. Prefirió hacer una ceremonia en casa, más discreta, lejos del marco imponente que levantó el presidente francés, Emmanuel Macron, para acordarse de aquel remoto día en que se puso fin a una carnicería colosal, difícil de concebir todavía hoy: diez millones de muertos, seis millones de heridos y millones y millones de seres partidos, rotos. Macron quiso aprovechar la ocasión para señalar que lo peor siempre es posible. Al pie del Arco del Triunfo, y ante numerosos jefes de Estado, llegó a decir que dependía “de nosotros” que aquella imagen no fuera la del “último momento de unidad antes de que el mundo caiga en un nuevo desorden”.

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Theresa May no estaba en esa fotografía. Igual alguien, particularmente atento a esos ruidos subterráneos que adelantan la marcha de la historia, escuchó este fin de semana un lejano crujido. Ese crujido que pocos días después empieza a sonar más próximo cuando van conociéndose los detalles de la separación: Reino Unido se va de la Unión Europea, y poco a poco escocerá, y seguro que luego dolerá mucho, la herida de la amputación.

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En estas circunstancias, en las que empieza a agrietarse un marco supranacional, es tentador acordarse de aquellos otros proyectos que terminaron dinamitados por el empuje de los nacionalismos. El sociólogo Richard Sennett habla de las revoluciones de 1848 como de un momento de fuerte empuje de aquellos que defendían que la nación estaba conformada por “la tradición, las formas de comportamiento y las actitudes morales de un Volk”. Esos pueblos que ahora quieren ser grandes de nuevo.

Y el historiador François Fetjö en Réquiem por un imperio difunto, su libro sobre la destrucción de Austria-Hungría, habla de dos figuras que empujaban de manera distinta a los nacionalistas húngaros que provocarían la revolución de 1848, el conde István Széchenyi y Lajos Kossuth. “Széchenyi quería ser prudente; utilizaba la razón, aborrecía los movimientos de masas, despreciaba a la pequeña nobleza ignorante y provinciana, para la que el patriotismo se reducía a hostigar permanentemente al Gobierno de Viena”, escribe Fetjö. “Quería quitarle hierro al movimiento reformista. Kossuth, admirando a Széchenyi y rindiéndole homenaje, estaba convencido de que no se podía crear grandes cosas con la fría razón sin movilizar las pasiones de las masas, incluso aunque fuera necesario compartir reivindicaciones irresponsables”.

¿A quién le importan dos caballeros húngaros del siglo XIX? Pues seguramente a nadie (acaso a un puñado de extravagantes). Es el conflicto que encarnan el que resulta revelador. La prudencia y la razón frente a la eficacia de encender las pasiones de las masas. Ese proyecto de hacer “grandes cosas”, incluso inflamando “reivindicaciones irresponsables”, suele terminar con mucha frecuencia en los campos de batalla. Poco antes de la llamada Gran Guerra, donde las ambiciones nacionalistas cobrarían un protagonismo esencial, el escritor vienés Hugo von Hoffmannsthal en su Carta de Lord Chandos ya hablaba de la tosquedad y de la enfermedad de espíritu de su tiempo. Algo estaba crujiendo y Von Hoffmannsthal apuntó: “He perdido del todo la facultad de pensar o de hablar coherentemente de cualquier cosa”. Es lo que ya está pasando ahora frente a líderes como Trump, Putin, Erdogan y los grandes propagandistas del Brexit.

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